Tomado de Revista Dossier por Alejandro Michelena - Martes, 01 de setiembre de 2009
El idilio entre Montevideo y el art déco nació muy temprano, en mitad de la década de los veinte, cuando el nuevo estilo recién empezaba a proyectarse desde París al mundo. Germinó muy bien entre nosotros, mejor que las vanguardias puras, que dieron obras significativas pero no dejaron escuela. Multiplicó su presencia en los edificios de apartamentos del Centro, fue por casi dos décadas el toque de distinción característico en las residencias con pretensión moderna, delineó incluso el perfil de las garitas policiales y las estaciones de gasolina; decoró cervecerías y cafés, cines y salones de baile.
Esa proyección tan intensa –que abarcó también al mobiliario y los adornos– puede explicarse por algunas cualidades de la propia corriente: la amabilidad con que maneja las curvas, la mesura en lo decorativo y el sincretismo en lo estilístico. Montevideo de entonces, ciudad de costumbres cordiales, variada en lo cultural desde la mitad del siglo XIX, nada amiga de extremos desde siempre, era natural que se entusiasmara con el perfil déco y lo asimilara hasta tal punto que se ha convertido en uno de los signos de su identidad.
Curvas que se reiteran
Se podría afirmar que la capital uruguaya entró en la modernidad de la mano del art déco. Cuando recorremos nuestras calles nos cuesta mucho dar con ejemplos puros del estilo renovador del 900, el art nouveau, que está reducido a unos pocos caserones de la Ciudad Vieja y del Centro, y a alguna contada casa de barrio. Y como ya apuntamos: los ejemplos de vanguardia dura son pocos. Hasta entrada la década de los años veinte esta ciudad fue muy conservadora en lo arquitectónico, oscilando –en edificios públicos y residencias de gran porte– entre el neoclásico y el sincretismo historicista, y en lo popular haciéndole apenas levísimas adaptaciones a la por entonces ya clásica casa vieja (la de los dos balcones a la calle, zaguán con puerta cancel, dos patios con claraboya y altillo arriba de la cocina) cuyo perfil se origina en el añejo caserón de cepa hispana.
Pero de pronto, muy poco tiempo después de que en París se realizara la exposición de artes decorativas que puso en circulación el art déco –que comenzaría a llamarse de ese modo recién treinta años después, a raíz de la evocación intelectual de aquella movida de 1925–, varios arquitectos montevideanos adoptaron con entusiasmo su dibujo combinatorio de rectas matizadas por curvas, de paredes lisas alivianadas con pinceladas decorativas, que les permitía ser ‘modernos’ sin llegar a extremos.
En principio acompañó el crecimiento en altura de 18 de Julio y le dio su marca a algunos edificios públicos, pero en poco tiempo se extendió también a los barrios. Este último aspecto constituye un caso singular, único en el mundo, pues en Nueva York –para poner un ejemplo ya famoso– el art déco quedó trepado a los grandes rascacielos de Manhattan, y en Miami –una ciudad que hizo de este estilo su seña de identidad– se instaló en ciertas áreas específicas y nada más.
Desde la propia Aduana
El estilo salta a la vista por todos los costados. Los viajeros que hace unas décadas llegaban en barco, al bajar se topaban con el amplio edificio de la Dirección General de Aduanas y su torre inconfundible, el dibujo discontinuo de la azotea, las grandes arcadas curvilíneas de sus dos túneles y las más pequeñas de las puertas, las curvas también marcadas en los dos cuerpos de sus costados. Ubicado en la rambla 25 de Agosto, su frente da a la calle y el volumen se introduce en la zona de los muelles. Fue construido por el arquitecto Jorge Herrán a partir de un concurso ganado en 1923.
En el otro borde de la Ciudad Vieja, frente a la Plaza Independencia y donde nace 18 de Julio, se alza el Palacio Rinaldi. Es un edificio de apartamentos de ocho pisos, realizado en 1929 por los arquitectos Alberto Isola y Guillermo Armas, que desde entonces viene estableciendo un interesante contrapunto con su vecino de enfrente, el Palacio Salvo. El geometrismo de su fachada, el dibujo diverso de sus balcones, los elementos decorativos en los ángulos superiores, lo instalan de manera decidida en la estética art déco. Todas sus líneas coinciden en sugerir en quien lo observa una idea de ascensión, al punto que en primera mirada parece mucho más alto de lo que en realidad es; seguramente sus creadores buscaron que no quedara desairado al estar tan cerca del que fuera por algún tiempo el edificio de estructura de cemento más alto del mundo.
En la Ciudad Vieja hay otros buenos ejemplos déco, como el Palacio Piria –de Treinta y Tres 1134, entre Sarandí y Buenos Aires–, edificio con herrajes en los balcones y curvas típicas del estilo, construido por los mismos arquitectos que el anteriormente reseñado. Bien cerca, en Sarandí y Treinta y Tres, se ubica un inmueble de cinco pisos dedicado a oficinas, cuya fachada discontinua y su ambición decorativa son típicas de esta corriente.
Una estética que prendió en el Centro
Las vanguardias estrictas dejaron en nuestra calle mayor testimonios aislados de su paso, como el Palacio Lapido de la esquina de Río Branco –obra de los arquitectos Aubriot y Valabrega– de un racionalismo matizado por la inspiración de la escuela holandesa. Pero la gran mayoría de los emprendimientos en altura de los años veinte optaron o por variantes del neoclasicismo y el historicismo, o por el entonces novedoso art déco.
Así nos encontramos con dos edificios que responden claramente a este estilo: uno está ubicado en 18 y Yi –es de 1927–, realizado por el arquitecto Luis Aniceto Goyret, con apenas cuatro pisos destinados a apartamentos donde lo ‘decorativo’ está en su fachada, manejado con suma discreción; el otro se alza en 18 de Julio entre Paraguay y Río Negro, es de los mismos años pero de mayor altura, y mucho más pródigo en guardas, líneas y hasta bajorrelieves.
Un ejemplo notable del art déco de los años treinta lo constituye el que fuera local de la Confitería Americana, también sobre 18 pero entre Yi y Michelini. Allí se aprecian las curvas estilizadas características y el peculiar corte de la fachada, la mitad de la cual muestra una secuencia de cuatro pisos con balcones redondeados mientras la otra encuadra una logia de dos niveles sostenida por pilares –también curvilíneos– a la que se asoman ventanas y balcones que pertenecieron a los salones de fiestas y banquetes de la confitería. El interior del comercio respondía también al art déco. Este edificio fue proyectado en 1937 por los arquitectos Carlomagno, Bouza y González Fruniz, y aparte de las dependencias de la confitería incluía la vivienda del propietario y los apartamentos. Responde a una variante del estilo que nos ocupa conocido como Streamline (moderno y aerodinámico). A pesar de las inadecuadas intervenciones de los años setenta –cuando se construyó la galería comercial– la interesante discontinuidad de esa gran fachada sigue aportando amabilidad y estética a la avenida 18 de Julio.
El Palacio Tapie, de Constituyente y Santiago de Chile frente al Palacio Municipal, integra elementos déco –como la torre–a una más general intención racionalista; lo construyó en 1933 el arquitecto Francisco Vázquez Echeveste. Pero donde se despliega en su plenitud el estilo es en el interior: el hall de entrada tiene mucho de escenografía hollywoodense, con una suntuosidad teatral insospechable desde la calle.
Uno de los ejemplos más evidentes y céntricos es el Palacio Díaz, desde su condición de émulo de los rascacielos neoyorquinos aunque apenas sobrepasa los veinte pisos. Su silueta escalonada se estiliza en la parte superior por medio de una torre simétrica al estilo del Empire State. Los elementos ‘decorativos’ se perfilan en sus balcones, en los dibujos que lo culminan, en las líneas de fachada de los entrepisos. Es de 1929 y pertenece a los arquitectos Gonzalo Vázquez Barrière y Rafael Ruano, abriendo sus puertas en 18 de Julio entre Ejido y Yaguarón. Más allá de su impronta, el Palacio Díaz posee en su estructura general un perfil innegablemente vanguardista.
También en los barrios
La geografía urbana está en Montevideo literalmente salpicada de rasgos art déco. Podríamos asegurar que el cultivo de este estilo –menos radical que los de estricta vanguardia– fue un buen pretexto para que muchos arquitectos pudieran sentirse modernos sin tener que jugarse por una escuela o tendencia determinadas.
En el Barrio Jardín, junto al Parque Rodó, el arquitecto Vázquez Barriére concretó en 1936 dos conjuntos de casas iguales –que en realidad, estructural y estilísticamente conforman en sí dos edificios– que reúnen todas las características de este lenguaje: las curvas, las ventanas ojo de buey, los balcones y barandas de las escaleras redondeados, lo decorativo del conjunto. Vázquez Barriére aprovechó muy bien el diseño urbanístico del arquitecto Baroffio para la zona, con pequeñas manzanas como islas y calles con muchas curvas, además de las altitudes diferentes de los terrenos. En sus ángulos tienen miradores y abundan en sus costados los balcones, los aleros, escaleras y salientes; son muchas las ventanas y se destacan las logias. Los especialistas encuentran en estas obras, al igual que en otros exponentes art déco locales, detalles del modernismo arquitectónico.
Por Bulevar Artigas en toda su extensión, así como en Pocitos, Malvín, La Blanqueada y la Unión, resulta frecuente encontrarse con viviendas marcadas por elementos déco, todas construidas entre los años treinta y cuarenta.
El original edificio El Mástil, ubicado en avenida Brasil y Juan Benito Blanco, que remeda el castillo de popa de un imponente transatlántico clásico –con salvavidas de mampostería y hasta el mástil de referencia en la cima–, está también en esa línea: un buen ejemplo de arquitectura náutica y también del mejor déco.
El edificio del Yatch Club, en el Puerto del Buceo, bosqueja en su forma la quilla de un barco que mira en sentido contrario a la costa. Se encuentra aislado de edificaciones en altura y tal vez por ese motivo –a pesar de sus pocos pisos– se destaca a lo lejos y parece ser más imponente. Su lineamiento general es muy geométrico, pero los balcones, ciertos ángulos y detalles decorativos lo constituyen en un demostrativo ejemplo de esta corriente estética. Es de 1934 y fue construido por los arquitectos Crespi y Herrán.
Una de las pruebas más elocuentes de esta influencia estilística en el tejido urbano de Montevideo se ve en el diseño de los inconfundibles quioscos policiales ideados en 1938 por el arquitecto Costa Lemes. El dibujo en curva de sus fachadas, las ventanas ojo de buey y los aleros sobre esos grandes ventanales que los comunican con la calle son todos estilemas bien significantes del art déco.
Los interiores, como lo apuntáramos, también recibieron el toque déco. Algunos se mantienen en espacios paradigmáticos del encuentro popular montevideano. Esto sucede tanto en el añejo Palacio de la Cerveza –hoy Sudamérica– con sus lámparas y luces, como en ciertos bares del área de juegos del Parque Rodó, además de los propios juegos mecánicos. Y lucen bien su talante art déco –todavía– algunos poquísimos cines (en carácter de tales o como templos ‘de milagros’), así como también salas de espera de consultorios médicos o bufetes de abogados instalados en los treinta y que han sido conservados casi como eran por entonces.
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