martes, 2 de marzo de 2010

Pedro Figari

Sobre Pedro Figari


No es posible disociar los contenidos ni el estilo pictórico de Pedro Figari (Montevideo 1861-1938) de las demás facetas que nutren su accionar político y su pensamiento creativo. Nunca se insistirá demasiado en el carácter integral de sus vocaciones, carácter que da forma también, con una extraordinaria coherencia, a su vasta producción intelectual relacionada al arte, ya se desarrolle ésta en la rama literaria, en la pictórica o en el campo de la reflexión estética y la formación artístico- industrial.

La pintura no es más que un capítulo, brillante sin duda, en el copioso libro de su vida, cuyas páginas están escritas con éxitos profesionales, pero también con fracasos públicos y desconciertos ante la indiferencia de sus pares.

Varias décadas antes de que el pintor destaque con su encendida paleta, el joven abogado deberá resolver “el crimen de la calle Chaná” (1895-1899) y al hacerlo se colocará del lado del inculpado y en contra del sentir público general, desanudando una complicada trama de falsos testimonios y de engaños políticos.

Por otra parte, la actuación de Figari como diputado, fundador del periódico “El deber” y su esmerada pluma como articulista, serán determinantes para la aprobación de la ley abolicionista de la pena de muerte de 1907.

El extenso tratado filosófico Arte, Estética e Ideal de 1912 y los varios proyectos educativos que busca llevar a cabo, en especial al frente de la Escuela de Artes y Oficios (1915-1917) lo colocan a la vanguardia de los emprendimientos pedagógicos y de las reflexiones estéticas del continente.

Su relativo fracaso –tras la desaprobación del plan de reformas en dicha institución– lo empujará a la dedicación casi exclusiva de la pintura.

A partir de los 60 años de edad, en pleno exilio voluntario primero en Buenos Aires y luego en París, desarrollará una pintura que resume su concepción de vida. En poco más de quince años habrá ejecutado cerca de 4000 cartones y dibujos, en los cuales el gaucho, el esclavo africano y sus descendientes son figuras clave de una nueva expresión que revaloriza la historia local y americana en el proceso “civilizatorio” de la modernidad.


En todas sus expresiones y actos subyace un hondo sentido humanista, que será la marca también de su prosa ficcional (varios cuentos y la utopía novelada Historia Kiria de 1930) y de su obra poética (El Arquitecto de 1928).


Figari por Jorge Luis Borges.

Cuando la temeraria hospitalidad de los editores me convidó a molestar esta suficiente demostración de la obra de Figari con un comentario verbal, mi primer movimiento fue de gratitud, mi segundo de aceptación, mi tercero de fuga. Consideré lo intruso de mi voz en materia pictórica, fui visitado de temores que creí razonables. Reflexioné después que la casi inmejorable ignorancia de la pintura que todos me conocen, versa íntegramente sobre la técnica, y eso me recordó la única técnica de que poseo algunas noticias, la literaria . Me consta, como escritor que soy, que esa encarecida disciplina -contacto de palabras dispares, asombro de metáforas, puntuación ocasional de ternuras, fingimiento de seguridad en lo intelectual por el empleo de fórmulas precisa es un asequible repertorio de habilidades, de fácil adquisición a plazos y uso agradable, pero indigno de una reverencia mayor. De ese carácter meramente habilidoso de la literatura, nadie suele mucho dudar. Su prueba está en el acento denigrativo de la palabra retórica; su dilucidación, en el hecho de que siendo literatos todos los hombres -pues argumentar o conmover o narrar no son menos literatura que escribir y suelen producirse mejor- saben lo tratable que es y lo desacertado de imputar difíciles méritos a los versados en ella. Esa pretendida insustancialidad de una de las artes -y de la más practicada, vale decir de la de mayores oportunidades de complejidad- abona la presunción de que no son de mayor misterio las otras y de que las retóricas de la plástica, de la música y de la pintura, son tan subalternas como ella. Por eso, creo que mi famosa ignorancia no me descapacita.
He mirado con frecuente amor esas telas. Yo quisiera preciarme aquí (orgullo mínimo) de no incidir en las dos tentaciones de ociosidad que están merodeándome. Una es describir esas telas: vale decir, disipar realidades visuales en palabras meramente aproximativas, operación no menos improcedente que su recíproca de incorporar figuras a un texto, y casi tan arriesgada en su traslación como lo sería la versión en música de un perfume. (Todo es lenguaje: todo puede ser conversación de almas al alma, aunque no falte supersticioso que crea que el andar de George Bancroft es lenguaje menor que las elocuencias del conferencista de turno). Otra es postular en la obra, lo que solamente es propio de la temática. Admitir, por ejemplo, que cualquiera representación de niñas es delicada y de limoneros es agria y de espadas hiere. Yo intentaré, ignoro si con favorable fortuna, optar por equivocaciones distintas.

Figari, pinta la memoria argentina. Digo argentina y esa designación no es un olvido anexionista del Uruguay, sino una irreprochable mención del Río de la Plata que, a diferencia del metafórico de la muerte, conoce dos orillas: tan argentina la una como la otra, tan preferidas por mi esperanza las dos. Memoria es implicación de pasado. Yo afirmo -sin remilgado temor ni novelero amor de la paradoja- que solamente los países nuevos tienen pasado; es decir, recuerdo autobiográfico de él; es decir, tienen historia viva. Si el tiempo es sucesión, debemos reconocer que donde densidad mayor hay de hechos, más tiempo corre y que el más caudaloso es el de este inconsecuente lado del mundo. La conquista y la colonización de estos reinos -cuatro fortines temerosos de barro prendidos en la costa y vigilados por el pendiente horizonte, arco disparador de malones- fueron de tan efímera operación que un abuelo mío, en 1872, pudo comandar la última batalla de importancia contra los indios, realizando, después de la mitad del siglo diez y nueve, obra conquistadora del diez y seis. Sin embargo, -a qué traer destinos ya muertos? Yo no he sentido el liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas que las higueras y sí en Pampa y Triunvirato: insípido lugar de tejas anglizantes ahora, de hornos humosos de ladrillos hace tres años, de potreros caóticos hace cinco. El tiempo -emoción europea de hombres numerosos de días, y como su vindicación y corona- es de más impudente circulación en estas repúblicas. Los jóvenes, a su pesar lo sienten. Aquí somos del mismo tiempo que el tiempo, somos hermanos de él.



Hablé de la memoria argentina y siento que una suerte de pudor defiende ese tema y que abundar en él es traición. Porque en esta casa de América los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer en el hombre nuevo, que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos argentino, para irnos acercando así a la esperanza. Es una conjuración de estilo no usado: pródiga aventura de estirpes, no para perdurar sino para que las ignoren al fin: sangres que buscan noche. El criollo es de los conjurados. El criollo que formó la entera nación, ha preferido ser uno de muchos, ahora. Para que honras mayores sean en esta tierra, tienen que olvidar honras. Su recuerdo es casi un remordimiento, un reproche de cosas abandonadas sin la intercesión del adiós. Es recuerdo que se recata, pues el destino criollo así lo requiere, para la cortesía y perfección de su sacrificio . Figari es la tentación pura de ese recuerdo.

Esas inmemorialidades criollas -el mate compartido de la amistad, la caoba que en perenne hoguera de frescura parece arder, el ombú de triple devoción de dar sombra, de ser reconocido de lejos y de ser pastor de los pájaros, la delicada puerta cancel de hierro, el patio que es ocasión de serenidad, rosa para los días, el malón de aire del viento sur que deja una flor de cardo en el zaguán- son reliquias familiares ahora. Son cosas del recuerdo, aunque duren, y ya sabemos que la manera del recuerdo es la lírica. La obra de Figari es la lírica.

La misma brevedad de sus telas condice con el afecto familiar que las ha dictado: no sólo en el idioma tiene connotación de cariño el diminutivo. Esa, también, puede ser la íntima razón de su gracia: es uno de los riesgos generosos de la pasión el bromear con su objeto, y es modestia del criollo recatar en burla el sentir. La publicidad de la épica y de la oratoria nunca nos encontró; siempre la versión lírica pudo más, Ningún pintor como Figari para ella. Su labor -salvamento de delicados instantes, recuperación de fiestas antiguas, tan felices que hasta su pintada felicidad basta para rescatar el pesar de que ya no sean, y de que no seamos en ellas- prefiere los colores dichosos. Es enteramente de noticias confidenciales, de magias, de diabluras. Sus protagonistas -el unitario afantasmado por la zozobra, el notorio chaleco punzó del buen federal, el negro que se esconde en la zafaduría, en el coraje y en el bochinche como para que no miren que es negro, el compadre deshecho, relampagueando en líneas quebradas, el paredón sin revocar, el campo, la luna,- viven como en los sueños, sobreviven como en la música de ese ayer. Sólo las tiernas y minuciosas noticias de Carlos Enrique Pellegrini pueden equiparársele.



Esto es lo que yo quería decir. Figari, presente en méritos de luz, está en las páginas siguientes que absuelven este prefacio inútil.

Publicado en - Figari- Editorial Alfa, Buenos Aires 1930.




Pedro Figari y el Clasicismo Latinoamericano
por Alejo Carpentier.


En pleno Barrio Latino, junto al Panteón y cerca de las nubes, vibra un poco del alma de nuestra mejor América... Tras de altos ventanales, en un estudio luminoso como el cielo mismo, hay un hombre de barbas blancas y rostro agudo, que ha logrado conservar, traspuesto medio siglo de vida, una sorprendente lozanía espiritual. Expresión risueña de viejo duende, inquietud de neófito, matutina fe de adolescente: añadid una jícara de mate y el cocktail se llamará Pedro Figari.

En América tenemos el raro privilegio, actualmente, de ser contemporáneos de nuestros clásicos. Estos se llaman Diego Rivera, Héctor Villalobos, Ricardo Güiraldes, Amadeo Roidán... Y Pedro Figari es otro de esos clásicos de un arte nuevo y fuertemente caracterizado, fuera de cuyo ejemplo todo es pastiche o camouflage espiritual en nuestro joven continente. Los lienzos de este pintor son intrépidos vehículos de los más auténticos valores -sensibilidad y documentos- americanos. Sin proponérselo, hacen cristalizar el anhelo del pintor futurista que perseguía una -pintura con olor, color y sabor-. Tienen un frescor de aleluyas iluminadas y la tosca poesía de nuestras arrabaleras; conocen el bandoneón sentimental, el rasgueo de guitarras achacosas, el santo vestido con encajes de papel, la queja ritual del tambor negro; no ignoran el grabado en madera que ilustra corridos populares y adivinaron la Virgen de Regia; saben del ex voto piadoso y casi obsceno y amarían las cándidas historietas ofrendadas en testimonio de milagro, a Nuestra Señora de Guadalupe, en su villa inefable; nos revelan insospechados parientes del bongó antillano y del diablito que salta, como cangrejo de Regia, sacudiendo sonora gualdrapa de cencerros...



Las escenas se suceden con la misma fuerza, con idéntica elocuencia de ritmos, construyendo un panorama que se inicia en el París novísimo, para penetrar en las entrañas de todo un pasado colonial. Hay jirones de la América entera en esos momentos uruguayos plasmados por Figari. Gauchos y matreros en patios añosos, semejantes a los de San Cristóbal de La Habana; cabalgatas y diligencias, cantares y bregas, en escenarios de pampa y ranchos; rumbas de negros, entierros de negros, ceremonias religiosas de negros; negros rosistas con la cinta roja en el sombrero; negros ante altares de repostería, rematados por santitos ingenuos y omnipotentes; pomposos interiores de antaño, con su vida burguesa realzada por marcos dorados, pesadas chimeneas y relojes rococós encerrados en campanas de cristal; soldados y soldaderas -por qué pienso en José Clemente Orozco?-, en callejuelas que recuerdan, de modo sorprendente, las colonias apartadas de México... Todo un retablo americanísimo realizado con una pintura espontánea, franca, directa, capaz de revelarnos los menores atributos de un ambiente, gritándonos, sin embargo: -Cuidado con la pintura fotográfica!- Porque nada resulta menos fotográfico que la visión plástica de Pedro Figari.





-Rien n'est beau qui n'est merveilleux-, decía André Breton en el trascendental manifiesto del surrealismo. Pero pocas cosas tan bellas como alcanzar lo maravilloso como factores muy humanos. Figari ha logrado esto, fijándose en gol estético de una sencillez casi increíble en época tan fecunda.

-Nunca me ha preocupado la pintura en sí (me confesaba recientemente). En mis cuadros no he intentado resolver tal o cual problema de metier. Sólo he querido fijar en el lienzo una serie de aspectos pasados o actuales de la vida suramericana, para que sirvan de documentos al gran pintor que vendrá después.

Y es esa misma despreocupación del oficio la que conserva a Pedro Figari una admirable frescura de visión que lo sitúa muy cerca de la pintura popular. Los buenos poetas saben librarse de los peores peligros (no rechazó Orfeo todas las proposiciones del circo Barnum?). Y Pedro Figari es ante todo un buen poeta. Por ello adivinó tan pronto los secretos de la -ignorancia adquirida- de la que habla Paul Dukas a sus discípulos de composición musical. Sus telas contienen refinadísimos valores líricos, sin invocar nunca la acrobática -pata- del maestro.

Ahora que la pintura moderna reacciona contra la aridez del metier por el metier pensando más que nunca en el contenido poético de la obra, la labor de Pedro Figari resulta, pues, extraordinariamente actual. Por el atajo de las evocaciones americanas, viene a resolver -aunque situado en otro plano- un problema análogo a los que se plantean las maniquíes y caballos mitológicos de Chirico, los saltamontes y perros-peces de Miro, y los que solía ponderar el cándido Aduanero Rousseau desde su mundo pictórico emparentado con las estampas de Epinal.

El frescor espiritual de Pedro Figari avecina con el prodigio. Erik Satie debió parecerse a él. El artista ha logrado vivir la vejez al salir de la adolescencia, y hoy disfruta de una juventud plena y fuerte. A la edad de veinte años, el artista tuvo que abandonar los pinceles, después de realizar escarceos preliminares para ser recluido entre los legajos y papeles polvorientos de un bufete de abogado. Pasaron treinta años, treinta años de pleitos, polémicas, política, periodismo, lo bastante para entorpecer el espíritu más fino!... Pero, un día Pedro Figari tuvo el valor de abandonarlo todo, cediendo a los ruegos, cada vez más apremiantes, de su insatisfecho temperamento de creador. Y París asistió a la primera canalización de sus ímpetus largamente reprimidos. El artista mismo -condensador de un misterio superior- tuvo la sorpresa de ver surgir bajo su pincel una tornasolada floración de imágenes lozanas, llenas de novedad, producto de inquietudes que parecían haber muerto en él para siempre.

Y mil palpitaciones americanas cundieron en su obra. Sus credos se vigorizaron. Una noción de utilidad, unida a su tarea, le hizo trabajar encarnizadamente. Su primera exposición fue coronada por el éxito más rotundo. Sus escenas uruguayas subyugaron al público francés. Y pronto Pedro Figari fue uno de los -clásicos- de nuestro arte latinoamericano.

Basta que Pedro Figari os sepa documentado en las cosas de América, para que comencéis a interesarle. El artista admira sin reservas al gran Diego Rivera, y el formidable decorador de Chapingo, por su parte, afirma que Figari debía intentar la pintura mural.

Para Figari no hay nada más adorable en el mundo que esas cosas vernáculas que gentes bien y plumíferos ridículos de nuestras patrias consideran como -lacras-, deplorando no ver transformadas las ciudades del trópico en trasuntos de Picadilly. Patios coloniales, murgas arrabaleras, fiestas negras, coplas, bailes populacheros, guitarras, tambores, colorines, comparsas, sedas y percales bárbaros, he ahí sus temas de inspiración En ellos están los elementos básicos de una tradición mucho más interesante y suculenta, que la de una ficticia importación de artículos adulterados.

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