jueves, 15 de octubre de 2015

TRABAJO FINAL 3er. AÑO 2 BACHILLERATO MATEMÁTICA Y DISEÑO - IAVA 2015

Título del trabajo: 
Una mirada sobre algunos espacios públicos montevideanos

Opción A) Las plazas (Matríz, Independencia, Zabala, Cagancha)
Opción B) Los parques (Prado, Rodó, Capurro, Batlle)
Opción C) La Rambla (Ramírez, Pocitos, Carrasco, Sur)

Se trata de una pesquisa informativa (datos históricos, arquitectónicos y urbanísticos) y fotográfica (confrontando fotos históricas y fotos actuales tomadas por ustedes)
La presentación del trabajo consistirá en un texto con información y elaboración de un hilo argumental (incluir bibliografía y webgrafía) y en un video realizado a partir de imágenes acompañadas de textos o narraciones breves, y música.
Cada equipo estará compuesto de HASTA 3 alumnos.
Plazo máximo: DOMINGO 8 de Noviembre
Los trabajos se expondrán oralmente, por parte de los equipos, en las clases de los días 11 y 12 de noviembre.

BIBLIOGRAFÍA SUGERIDA

Álvarez Lenzi, Ricardo, Arana, Mariano y Bocchiardo, Livia “El Montevideo de la expansión (1868-1915)
Baracchini, Hugo y Altezor, Carlos “Historia urbanística de la ciudad de Montevideo. Desde sus orígenes coloniales a nuestros días”.
Barrán, J. P. y Nahum, B. “El Uruguay del 900”, Ed. Banda Oriental, 1979
Carmona, Liliana “Ciudad Vieja de Montevideo (1829-1991). Transformaciones y propuestas urbanas”
Carmona, Liliana y Gómez, Ma. Julia “Montevideo, proceso planificador y crecimiento”
Castellanos, Alfredo “Historia del desarrollo edilicio y urbanístico de Montevideo (1829-1914)”
Castellanos, Alfredo “Montevideo del siglo XIX” (están on line, ver más abajo)
da Cunha, Nelly (2003) Montevideo “ciudad de turismo”, desde las primeras décadas del s. XX, enhttp://www.audhe.org.uy/Jornadas_Internacionales_Hist_Econ/III_Jornadas/Simposios_III/22/Ponencia%20da%20Cunha.pdf
da Cunha, Nelly (2010) Montevideo, ciudad balnearia (1900-1950). El municipio y el fomento del turismo. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República. Montevideo
Guía arquitectónica y urbanística de la ciudad de Montevideo (ídem)
SCHELOTTO, Salvador (2000) Montevideo 1829-1890: una urbanidad se gesta entre la civilización y la barbarie. La ciudad y la cultura urbana en el siglo XIX. En Achugar, Hugo y otra (coordinadores), Uruguay: imaginarios culturales. Desde las huellas indígenas a la modernidad. Ediciones Trilce. Montevideo
Tomeo, Daniela “Las ciudades. Arte, arquitectura y diseño en los siglos XIX y XX”
Torres Corral, Alicia “La mirada horizontal. El paisaje costero de Montevideo”


SITIOS WEB SUGERIDOS



martes, 22 de septiembre de 2015

EL URUGUAYO - Copi

EL URUGUAYO de Copi

Querido Maestro:

Sin duda le sorprenderá recibir noticias mías desde una ciudad tan lejana como Montevideo. La razón por la que me encuentro aquí, confesémoslo de entrada, se me escapa. Si me permito dirigirle esta carta, sin duda irritante, es más por ser leído por usted que por lo que le voy a contar: no le ofenderé pensando que mi historia le interesa más que a mí. Le estaré, pues, muy agradecido si saca del bolsillo su estilográfica y tacha, a medida que vaya leyendo, todo lo que voy a escribir. Gracias a este simple artificio, al término de la lectura le quedará en la memoria tan poco de este libro como a mí, puesto que, como probablemente ya habrá sospechado, prácticamente ya no tengo memoria. Le imagino dudando, con su estilográfica en la mano, al ver que la frase anterior presenta varios ejes a partir de los cuales puede empezar a tachar; yo dudo como usted. Dejo esta decisión a su libre arbitrio. Escribiendo me doy cuenta de que ciertas frases me quedan extrañas, como esta última (dejo esta decisión, etc.) sin duda porque, en los últi­mos tiempos, he practicado mucho más la lengua que se habla en este lugar que el francés y proba­blemente volver a un lenguaje normal me es más difícil de lo que creía. Le ruego, pues, que excuse alguno de mis giros. El país se llama República Oriental del Uruguay. Y el Uruguay, siendo na­turalmente un río que está al occidente de la Re­pública, es un nombre que, en indio, podría tra­ducirse por la República (URU) está en Oriente (GUAY). Aquí tiene la primera cosa rara. La se­gunda es ésta: la ciudad se llama Montevideo y ellos te explican tranquilamente que esto en por­tugués quiere decir: he visto el monte*. Sigo escribiendo y doy por supuesto que ha leído y ta­chado esta llamada, lo que no siempre es seguro, ya que hay una cierta categoría de lectores -lejos de mí el censurarlos -que leen al final de la pá­gina todas las llamadas a la vez. Estoy seguro que le habrá molestado que emprendiera solo tan largo viaje. Debería, lo sé muy bien, haberle llevado con­migo en lugar de huir como un ladrón. Ya está hecho y aprovecho para confesarle que lo que me *«Vide o Monte», pues, aun aceptando explicación tan deli­rante, la ciudad debería llamarse Videomonte y no Montevideo asqueaba de usted (y lo que habría hecho insopor­table su compañía en este viaje) es su manía de detenerse a cada momento para tomar notas de lo que ve, como en nuestro viaje a Normandía al tér­mino de mis estudios. Antes lo toleraba, ahora esto francamente me tocaría los huevos. Tache con rabia. Al entrar en el puerto no dejas de ver el monte que domina la ciudad. Es una convención: el monte no ha existido nunca. La mierdecita de perro que llevaba conmigo no dejó de gritar junto a los otros turistas: ¡Montevideo!  al ver no sé qué naranja que flotaba entre dos aguas igual de aceitosas. Sé que aquí ha tachado con melancolía. Naranja entre dos aguas aceitosas... y se imagina ya el monte y se dice: es como si realmente lo hu­biera visto. ¡Ah, cómo sigo el ritmo de su estilográfica cuando tacha mis frases! ¡Querido Maes­tro! Llora, viejo boludo, nunca más estaré contigo. No impide que Montevideo sea agradable. Las ca­lles, los espacios verdes, la arena, el mar. No tengo más ganas de escribir. Me desalienta estar tan lejos de usted. Nunca sabré en qué momento leerá estas palabras ni dónde estaré yo entonces. Promé­tame que hasta ahora lo ha tachado todo. Hasta mañana, a sus pies. Copi. Hoy no tengo ningunas ganas de escribirle. Voy a pasearme por las dunas con mi perro Lambetta, lanzaré trozos de madera seca entre las olas y él estará encantado de ir a buscarlas y devolvérmelas bien mojadas. Somos bas­tantes los que hacemos esto, pero es tan grande el espacio, que no nos molestamos entre nosotros. Los perros nos molestan únicamente cuando, justo a nuestro lado, se sacuden el agua que les ha que­dado adherida en el pelaje; yo no sé si ha estado alguna vez al lado de un perro mojado que se sa­cude, es como una lluvia de lo más irritante y mo­lesta; te hace ponderar el contrapeso del placer que se experimenta al lanzar un trozo de madera entre las olas. Les gusta también un juego muy singular que consiste en correr a lo largo de la línea de demarcación entre el mar y la arena, ora mojándose las patas, ora hundiéndolas brevemente en la arena que se adhiere a dichas patas gracias al agua de la que están mojadas, siendo lavada dicha arena por el agua del mar apenas ellos la han ro­zado, y así sucesivamente, a veces en parejas (los perros) y a veces solos. Pero aquí me detengo por­que esto deviene rápidamente sistemático. Usted me dirá ahora: olvídese de los perros, siéntese so­bre una duna, encienda un cigarrillo haciendo paraviento contra el viento Con las manos en bo­cina y piense en otra cosa. Sospecho que usted tuvo un perro en su juventud, es una típica idea de un amo de perro, Maestro. Pelotudo. Sospecho que incluso va a tachar todos los insultos de esta carta antes de releerla. No le va a quedar nada de ella, sabe usted. Pelotudo. He tachado por mí mismo todo lo que sigue a la palabra Copi. No he encon­trado mi lenguaje de ayer. Voy a pasearme. Aquí las gentes están dispuestas de manera diferente se­gún los barrios (un barrio se llama un cuarto, que quiere decir también dormitorio). Hay cuartos en los que no hay ni casas y que me parecen los más interesantes, ya que la disposición de las gentes (gentes: jujo en uruguayo) parece la más movible. Cada persona ocupa un lugar en un barrio cual­quiera de la ciudad, pero sus lugares varían consi­derablemente de dimensión. Por ejemplo un árbol puede ser un lugar lo mismo que un metro cua­drado de acera, dos metros cuadrados de acera, una plaza en un automóvil, e incluso un caballo entero o parte de este caballo; en fin, todo puede ser un lugar desde el momento en que ellos pueden darle un nombre. Y esto no les cuesta nada, créame. No paran de inventarse palabras que les pasan por la cabeza. Si uno de ellos me viera escribir en este momento (para escribir me escondo) podría inven­tar una palabra con la que nombrar mi cuaderno, mi estilográfica y a mí mismo (digo podría, pero estoy seguro de que lo haría) y esta palabra se con­vertiría automáticamente en un lugar que él ocu­paría en el acto, dejándome, en cierta forma, fuera. Un lugar se ocupa o bien físicamente (en el caso que acabo de citar esto habría sido imposible, evidentemente) o bien sintiéndolo. Hay una palabra para decir me ,siento en mi lugar y ésta es precisa­mente el nombre de la ciudad: Montevideo. A ve­ces se encuentran en situaciones totalmente ridícu­las, por ejemplo en aquel caso en el que varios de ellos gritaban a la vez Montevideo. Eso, para ellos, define un barrio y se ven obligados a explicar el lugar de cada uno para poder inmediatamente de­limitar el barrio. La mayoría de las veces sus dis­cusiones no conducen a nada (sospecho que mien­ten bastante a menudo, a pesar de que la palabra mentir no existe en su vocabulario) (de hecha no se sirven nunca de ningún verbo) puesta que to­dos pretenden tener siempre un lugar más grande (imponente) que el de su vecino, es decir, que su lugar comprende mayor número de elementos (por ejemplo un pan, una mesa, una silla y un tenedor) que otro lugar que no tendría más que la mitad del pan (a menudo, además, el del vecino), un tenedor torcido y una pequeña punta de salchicha (la lla­man sassassa), mientras que un tercer vecino pre­tende que su lugar comprende un pan, la mitad del pan (que ya se encuentra en litigio), el tenedor, la mitad de ese tenedor, un salchichón, un azúcar y un jardín, pongamos por caso. Incluso una vez escuché a uno que pretendía que su lugar com­prendía el mar y la tierra, discutiendo con otro que aseguraba que su lugar comprendía todos los mares y todas las tierras, a lo que el primero res­pondió: ¡papá! que en uruguayo quiere decir (lo supe más tarde:) la tierra (comprendiendo la tierra y todos las mares y todas las tierras) mien­tras que un tercero que hasta entonces había es­tado callado gritó de pronto: ¡Sistema Solar! y un cuarto, en el mismo instante, dijo: ¡sississi! (sis­tema en uruguayo). Ellos consideraron evidente que había sido este último el que había ganada el barrio y los otros tuvieron que mudarse al campo. El que gana un barrio queda confinado en él para siempre, a menos que consiga escaparse, lo que es extremadamente difícil. Lo que más me molesta de ellos es que no huelen. Lambetta se siente per­dido. Como no tiene nada que olfatear, finge que olfatea la arena y se inventa olores. Esto lo hizo en las primeros días, parque ahora me parece que ya no se acuerda de lo que es un olor, ya que no olfatea nada y el pobre se contenta únicamente con lo que ve, como la punta de madera que va y viene en su boca y en el aire indefinidamente entre mi mano derecha y el mar. No debí nunca llevar a mi perro conmigo, se siente muy desgra­ciado. Debería habérselo dejado a usted para que me lo guardara, Maestro. Hay tantas cosas a degus­tar con el olfato en su casa, sus viejas ropas, sus pedos, su balcón, la madera de su mesa, su propio olor, sus coles impregnándolo todo de ese olor impertinente que destilan mientras usted toma las últimas notas de una tranquila jornada de otoño, con su apetito abriéndose cada vez más, como una col, dentro de su estómago y con la saliva suelta en su boca cerrada. Le habría estado incluso agra­decido, mi pobre Lambetta, si hubiera podido la­merle la mano izquierda sin impedirle esto escri­bir con la otra mano. Para ellos yo no soy nadie o casi nadie. Entre ellos ocurre lo mismo. Viven con el terror de que alguien deje de gritar Monte­video cuando lo gritan, pues se arriesgan a encon­trarse con un barrio bajo el brazo, lo que para ellos es un deshonor, pues en ese momento cual­quiera podría tomarlos como lugar, ya que se les considera muertos. Solamente (y esto es realmente delirante) pueden ser tomados enteros, nunca por partes. Si el barrio (es decir, el muerto) comprende un perro, una casita, un jardincito, una vajilla y quizá la muerte misma, nadie puede coger la va­jilla o el jardincito, etc., dejando el resto, debe cogerlo todo. Los lugares, a medida que la gente muere, se van haciendo cada vez más raros y com­plejos y hay lugares (muertos) que comprenden centenares de lugares (muertos) y nadie quiere cogerlos a menos de que se vea realmente forzado a ello, pues corres el riesgo de tener un barrio y por consiguiente estar muerto (¡). Los viejos son los que generalmente están muertos más veces, aunque conocí a un niño de siete años que estaba muerto cuarenta y siete veces, aunque hay que decir que no tenía aire de buena salud. Es una especie de héroe nacional, por lo que comprendí, pues está siempre sentado sobre el pedestal de una estatua en posición de estar a punto de jugar al boliche y los transeúntes le aplauden cuando pasan por el lugar: una plaza (la estatua, es decir el niño, está justo en el centro de la plaza), y cuando, en mi pésimo uruguayo, pregunté a un transeúnte porqué aplaudían, me respondió niño rico-rico, que quiere decir este niño es muy rico, lo que sig­nifica que es el propietario de numerosos barrios y, por tanto, una esperanza para el país, puesto que (ésta es su religión) ellos esperan que uno de los suyos llegue un día a ser propietario de todo el Uruguay. Lo que, sin duda, les ahorraría mu­chas preocupaciones. No les falta una cierta ele­gancia en alguna de sus costumbres. Por ejemplo la ceremonia en la que exorcizan sus dobles. Es ésta su única distracción y uno de los raros mo­mentos en los que les he visto si no reír al menos sonreír juntos. La cosa va así: se reúnen de diez a quince (el número poco importa) y delimitan con un trozo de madera dibujando en la arena (prefieren las dunas) lo que ellos llaman el «mapa mundi» ,es decir, el primer dibujo que se les ocurre. Después se colocan en el interior de la manera que les parece más adecuada a su estado de ánimo, por ejemplo uno se convierte en una cantante muda de ópera (es decir, no importa qué) y abre la boca con los brazos en cruz en un lugar cualquiera del dibujo, un segundo se convierte en dentista pensador, es decir que mira el interior de la boca del primero con aire concentrado, un ter­cero se convierte en reidor, es decir, que mira a los dos primeros estallando de risa cada vez que su mirada va de uno al otro, un cuarto se convierte en tosedor, es decir que tose cada vez que el ter­cero ríe, un quinto golpea la espalda al cuarto cada vez que éste tose, un sexto sodomiza al quinto (sí, ha leído usted bien), un séptimo señala con el dedo (al sexto y al quinto) con aire reprobador, un octavo señala al séptimo repitiendo indefinida­mente moralista, moralista, un noveno lo mira todo (los ocho primeros) a una cierta distancia sin expresión particular y un décimo hace la limpieza, es decir, que sacude el polvo (a los nueve restan­tes) sirviéndose de un plumero o de un trapo húmedo. Y ahí comienza la distracción. Cuando uno de ellos tiene un momento de distracción (es fácil distinguirlo una vez que estás habituado al juego) los nueve restantes ríen. Explicado de esta manera parece un juego idiota, pero jugarlo re­sulta bastante divertido, sobre todo cuando los momentos de distracción se prolongan varios minutos. Yo mismo he jugado bastantes veces y me he divertido mucho; así como mi perro, que adora el juego, ya que gana casi siempre al ser poco dis­traído de naturaleza. Los uruguayos pronuncian una media de tres palabras por día*, algunos pronuncian siempre la misma palabra, otros son resueltamente mudos. Cuando dos de entre ellos pronuncian habitualmente la misma palabra (poco importa de qué palabra se trate) se convierten en «hermanos de sangre», es decir, que pertenecen a una formación política y son fusilados de inme­diato. Este es el origen, creo, de su manía de in­ventar palabras cada vez más complicadas. Hace poco tuve un incidente extremadamente molesto que ilustra bien esta manía. Entré en un estanco con mi perro. Había entrado para comprar cigarri­llos y mi perro lo había hecho por acompañarme (es poco fumador). No recuerdo qué es lo que iba a contarle. Ah, sí. Pido cigarrillos y un segundo uruguayo que había entrado detrás mío pronuncia al mismo tiempo la palabra «pitillo» (polla. Ci­garrillo y polla tienen el mismo nombre. De hecho, lo que quería él era acostarse con la señora del estanco, una negra que, por cierto, no estaba nada mal). La señora del estanco se queda estupefacta. Yo miro a mi compañero de palabra que confun­dido deja caer su dentadura al suelo. Me agacho ¡Y aún! para recogerla. El también se agacha y toma a mi perro en brazos (más tarde me pareció entender que creía que yo quería cambiar su dentadura por mi perro). Nos miramos los tres, la señora con un paquete de cigarrillos en la mano, él con mi perro en brazos, yo con la dentadura cogida con la punta de los dedos. ¿Pitillo?, dice al poco rato la señora, en tono desconfiado. No me atrevía a pronunciar palabra por miedo a que el otro pro­nunciara a la vez la misma palabra y entonces sí que la liábamos del todo. ¿Pitillo? repitió la se­ñora, a lo que yo me puse a reír de un modo for­zado repitiendo «no pitillo, no pitillo», pero veía que el otro uruguayo, pálido como la cera, estaba mirando de reojo. La señora se puso decididamen­te agresiva: ¿Hermanos? ¿Hermanos?, nos dijo señalándonos con el dedo, primero a uno y luego al otro. «No, no, no hermanos», dije. Tras esto salí del estanco haciendo crujir la dentadura y me alejé sin volver la cabeza. Un minuto después mi perro se reunía conmigo. ¡Con un ojo reventado!
¡Esos cerdos le habían reventado un ojo! ¿Quién lo habría hecho? ¿La señora, el cliente sospechoso o los otros clientes del estanco? Nunca podré sa­berlo. Seguramente forzaron al cliente sospechoso a reventar el ojo de mi perro. Pobre hombre. To­davía tengo su dentadura en el bolsillo. Quién sabe si encima no lo fusilaron. Y si mi perro vive todavía es porque debieron pensar que verlo con un ojo reventado me apenaría más que verlo muer­to (saben que los extranjeros temen más las muti­laciones que a la muerte) y doy gracias al cielo por ello. Ahora le dejo, querido Maestro, hasta mañana, pues mi perro está a punto de morderme los dedos de los pies, lo que para él quiere decir: es tarde, vamos a dormir; y desde que es tuerto no me atrevo a contrariarle. Me ha obligado in­cluso a comprarle para su ojo una venda negra que, todo sea dicho, le sienta la mar de bien. Los perros son de una coquetería desarmante. Hasta mañana, viejo boludo. Buenos días, pelotudo. Es­pero que habrá tachado todo lo anterior, sobre todo la historia de la venda y del perro, no vaya a enternecerse con esto, viejo boludo. Ciao, Maestro, hoy no tengo ganas de escribirle. Hola, Maes­tro. He dado una vuelta rápida por la playa y he perdido a mi perro. Ha hecho un pozo en la arena cavando con las patas delanteras y lanzando la arena detrás suyo entre las patas traseras (los perros ha­cen esto bastante a menudo) de modo que ante él el pozo se ha ido haciendo cada vez más profundo y detrás suyo una montaña de arena ha ido aumen­tando paralelamente de volumen. Me he distraído dos segundos y cuando he vuelto a mirar he visto que la montaña de arena se había hecho enorme. Me he acercado: el pozo no tenía fondo y mi perro había desaparecido en él. Le he llamado a voz en grito, pero no ha habido nada que hacer. Da igual, compraré otro. Los perros uruguayos no son más tontos que los occidentales. Volviendo de la playa me he dado cuenta de que las calles ha­bían cambiado de sitio, bueno, no exactamente esto, se lo explicaré. La arena ha invadido ciertas calles (el viento aquí no cesa nunca y las dunas no paran de cambiar de lugar) y ha situado ciertas casas, que se hallan casi cubiertas de arena, en medio de lo que había sido una calle. Al intentar encontrar mi camino he tropezado con una rama: era la copa de un árbol de cinco metros (la he reconocido por la disposición de tres nidos de pá­jaros en los que anteriormente había reparado). He golpeado la ventana de una tercera planta de una casa para pedir información: nadie ha respondido. Por todas partes hay chimeneas, ramas, los pisos más altos de las casas más altas, incluso una carro­cería de automóvil (me pregunto cómo habrá lle­gado hasta aquí), pero ni una sola alma viviente. Habría podido pensar que era el único supervi­viente de una catástrofe nuclear y que yo había salvado milagrosamente la vida al hallarme en la playa en el momento de la explosión, pero esto tiene poca lógica. Una explosión nuclear, si no me acuerdo mal de lo que leí en los periódicos fran­ceses, lo arrasa casi todo, pero no deposita arena sobre toda una ciudad. Además, habría oído el ruido de la explosión. ¿Una especie de tornado, quizá? En cualquier caso estoy contento de haber encontrado milagrosamente intacta mi buhardilla (aunque la arena llega hasta el borde) y de haber hallado en ella la carta que he comenzado a escri­birle y que confío que fielmente haya tachado hasta aquí. ¿Ve cómo tenía razón al pedirle que tachara todo?: el Uruguay ha cambiado de repen­te tanto que lo que hasta ahora le he contado ha quedado caduco. Ahora (llamemos a las cosas por su nombre) me encuentro en medio de un desierto de arena dominado por un monte igualmente de­sierto. He roído algunos huesos de mi pobre perro muerto, a pesar de que no tenía tanta hambre. No tengo sed ninguna. Me voy a dormir, aquí no hay gran cosa que hacer. Hasta mañana, viejo. Hola, viejo. He dado una vuelta por la ciudad y he ido a la playa con la vaga esperanza de encontrar a mi perro*. (* Los límites entre la playa y la ciudad son, en la actualidad, imaginarios, obviamente.)
 He hecho un castillo de arena al lado del agujero en el que él se hundió y he colocado so­bre la torre una pequeña bandera que he con­feccionado con una rama y uno de mis calcetines tricolores. Esto le habría gustado bastante, pienso. Cuando volvía he encontrado un cadáver, el de la señora negra del estanco, desnuda con tacones altos y un tajo en el cuello. Al principio he pensado enterrarla en la arena, pero me ha parecido que era ridículo que estuviera enterrada a un metro del suelo cuando todos sus conciudadanos estaban sepultados a diez o quince metros y he optado por dejarla allá. Por pudor he echado dos puñados de arena sobre su sexo entreabierto. He tratado de imaginar cómo era la ciudad antes de la catástrofe, pero es casi imposible, vistos los pocos puntos de referencia que tengo: estatuas, árboles, tejados de los edificios más altos, algunos pararrayos. Como no tengo nada que hacer y para pasar el tiempo he dibujado en la arena con un trozo de madera el lugar de las aceras, de las calles, de las casas, de los peatones, de los perros, de los coches, y circulo únicamente por las calles y las aceras. Cada vez que encuentro un peatón (están bastante bien dibujados, teniendo en cuenta que los veo des­de arriba) digo buenos días señora, buenos días señor o bien qué bonito perro tiene usted. He teni­do incluso una conversación muy animada con una señora a la que he elogiado su escote y que me ha sonreído (he tenido que imaginar su sonrisa ya que su sombrero la cubría totalmente). Para atravesar las calles me deslizo entre los coches y he tenido la mala suerte de tropezar con un parachoques que casi he borrado y que he tenido que volver a di­bujar. Hoy ha soplado un viento ligero que ha borrado un poco mis dibujos de ayer y como no tenía demasiadas ganas de volver a dibujarlo todo he escrito el nombre de cada objeto o persona con grandes caracteres sobre ellos. Por ejemplo, he es­crito coche sobre los coches, Mimí sobre el som­brero de la señora que me había sonreído, Las aca­cias sobre una casa, roble sobre un árbol, etc. He tenido algunas dificultades con las manzanas de ca­sas que contienen numerosos detalles en el dibujo y he dudado entre escribir en grandes muy grandes caracteres (arrastrando un tronco de árbol) «man­zana de casas» sobre una manzana entera de casas, lo que habría borrado muchos detalles, o bien escri­birlo muy pequeño en una esquina. Estaba sentado en el suelo reflexionando sobre este problema cuan­do he visto a mi izquierda, medio cubierto de are­na, un pollo asado. Inútil decirle que no he desper­diciado la ocasión (he pasado seis días sin comer) y he corrido hasta el mar para lavarle un poco la are­na. Lo he devorado incluso antes de que saliera del mar, entre las olas. Esto me ha levantado un poco la moral y he andado a lo largo del mar hasta la tumba de mi perro para recogerme un poco. ¡Sor­presa! El hoyo se ha ensanchado considerablemen­te, ahora tiene casi cincuenta metros de diámetro y está lleno hasta el tope de pollos que hacen un ruido infernal. Naturalmente los que están enci­ma se salvan del pozo y corren hacia ... iba a decir la ciudad, en fin, hacia mi dibujo. He mirado durante horas este pozo de pollos que me parece inagotable. He aquí resuelto, al menos temporal­mente, mi problema de alimento. Esta raza de po­llos vive y muere a una rapidez extraordinaria. Hay quienes se convierten en pollos asados, en pollos fríos e incluso en caparazones de pollos antes de salir del pozo y son pisados por los otros (es bastan­te desagradable, debo decirle). Los que consiguen salir vivos se precipitan hacia la ciudad poniendo huevos cada tres o cuatro metros sin detenerse ni tan siquiera para mirados. He visto un pollo con­vertirse en pollo asado a poco más de tres metros del huevo del que acababa de salir. En cuanto a los huevos, revientan al momento y sale un pollito que corre a toda velocidad hacia la ciudad. Algunos huevos, reventando, descubren un huevo frito que se menea durante algunos instantes como una ostra y después muere. Esta banda de puercos ha dejado mi ciudad en un estado repugnante en menos de tres horas. Dos huevos rotos sobre el sombrero de Mimí, las aceras cubiertas de mierda, caparazones podridos en los nidos que yo había dibujado en los árboles. Hasta mañana, viejo boludo. Hola, pe­lotudo. Esta mañana un yate de turistas argentinos ha varado en la orilla. Me han preguntado si ne­cesitaba algo, he respondido que no. Cuando se han ido me he dado cuenta de que podría haberles dado esta carta, pero ahora ya es demasiado tarde. El mar ha avanzado casi un kilómetro. He tenido que correr para no ser atrapado por las olas. Los pollos flotan entre ellas y parecen más contentos, mucho menos presurosos e histéricos que ayer. El mar ha tardado tres días en retirarse calmadamente, llevándose con él toda la arena, y la ciudad de Mon­tevideo está todavía ahí, cubierta de cadáveres. Ayer tarde oí el ruido de un motor, salté de mi cama y miré por la ventana: era un camión de la Muni­cipalidad que venía a llevarse los cadáveres. Me ha horrorizado la idea de ser colocado en el camión junto con los otros y he pasado el resto de la noche escondido bajo la cama pese a que no les he oído entrar en la casa. Cuando finalmente me he dormi­do, he tenido un sueño raro que más tarde le con­taré pues el despertar ha sido mucho más interesan­te. Mi habitación estaba literalmente invadida por militares, algunos sentados sobre mi cama, otros ca­minando de arriba a abajo entre el lavabo y el ar­mario, chocando a veces con las paredes, incluso había cuatro sentados sobre el armario y dos en su interior; todos fumaban grandes habanos y no cesa­ban de hablar al unísono. Tímidamente he salido de debajo de la cama y se han callado. Han venido a estrecharme la mano uno tras otro, algunos me han dado hasta besos en las mejillas. Ha entrado una niña de unos seis años con mi perro disecado en brazos y me lo ha dado. En cuanto lo he cogi­do se ha marchado en silencio. No he comprendido absolutamente nada de la ceremonia ni tampoco cómo encontraron el cadáver de mi perro, ni por qué me lo daban. En cualquier caso parecían tan cordiales que he pensado que no debía inquietar­me; he colocado a mi perro disecado encima de la chimenea, he ido al baño y he salido a la calle como todos los días. Esto no ha cambiado tanto en rela­ción con lo que era antes de la catástrofe, a excep­ción de que toda la gente está muerta y disecada. Usted me dirá que ésta es una diferencia notable, pero como nunca tuve verdaderas relaciones con ellos, al cabo de cinco minutos me he habituado perfectamente a esto. Debo decirle que la manera en que están colocados es bastante grosera tan me­ticulosos como eran en la elección de sus lugares!), se ven a veces montañas de cadáveres en la esquina de una calle, algunos sobre un coche, incluso he visto algunos pegados en los árboles, y los que están colgados de las ventanas están a veces colocados del revés, es decir que todo lo que se ve de la calle son sus piernas y zapatos. Se diría que se ha hecho este trabajo con prisa y sin convicción. Al llegar al estanco (la señora negra estaba disecada acostada sobre el mostrador) he tenido la sorpresa de encon­trarme la niña que hacía unos instantes me había dado el perro, la cual, al verme, ha sido presa de una crisis de risa loca y ha ido a esconderse detrás del mostrador. He cogido un paquete de «gauloi­ses» y he dejado un franco cincuenta (tres pesos diez) sobre el vientre de la señora negra, después he salido y he ido hacia la playa (hace un tiempo espléndido). Allí he encontrado a mis amigos mili­tares de esta mañana ocupados en medir el pozo de pollos (el que había sido la tumba de mi Lambetta) con cuerdas. Me han recibido con signos de alegría y me han ofrecido cigarros. Los he recha­zado cortésmente y parece que esto les ha divertido pues han empezado a revolcarse de risa por tierra, sobre todo cuando me han visto encender un «gau­loises», Cuando se han calmado un poco he pre­guntado: «¿Por qué catástrofe?» señalando el pozo. Se han puesto blancos como la nieve. Finalmente uno ha dado un paso hacia adelante y ha susurrado a mi oreja: «Yo soy el presidente de la República Oriental del Uruguay» y cogiéndome del brazo me ha llevado hacia el mar. Al llegar a la orilla se ha desnudado cuidadosamente doblando sus vestidos y colocándolos sobre la arena. Me ha parecido que yo tenía que hacer lo mismo. Cuando nos hemos quedado los dos desnudos, los restantes, que se mantenían prudentemente a distancia, se han pues­to a aplaudir y a gritar «viva el diálogo», a esto he­mos saludado militarmente y hemos entrado en el mar. A cada ola el presidente gritaba «viva la mar» y me ha parecido que tenía que hacer lo mismo. A cada una de nuestras exclamaciones los otros aplaudían desde la orilla. Cuando hemos dejado atrás las olas (el presidente nadaba como una foca haciendo con la boca un ruido bastante desagrada­ble) me ha dicho en el tono más natural del mun­do: «¿usted presidente?», he contestado «no pre­sidente», entonces me ha mirado fijamente con sus ojos de foca: «¿por qué?» me ha dicho. «N 'est pas president qui veut» le he respondido. «¡Maca­nas!», me ha contestado en tono apremiante. Este diálogo me ha parecido perfectamente estúpido y me disponía a ganar de nuevo la orilla cuando he­mos oído el zumbido de un avión. He alzado la cabeza. En ese momento el avión ha lanzado una bomba sobre los militares que se habían quedado en la playa. El mar producía olas en sentido con­trario que estuvieron a punto de arrastrarnos de­masiado lejos para poder regresar. Hemos alcan­zado la orilla sofocados, donde estaban un montón de cadáveres carbonizados sobre la arena negra. Haciendo un saludo militar el presidente se ha ido parando delante de cada uno de ellos pronunciando la palabra «militar» en un tono solemne, después se ha vestido lo mejor que ha podido, pues sus ropas estaban medio quemadas (las mías también, pero me ha parecido que la situación era más emba­razosa para un presidente que para mí), finalmente me ha dicho poniendo una mano en mi hombro: «acconta-me tutto». He probado de hacerla lo me­jor que he podido, comenzando por lo de mi perro cavando el pozo en la arena. «¿Quién culpable?» me ha preguntado cuando he terminado de hablar. «No sé» le he contestado. «¡Bravo!» ha gritado besándome en las mejillas cuatro veces seguidas. Tras esto ha entrado vestido en el mar y se ha pues­to a nadar; no se había alejado ni cien metros cuan­do he oído el ruido del avión, he levantado la cabe­za y poco después ¡boom! de lleno sobre la cabeza del presidente, del que no ha quedado más que una gran mancha roja en el mar. En ese momento he comenzado a hacerme preguntas o más bien una sola pregunta: ¿por qué era yo el único supervi­viente del Uruguay? Aparentemente estaba tam­bién la niña, pero pronto he aclarado este punto: al entrar en mi casa la he encontrado con el vientre abierto sobre mi cama. Hasta mañana, Maestro. Buenos días, Maestro. Ni un alma viviente. He pa­sado el día recorriendo la ciudad en todas las direc­ciones con un jeep militar que he encontrado es­tacionado frente al estanco (¿quién lo ha dejado allí?). En la caja de ... (iba decir la caja de guardar los guantes, pero los jeeps tienen una especie de agujero muy corto en el sitio de la guantera) he encontrado una foto del presidente con la niña (sólo la mitad de la cabeza de la niña entra en la foto) riendo y mirando al objetivo. El presidente tiene un ojo negro y la niña va maquillada como una puta. Con el jeep he subido por primera vez al monte y lo he encontrado mucho menos intere­sante de lo que pensaba: es una montaña de tierra dura sin un matorral ni una piedra. En la cumbre (es el único detalle interesante del monte) está el avión que nos bombardeó ayer, he entrado en él y está absolutamente vacío, ni un asiento, ni siquie­ra motor. Esto me ha asustado, a pesar de que estoy convencido de que tarde o temprano hallaré una explicación razonable a todo. Esta noche he dor­mido en el hotel más grande de la ciudad, el Mon­tevideo (no quiero acostarme en mi cama desde que en ella encontré el cadáver de la niña a la que, por cierto, he enterrado), en una habitación que he hallado casi vacía (había tan sólo un cadá­ver, en la bañera, pero he cerrado con llave la puerta del baño, así como la que da al pasillo). Me he despertado bastante tarde, he leído viejos perió­dicos que he encontrado en la recepción, he hecho café en las cocinas, he comido tostadas con merme­lada de naranja y bacon que he encontrado en bas­tante buen estado en los frigoríficas. Me he pasea­do a pie por la ciudad mirando los escaparates (estoy en el centro de la ciudad, bastante lejos de donde habitaba antes) y me he escogido un bonito traje colonial con botones nacarados que he pagado cuidadosamente antes de ponérmelo. Esta vida es mucho menos monótona de lo que usted pueda creer. Se puede leer, escuchar música, pasearse e incluso beber y cantar a todo pulmón sin que nadie te moleste. Desgraciadamente echo a faltar un poco el sexo, pero no puede tenerse todo. Me he proyectado incluso un film ayer noche antes de ir a dormir, en el cine más grande de la ciudad (el Montevideo), Hello Dolly, no gran cosa, aunque la vedette es bastante deslumbrante. He tenido la cu­riosidad de saber si quedan peces en el mar (no hay un solo pájaro) y me he alejado en una barca de motor. Todo inútil, ni un solo pez. Cuando se agota la gasolina de un coche, cojo otro. Carezco de elec­tricidad, me falta desde hace varios días, pero me alumbro con cerillas, hay suficientes en la ciudad como para que no me falten en el resto de mis días. En cuanto a las provisiones he encontrado milla­res de jamones en los mataderos y siempre puedo comer legumbres que continúan brotando, me pre­gunto por qué. Mi único miedo en los primeros días ha sido el de que los cadáveres comenzaran a podrirse; lo que me habría hecho imposible la vida en la ciudad (habría sido impensable enterrados, dado el número) pero parecen tan bien disecados que creo que por este lado no tengo nada que temer. Ahora voy a confesarle algo que no le habría confesado si pensara que usted va a leer esta carta (en la situación en la que me encuentro es imposi­ble que alguna vez lea usted esta carta), pues bien: he hecho el amor a la señora negra sobre el mostra­dor del estanco. No sobre el mostrador, afuera, he instalado un colchón en medio de la calle (me hacía reír mucho la idea de que los transeúntes pudieran vemos) y le he hecho el amor al claro de luna, después de haber bebido champagne que incluso he llegado a deslizar sobre sus senos y que he bebi­do en su ombligo (tiene un ombligo bastante pro­fundo). La he dejado en medio de la calle, por si tengo ganas de volver a verla. He organizado mi vida con horarios precisos. Despertar a las diez, a continuación footing hasta el mediodía. Almuerzo solo en el Plaza leyendo periódicos viejos, después visito algunos lugares turísticos (la estatua de San Santo, los jardines de Doña Marones), más tarde hago un poco de shopping, entro en mi hotel para arreglarme un poco y ceno en el Plaza o en el Joc­key Club, después voy a beber un whisky a alguna boite y al final de la velada regreso a casa o voy a ver ala señora negra del estanco (mirando en su bolso he descubierto, no sin gran placer, sus docu­mentos: se llamaba Voom Voom Pérez). Nunca dejo de llevarle algún pequeño regalo: un par de medias de seda o una caja de música. Para Navidad tengo la intención de regalarle un abrigo de visón que ya he elegido de un escaparate. Usted me dirá: ¿Cómo se lo va a hacer para saber que es Navi­dad? Y es ahí donde puedo contestarle: usted no ha entendido nada de mi relato: Navidad llegará cuando yo lo decida, esto es todo. Estos últimos días he tenido la idea de un juego que será, creo, el artificio gracias al cual mis últimos días, si es que mis días van a terminar aquí, se salvarán del aburri­miento: me gasto bromas a mí mismo. He ido a buscar a mi perro Lambetta a la otra punta de la ciudad (en la pobre habitación en la que yo antes vivía) y lo he colocado sobre el pedestal de la esta­tua de San Santo, en cuanto a San Santo lo he ves­tido de Madame Pipí y lo he sentado a la entrada del urinario del metro. En el interior del maldito avión he colocado una mesa Knoll que he compra­do en las galerías Montevideo y sobre la mesa he puesto un cepillo de dientes y un guante (sé que esto es un poco surrealista pero me divierte, por otra parte aquí me río de las modas); he cortado un pie a la señora negra y me lo he guardado en el bolsillo (imagine la sorpresa que me he llevado al meter la mano en el bolsillo para coger el mechero), he pintado de rojo uno de mis zapatos así como uno de los del conserje del hotel y cada vez que entro miro su zapato, después el mío, con aires de atur­dido, después paso delante de él más tieso que un palo y cuando entro en mi habitación estallo de risa. El juego, para ser divertido, debe hacerse más complicado cada día. Ayer me disfracé de inspec­tor de policía (cambié mis vestidos por los de un verdadero inspector de policía y entré en un alma­cén de ropa a controlar todos los precios). Puse un peso sobre un vestido imitación Dior, dos mil pesos sobre un pañuelo de tela de yute, etc. Seguidamen­te encarcelé a dos de los empleados ya un maniquí de cera del escaparate. Les condené a muerte y des­pués les perdoné, aunque de ahora en adelante no podrán volver a hablarse entre ellos. Me llegan, es cierto, momentos en los que me muero total­mente de asco. Me quedo tres o cuatro días en la cama mirando el techo, a pesar de que es bastan­te feo a causa de las manchas de humedad inevita­bles en este país. Pienso en las diferentes posibili­dades de bromas que me quedan por hacer y que, después de todo, son bien limitadas. A fuerza de quedarme acostado mirando al techo me han pasa­do cosas bastante raras por la cabeza. Paso a con­társelas: anteayer pensé en una vaca con tal fuerza que acabé viendo la palabra vaca escrita en grandes letras de neón en la pared de enfrente de mi hotel. En este momento el neón está apagado, pero sigue ahí. He hecho circular un coche tan sólo pensando en el movimiento del coche y en el coche al mismo tiempo; ha marchado con tal rapidez que he tenido que correr al lado del coche hasta que se ha es­trellado contra un árbol que no había previsto.
Todos estos poderes raramente los utilizo para ser­virme la mesa o rascarme la espalda porque normalmente me ocupo yo mismo de todas las tareas utilitarias para conservar la forma física, pero estoy muy contento de las posibilidades que se abren ante mí gracias a lo que yo llamo, ruborizándome, mis pequeños milagros, puesto que si tengo que termi­nar aquí mis días siempre es tranquilizador saber que cuando ya no tenga fuerzas para ir a buscarme remolachas al campo podré siempre tenerlas sobre mi mesa tan sólo pensando en remolachas, en mi hambre y en mi plato al mismo tiempo. ¡Pensar que me han llegado poderes de brujo, justo en el momento en que esto no puede servirme de nada en esta mierda de país sin ni tan siquiera mi gato para aplaudirme! Pero la vida quizá sea siempre así: todo te llega a destiempo y sin explicación aparente, y me digo que, después de todo, usted es quizás en este momento tan desgraciado como yo por razones tan raras para usted como mi situación lo es para mí. Golpe de teatro: la gente se ha pues­to a resucitar. El primero al que he visto hacer esto me ha dejado atónito, se lo aseguro. He visto un cadáver ponerse a bostezar como si se despertara (el del vendedor de periódicos que tengo la costumbre de ver en un ángulo del Palazzo Salvo con lo que le queda de sus periódicos, tres o cuatro pedazos de papel desgarrados por el viento y amarillentos por el sol en su puño cerrado). Al principio no he podi­do creerlo y he pensado que era uno de estos mila­gros que hago en estos últimos tiempos, pero no, el tipo estaba bien vivo y después de haber boste­zado y de haberse frotado los ojos ha mirado los pedazos de papel viejo que tenía en la mano y me ha mirado y me he dado cuenta de que esta­ba pensando que yo le había robado sus periódi­cos mientras él echaba una siesta. Me he puesto a correr a toda velocidad, no por miedo al tipo sino por la explicación que iba a seguir a esto, ¿cómo habría podido creerme si le cuento que ha estado muerto durante tres años? Tras trescien­tos metros de carrera a pie he visto a una mujer que me saludaba gritando ¡taxi! ¡taxi! Por un reflejo instintivo de miedo (lo confieso) he girado a la derecha y me he perdido en una callejuela desierta de la que conocía de memoria hasta el más pequeño escondrijo. Al saltar detrás de un gran cubo de basura, la tapadera se ha levantado y un tipo ha saltado fuera y me ha estrechado las manos. Y así sin parar. De golpe he comprendido que su resurrección tiene una relación directa conmigo, aunque me pregunto de qué naturaleza. La mujer que me gritaba ¡taxi! ¡taxi! ha seguido tomán­dome por un taxi cada vez que la he encontrado y siempre quiere subir encima mío. Más de una vez pensé en deshacerme de ella (es una pesada) porque nunca se le ocurrirá tomar a cualquier otro por un taxi. De hecho todo su universo mental gira en torno a un taxi que soy yo puesto que es la única palabra que recuerda de antes de su muerte. El vendedor de periódicos sigue creyendo que le he robado los periódicos y cuando me ve se pone a llorar y a gritar: ¡periódicos! ¡periódi­cos! y si yo le diera periódicos haciendo ver que se los devuelvo, o bien se los pagara, no cambiaría nada: para él yo soy para toda la eternidad la palabra «periódico» o bien el que le ha robado sus periódicos (lo que para él viene a ser la misma cosa). Hay tres tipos (tres, digo bien) que me toman por una piel de plátano con la que ellos resbalaron antes de su muerte y cada vez que me ven dicen «banana, banana» y después hacen ver que resba­lan y dan de bruces en tierra. Hay otros que me toman por su hermano o por su madre e inclu­so hay una anciana que está convencida de que yo soy ella misma. Estoy literalmente asediado por esta banda de alienados que no dejan de seguir­me. Intento concentrarme para tratar de hacer el milagro de que al menos sus bocas se cierren, pero no poseo suficientes poderes. Sin embargo, he conseguido levantar una baldosa del pavimen­to y con ella he apaleado a la vieja idiota que me toma por ella y que de entre todos ellos es la más irritante porque quiere entrar dentro de mí y no para de hacerme morados en las costillas y los bra­zos con su cráneo. Hay otro que me toma por una escoba, anteayer estuvo a punto de estrangularme al querer barrer no sé qué polvareda. Afortunada­mente tuve suficientes poderes para aflojarle los dedos, si no llego a hacerla ahora no estaría escri­biéndole. No salgo de mi habitación de hotel más que para hacer los recados de la semana, ya que la ciudad se ha puesto imposible. Cuando entro en mi casa me tapo las orejas para no oír sus gritos. Usted me dirá, claro está, que puesto que son tan bestias como una bestia (es oportuno decirlo) podría hallar el medio de domesticarlos (a los más calmados) o de enrejarlos (a los más agresivos), lo que probable­mente sería fácil si tratara de hacerlo, pero el estado de indignación en el que me encuentro me impide hasta mirarles a la cara. Por el momento estoy tan furioso contra ellos que cuando veo a uno no puedo evitar el insultarle y el diálogo se hace imposible. Finalmente me he armado de valor y me he dicho que debería pedir una audiencia al presidente de la República, que tan gentil fue conmigo justo antes de su muerte, para exponerle mi problema. Le encuentro (al presidente) tras haberme visto obli­gado a pasar por las formalidades más estúpidas que usted pueda imaginarse y que pasaré por alto. Sin embargo, él tiene aspecto de alegrarse de vol­ver a verme y llora de emoción estrechándome la mano. Está solo en su despacho dibujando en una pizarra el mapa-mundi (así lo llama él), es decir: una vaga idea de lo que imagina que debe ser el Uruguay tras el desastre. No es la forma, geográfi­camente hablando, lo que ha cambiado sino la colocación de los habitantes a los que dibuja, con una tiza de color rosa, en la pizarra (dibuja los lí­mites del Uruguay en amarillo y los accidentes geo­gráficos, tanto las montañas como los ríos o las casas, en verde). Como toda la población del país me sigue a todos los sitios a los que voy, no para de redibujar el emplazamiento de las gentes con su tiza rosa siguiendo las informaciones que de mis desplazamientos recibe por teléfono sin interrup­ción. Me decido a hablarle con toda franqueza y le digo que en la situación en la que me encuen­tro (se la explico con detalle) su país ha dejado de interesarme. Cuando mi discurso termina el presi­dente se rasca la cabeza; después, tomando una de­cisión (me pregunto cuál) sale de la habitación y regresa al poco rato con la niña (la niña que yo había encontrado despanzurrada en mi cama) y con la señora negra del estanco (mi antigua no­via muerta, aunque ella nunca lo ha sabido). Por un momento he tenido miedo de que me obligara a casarme con la señora negra, pero se trata de otra cosa. Ha sacado de un cajón el pie que yo había cortado a la señora negra durante su muerte y me ha pedido que le enseñara como hago mila­gros. He logrado pegar de nuevo el pie aunque al revés, pero creo que no se han dado cuenta porque a los tres se les caía la baba de admiración. A con­tinuación me ha pedido que despegara la nariz de la chica y me he negado enérgicamente porque un milagro, después de todo, es un milagro y hay que hacerlo servir para acciones justas o al menos úti­les. Ha comprendido mi punto de vista y educada­mente me ha pedido excusas. A continuación me ha ofrecido un habano que he aceptado y le ha dicho a la niña que saltara a la cuerda, lo que ha hecho, y a la señora negra que bailara, lo que igual­mente ha hecho, aunque de modo bastante poco atractivo a causa de la posición de su pie, y él mismo ha sacado un violín del cajón y ha hecho ver que tocaba (el violín no tiene ni cuerdas). Me he dado cuenta de que esperaban alguna frase amable por mi parte y les he dicho «charmant, charmant», lo que al parecer les ha satisfecho mucho porque han parado. He aprovechado para insistir, de un modo tranquilo pero firme, en la necesidad de en­contrar una solución a mi situación en el Uruguay. El presidente se ha rascado la cabeza. He comenza­do a sentirme un poco harto. «¿Avión?» he pre­guntado. «No avión» me ha contestado. No hay más avión que el que le bombardeó y no tiene motor. «¿Barco?» le he dicho. «No barco» me ha contestado. He pensado que hay barcos porque he utilizado uno. «¿Por qué no barco?» le he dicho con firmeza. «No mar» me ha contestado. Me ha cogido del brazo y me ha acompañado a una ven­tana de la que ha descorrido los cortinajes. Casi he caído al suelo de la sorpresa. En efecto, no hay mar. El cielo comienza justo al borde de la playa. Por un momento he creído volverme loco a mar­chas forzadas. He hecho un esfuerzo sobrehumano para respirar con calma y finalmente he dejado de temblar. La niña me ha servido un coñac que me he tomado de un trago. «¿Miraccolo?», me ha dicho el presidente y he comprendido que espe­raba de mí que hiciera volver el mar. Aunque no confiaba en lograrlo, he mirado nuevamente por la ventana fija e intensamente hacia el lugar del mar. Al cabo de diez minutos ha aparecido una pe­queña ola que pronto ha sido absorbida por la are­na, y eso ha sido todo. Me he puesto a llorar como un niño y el presidente me ha dado unas palmadas en el hombro. La señora negra y la niña han llora­do conmigo, lo que me ha conmovido mucho ya que, después de todo, podrían reírse de mis des­gracias como yo me río de las suyas. La niña se ha arrodillado a los pies del presidente y le ha pedido que me canonizara, presa de una auténtica crisis de historia. Al principio hemos encontrado la idea perfectamente ridícula y hemos tratado de calmar a la niña ofreciéndole bombones, pero más tarde hemos pensado que bien mirada la idea no tiene nada de despreciable y hemos comenzado a cali­brar sus pros y sus contras. Hemos decidido de co­mún acuerdo que mi canonización ha de quedar en secreto (es una idea del presidente) puesto que si los uruguayos vinieran a comprobar mi santidad, automáticamente se creerían dioses (dada la idea que ellos se hacen de mí es casi seguro que cada uno de ellos se creería el dios de mi religión) y esto despertaría entre ellos una rivalidad muy peligrosa puesto que, siendo bastante agresivos de naturaleza, comenzarían a matarse entre ellos sin más, lo que sería poco caritativo por parte de un santo incluso falsificado, como es mi caso. Así pues mi canoniza­ción deber quedar anónima, es decir que hay que dar con la manera no sólo de esconderla a los uru­guayos sino de hacerles creer que yo soy un uru­guayo como ellos. Es también importante por una razón puramente práctica: conviene que dejen de perseguirme por todos los sitios a los que voy, em­pujándome y profiriendo insensateces, de ello depende mi salud tanto física como moral. Evidente­mente es el punto más difícil de resolver porque todos me reconocen en cuanto me ven, por esto hemos pensado que podría quizás intentar el mila­gro de cambiar de aspecto físico, pero aunque he conseguido que se me hincharan un poco los mofletes y se me alargaran un poco los brazos y la na­riz, esto no me cambia lo suficiente como para no ser reconocido. El presidente ha tenido la idea de cortarme los párpados y los labios y convertirlos, es el colmo, en mis reliquias, y aunque al principio la idea no me ha tentado por razones estéticas, he terminado por convencerme de que ésta es la mejor solución y he conseguido al mismo tiempo el mi­lagro de anestesiarme durante la operación. Cuan­do me he mirado en un espejo he estallado de risa, de tan desconocido que estaba. Ahora sólo nos queda por escoger una falsa palabra (la palabra que pertenezca a cada uno de ellos y que constituya el punto de unión que ellos tengan hacia mí) pero la elección es difícil porque quiero encontrar la más confortable de pronunciar (es ya bastante abu­rrido no tener más que una sola y si además hay que repetirla a lo largo del día va a ser una pesa­dez). Lo más difícil evidentemente habría sido es­coger la palabra palabra que es la palabra más sim­ple, pero para esto hace falta tener labios. Me he decidido por la palabra rata que es bastante corta y no exige más que un pequeño temblor de la gar­ganta en el momento en el que los pulmones se deshinchan. El resto ha sido un juego de niños. El presidente me ha hecho salir por una pequeña puerta secreta (me han abrazado los tres deseán­dome buena suerte) y me he mezclado por entre la multitud que se pasea frente a la Casa Presiden­cial en espera de mi salida pronunciando cada uno su palabra; yo he repetido «rata, rata» y natural­mente me han tomado por uno de los suyos. Al principio han estado muy inquietos al no verme salir de la Casa Presidencial (para ellos estoy ahí dentro desde hace tres semanas) pero estos últimos días han comenzado a calmarse. Poco a poco han reanudado su antigua costumbre de escogerse lugares. Para hacer como ellos me he elegido uno bastante confortable (son tan burros que escogen cualquier cosa, hasta un tenedor les es bueno para sentarse encima de él todo el día). Yo tengo siempre el mismo lugar: un gran agujero que he cavado en la arena y en el que he colocado algunos efec­tos personales e incluso un tocadiscos de pilas. No puedo decir que me sienta desgraciado, ya que la vida es tranquila y la alimentación buena. Delicio­sas legumbres han comenzado a crecer por todas partes y no tengo más que estirar mi mano fuera del agujero para atrapar un conejo y prepararme un plato suculento. El presidente viene a menudo a verme y no deja nunca de traerme un azúcar o un habano y a veces incluso las dos cosas. A veces le acompaña la niña y los tres juntos tomamos baños de sol en la playa (es en estos momentos cuando más se nota a faltar el mar) bebiendo cervezas y haciendo castillos de arena. Para divertir a la niña, a la que adoro, le hago de vez en cuando milagros aunque en los últimos tiempos he perdido muchos de mis poderes. Pero aún tengo algunos trucos de reserva. Puedo aún hacer que se muevan algunos granos de arena o que crezcan los tomates. Los vier­nes por la noche ceno en el Plaza, pero el servicio es muy malo desde lo de la resurrección, porque te sirven la primera cosa que les pasa por la cabe­za. Y a veces esa cosa no es del todo comestible. No pienso volver más. Anteayer casi me echan a la calle porque me negué rotundamente a comer una repugnante mezcla de patatas hervidas y fritas co­locadas en torno a uno de los calcetines del cama­rero (le vi poner el calcetín en el plato con mis propios ojos) y eso que soy un cliente de los más antiguos. Se lo he comentado al presidente y me ha prometido que los haría ejecutar. Anteayer el monte de Montevideo se ha alejado dulcemente en el mar hasta convertirse en un punto en el hori­zonte. Inmediatamente todas las casas de la ciudad se han amontonado unas sobre otras alrededor de la Casa Presidencial y la Casa Presidencial misma no ha parado de dar saltos que a veces llegan a ser de treinta metros. Es bastante molesto porque esto hace que tiemble el sol. Hemos visto cosas peores, bromea el presidente. Te dejo la palabra. Hasta mañana, Maestro. Buenos días, Maestro. Hemos re­cibido la visita del papa de la Argentina, es pequeño y flaquito, va vestido de oro y vuela (ha llega­do volando, para hacer cualquier cosa imita el ruido de un avión y esto le levanta mecánicamen­te del suelo, a continuación señala con el dedo índice la dirección que prefiere). Parece ser que en la Argentina nuestras aventuras han sido segui­das por televisión y él ha venido a ponerme la me­dalla del cómico argentino (un bajorrelieve que representa la cabeza de una vaca extremadamente seria mirando fijamente el horizonte, dice que es el emblema de la Argentina). He fingido estar emo­cionado, pero sin exagerar la nota, porque creo que me ha propuesto un contrato como actor en la tele­visión argentina. Le he hecho ver muy cortésmen­te que mi éxito en la televisión era del todo acci­dental, pero me ha contestado bastante en serio que era un hecho. El presidente, que es un gran naif, no ha parado de hacerle reverencias y de to­mar notas de todo lo que el otro ha dicho. Ha pre­tendido que él podía detener los brincos de la Casa Presidencial (da saltos histéricos cada tres minutos) si yo le prestaba mis reliquias. Las ha pegado a sus párpados (mis ex-párpados) y a sus labios (mis ex-labios) lo que le ha dado un aire totalmente ridícu­lo. A continuación se ha puesto a volar alrededor de la Casa Presidencial como un moscardón gritan­do «caraco, caraco» que es, al parecer, la palabra clave de la brujería argentina. Al cabo de una hora, completamente agotado, se ha desplomado a nues­tros pies y le hemos dado un vaso de agua. Ha pre­tendido que la Casa Presidencial saltaba con más suavidad que antes, lo que es falso. Le he pedido que me devolviera mis reliquias y las he vuelto a guardar en el cofre que utilizo para esto. Le hemos preguntado si quería pasar la noche en el Uruguay y ha aceptado al ver que tenía por de­lante varias horas de vuelo y que se estaba haciendo de noche. Esto me ha contrariado un poco (aunque no lo he dado a entender) ya que vivimos un poco apretados (el presidente cuando la Casa Presiden­cial empezó a dar brincos tuvo miedo de dormir allí y usted ya sabe que mi agujero no es grande y que no tengo más que una cama). Le hemos dado a comer algunas legumbres y nos hemos apretado para dormir los tres en la cama, lo que no es fácil puesto que el presidente no para de engordar des­de que la niña lo ha dejado (ella se ha ido al norte con la señora negra y parece ser que han insta­lado allí un burdel). Ya con las luces apagadas me he dado cuenta de que había cierto movimiento bajo las sábanas: el presidente se hacía sodomizar por el papa de la Argentina. Al instante he en­cendido la luz y han fingido que dormían. Yo es­taba extremadamente sorprendido, no por el he­cho en sí que no tiene nada de reprobable sino por el extremo servilismo del presidente que haría  lo que fuera con tal de que se le devolvieran las vacas uruguayas que se fueron a nado a la Argen­tina cuando aún había mar. No he apagado las luces y he fingido que leía, pero me he dado cuen­ta de que el presidente, aún roncando y todo, el muy hipócrita estaba masturbando al otro. Me he levantado tranquilamente y he pedido al papa que fuera a dormir a la bañera, pero se ha negado muy secamente con el pretexto de que él es el papa de un país más grande que el nuestro y ha dicho que era a mí o al presidente a quien le correspon­día ir a dormir a la bañera. Le he recordado que está bien ser papa, pero que yo soy santo, y como no ha encontrado respuesta a esto ha hecho ver que dormía de nuevo. A todo esto, el presidente, muerto de vergüenza, roncaba de tal modo que rompía los tímpanos. He vuelto a acostarme y he apagado las luces pensando que tras este incidente no se atreverían a recomenzar. Cuando apenas me había calmado un poco he notado la mano del papa entre mis nalgas tratando de separarlas con los dedos, pensando que dormía tan profundamente que no me daría cuenta. He dado un salto y he encendido la luz. El papa me ha mirado riendo y haciendo gestos obscenos con su dedo índice. Le he preguntado calmadamente si no le daba vergüenza. Me ha dicho que un papa no tiene vergüenza de nada, lo que no les ocurre a los santos. Esto me ha exasperado. Me he echado sobre él y le he retorcido la nariz hasta hacerle sangrar. Le ha sorprendido tanto que no se ha atrevido a contestarme. A la mañana siguiente, los tres he­mos tomado en silencio el café con leche, y aun­que el presidente no se atrevía a levantar la vista de la taza, el papa parecía muy despreocupado e incluso ha hecho algunos vuelos alrededor de la mesa antes del desayuno. Tras el café con leche, el papa nos ha pedido que le enseñáramos algunos uruguayos antes de marcharse. Montado a caba­llo hemos dado una rápida vuelta por el Uruguay, lo que no es nada difícil ya que el país no para de encogerse. El papa ha estado bastante descor­tés y no ha parado de decir que los argentinos son más altos, más limpios, más ricos que nosotros, y aunque esto fuera verdad (no lo sé porque nun­ca los he visto) no creo que sea ésta una cosa que le corresponda decir a un papa. Nos ha propuesto una partida de dados entre argentinos y urugua­yos, y aunque al presidente parecía seducirle la idea yo me he negado. Hemos almorzado en el Plaza y el papa no parecía tener prisa por irse. Le he recordado que si quería llegar a Buenos Aires antes de que oscureciera aún estaba a tiempo de ponerse en marcha. Ha dicho que le da igual por­que los argentinos van a esperarle el tiempo que él quiera. Se ha limpiado los dientes haciendo ruidos y el presidente le ha imitado. Después ha pro­puesto al presidente una visita a la Argentina y el presidente ha enrojecido de confusión. Me ha mi­rado con cara de perro implorando su comida y le he dicho que si quiere partir es asunto suyo. «Sabía que era usted bueno», me ha dicho el papa, «y le doy mi bendición.» Le he dicho muy cortésmente que no tenía nada que hacer con ella. «Se la doy de todos modos» me ha dicho, y ha escrito la pala­bra «bendición» en un trozo de mantel y me lo ha dado. He hecho de él una bola y la he tirado en medio de la mesa. El papa se ha puesto a contar al presidente las maravillas de la Argentina donde, al parecer, la gente ha adoptado una nueva reli­gión que consiste en reírse los unos de los otros (él es el único en no reír y nadie puede reírse de él, por esto es el papa) y parece que se concentran todos en un mismo lugar del país, porque cuanto más numerosos son más se ríen. He encontrado todo esto tan estúpido que ni tan siquiera me he molestado en decírselo. El presidente me ha pre­guntado si podía irse con algunas de mis reliquias para mostrárselas a los argentinos y le he dado un trozo de párpado. Han decidido marcharse de no­che a pesar de que sopla mucho viento, pero el papa asegura que puede volar de noche y con cual­quier tiempo. Hemos atado el presidente al papa con una cuerda. Parecían dos salchichones atados juntos y me he dicho que si su religión es reír, estarán bien contentos cuando les vean llegar. Nos hemos hecho reverencias y han empezado a subir por los aires. Han tardado tres horas al menos en desaparecer por el cielo porque el pobre papa vola­ba como un gorrión al que hubieran atado un la­drillo. Les he dicho adiós con la mano y me he ido a dormir, porque la noche anterior casi no pe­gué ojo. Mañana he de ocuparme de todo el país yo solo. Pese a que en la actualidad están casi todo el tiempo inmóviles y mudos, el hecho de no verme durante dos o tres días les provoca crisis de angus­tia que prefiero evitar. Así, todos los días doy una vuelta por el Uruguay y dejo que cada uno de ellos me vea, y para cada uno tengo una palabra amable. Lo que más les gusta es que les explique a qué se parecen en relación a la última vez que les vi, por ejemplo, a uno que perdió sus cabellos le digo: «usted ha perdido sus cabellos» y él se tranquiliza e incluso ríe, o bien a una mujer que ha perdido su marido le digo: «usted ha perdido su marido», entonces ella llora un poco y luego se calma. A los que sufren porque su lugar es poco confortable (aquellos que han escogido como lugar un cactus o bien una caja demasiado peque­ña para ellos) les digo: «su lugar no es confortable» y esto les calma. A fuerza de repetirles cada día la misma frase han terminado por aprenderla de memoria y el calvo, por ejemplo, cuando me ve me dice: «usted ha perdido sus cabellos» y la viuda «usted ha perdido su marido». Han aprendido a te­ner entre ellos breves conversaciones. Ahora el cal­vo le dice a la viuda: «usted ha perdido sus ca­bellos» y la viuda le contesta «usted ha perdido a su marido» y esto les hace reír. He intentado el experimento de colocarlos en círculo y, a pesar de que esto al principio les horrorizaba, en la ac­tualidad han comenzado a acostumbrarse y no pa­ran de decirse tonterías. Les he colocado a todos en un gran círculo, pero no les ha gustado mucho pues no llegan a ver los límites del círculo que ocupa prácticamente todo el sitio del Uruguay y se han quedado mudos. A cada uno le he enseñado a decir su frase a su vecino de la izquierda y a escuchar la frase de su vecino de la derecha y a repetirla a su vecino de la izquierda, y así indefinidamen­te. Al principio no les ha gustado mucho, pero al cabo de un rato, cuando han descubierto que re­gularmente todos los días su frase les volvía, han estado realmente encantados. La viuda, por ejem­plo, desde que sabe que todos los días a las dieci­siete quince su vecino de la derecha va a decirle «usted ha perdido su marido» se empieza a diver­tir desde la mañana y yo, por mi parte, la hago servir de reloj, lo que me es bien útil ya que el mío se rompió hace no sé cuántos años. Habría sido una solución perfecta para ellos y para mí si últimamente el tiempo no se hubiera reducido en sus cabezas de una manera vertiginosa. Se hablan cada vez más deprisa y cada frase tarda apenas quince minutos en dar la vuelta completa. Me he dicho que si llega el momento en el que la misma frase da la vuelta al círculo en un instante nos arriesgamos a uno de esos raros cataclismos típi­camente uruguayos a los que estamos, desde luego, habituados, pero que no siempre son deseables. He probado a colocarlos de una manera diferente (se niegan una vez visto el gusto que le han toma­do al juego) y también a introducir nuevas frases en el círculo, pero parece que nada de todo esto les entra. Allá ellos, ya verán lo que les pasará. Segundo golpe de teatro: el presidente ha vuelto. Se le ha catapultado al Uruguay, el papa no se ha molestado en acompañarle. De entrada ha tratado de hacerme creer que lo suyo había sido una tourné triunfal por las provincias argentinas, pero ha bastado con una sola mirada severa que le he lan­zado para que se hundiera en llanto contándome la triste verdad: el papa, cuyo verdadero nombre es Mister Poppy, en realidad es un peligroso tra­ficante de blancas. Había venido al Uruguay para reclutar a la niña y a la señora negra en las que se había fijado a través de las emisiones de tele­visión. Para lograrlo montó toda esa historia en la que se hacía pasar por papa, el muy cerdo, y al no encontrar a la niña y a la señora negra sedujo al presidente para hacerle trabajar en los burdeles argentinos. Parece que el pobre las ha pasado de todos los colores. Se le vestía de bailarina española y había cola para sodomizarle. A costa de sacrificios consiguió finalmente tener bastante dinero como para poder comprar una catapulta en espera, según él, de obtener mi perdón. Le he perdonado de todo corazón y se ha puesto a llorar. Me ha confe­sado que un día en que se moría de hambre en la nieve vendió mi reliquia para poder comprarse un sándwich. Le he perdonado. Me ha traído un regalo, una corbata que uno de sus clientes olvidó en su habitación de Tucumán., Me ha pedido que me la ponga en la primera cena que hagamos jun­tos después de su desventura. Me he puesto la cor­bata y le he dicho que tomara un baño mientras yo pelaba las patatas: ha dicho que no había ne­cesidad, pero le he ordenado que lo hiciera por­que está muy claro que no ha tomado ningún baño desde que se fue. Mientras pelaba las patatas he oído el ruido de la ducha sobre el parterre y no sobre él, de modo que he entrado en el lavabo y le he encontrado sentado en el bidet riendo. Lo he metido en la ducha a patadas y he esperado a que se enjabonara totalmente. Hemos cenado a solas en la playa a la luz de una lámpara que había recuperado de la Casa Presidencial antes de que quedara inservible. El presidente, animado por el vino, se ha ido de la lengua y me ha contado que al principio estaba enamorado del papa, quien se negaba a casarse con él, pero que pronto encontró un agregado de ministerio que le pagaba todos los caprichos. Llegó, según él, a hacerse ofrecer una estola de armiño y una tiara de estrass y una tarde fue invitado a una recepción en la que tomó co­caína de la que guarda un recuerdo inolvidable. Me ha preguntado si no tenía cubiertos para comer las patatas y le he respondido lacónicamente que no. Ha cogido las patatas con los dedos y las ha mojado en el vino y después las ha chupado gri­tando «ho-la-lá, ho-la-lá» como si fuera la mejor de las delicias. Me ha dicho que en la Argentina es fácil hacer dinero, pero que no le interesa porque son demasiado groseros. Su mejor compañera, una árabe, fue maltratada porque se negó a chupár­sela a un negro y fue ella la que fue condenada porque los negros dijeron que les había mordido en los testículos y fue azotada en una plaza pú­blica. Me ha confesado que en el fondo es a mí a quien siempre amó, pero que mi carácter cerrado le llevó a huir de mí. Me ha dicho que a menudo, en sueños, yo le llamaba y que ésta era una prueba de que le amaba. Me ha cogido la mano apretán­dola muy fuerte con lágrimas en los ojos y he de confesarle que esto me ha emocionado. Es un buen tipo y no tengo derecho a juzgarlo por un extravío pasajero del que él mismo ha sido la primera víc­tima. A la hora del café hemos recibido la inespe­rada visita de la niña y de la señora negra que habían oído que el presidente estaba de vuelta y que querían enterarse de cómo eran las últimas modas argentinas (actualmente ellas tienen un al­macén de modas) y el presidente les ha hecho algu­nos croquis. Ellas esperan ampliar su negocio y conquistar todo el mercado uruguayo y para esto cuentan conmigo para que les preste una máquina de coser, pero desgraciadamente no tengo ningu­na. Se han ido tristes aunque optimistas. En cuan­to se han marchado, el presidente me ha hecho una escena inaguantable diciendo que yo había dormi­do con ellas durante su ausencia, lo que es abso­lutamente falso ya que no las había visto al menos desde hacía cinco años. Tras haberme roto un plato en la frente se ha arrojado a mis pies pidiendo per­dón. He intentado convencerle de que se fuera a la cama y me ha acusado de querer envenenarle mientras dormía. Le he asegurado que no y ha vuelto a pedirme perdón. Le he acariciado un poco la cabeza y parece que esto le ha apaciguado por­que se ha dormido con la cabeza entre mis rodillas. Se hace de día. Es muy bello, pues desde que el cielo está al borde de la playa se puede tocar el sol con la punta de los dedos en el momento en que pasa ante ti. Una lágrima corre por mi mejilla. El presidente ha tenido una pesadilla entre dos ron­quidos y ha gritado: “¡Mister Puppy, no me pe­gue más!». Le he zarandeado y se ha frotado los ojos, me ha abrazado y después se ha dormido de nuevo. Yo también porque mañana tengo un día muy atareado. Hasta mañana, Maestro.


viernes, 21 de agosto de 2015

EL ENFERMO IMAGINARIO - Molière

EL ENFERMO IMAGINARIO
de Moliere


Personajes:

ARGAN, enfermo imaginario
BELINA, segunda esposa de Argán
ANGELICA, hija de Argán,           enamorada de Cleanto,
DR. PURGON, médico de Argán.
LUISITA, hermana pequeña de Angélica
BUENAFE, notario
BERALDA, hermana de Argán
TOÑITA, sirvienta
CLEANTO, enamorado de Angélica
DIARREICUS, médico
TOMAS DIARREICUS, su hijo, pretendiente de Angélica.



La acción transcurre en Paris.

Luces de candilejas. 3 golpes. Se coloca el elenco y baila como reloj entre saludos y cadenas. Entre ellos, y a público, cada uno se va, y Argan ocupa su lugar. 3 golpes y empieza.

ACTO PRIMERO



ARGAN: (Solo en la escena y sentado ante una mesa repasa - ayudandose con fichas - diferentes notas de gastos de su boticario, mientras habla consigo mismo) - Tres y dos, cinco, y cinco, diez, y diez, veinte soles. “Item, el dia veinticuatro, un preparativo para ablandar, humedecer y refrescar las entrañas del señor”. Lo que mas me gusta del señor Fleurant, mi boticario, es que sus facturas son siempre muy corteses: pero no basta con ser cortes; hay que ser tambien razonable y no desplumar a los enfermos. ¡Mira lo que cobra! Otras facturas me habia cobrado las lavativas solo la mitad. “Item, el dia veinticinco, una excelente medicina purgativa y fortificante, compuesta de pulpa fresca de caña y otros ingredientes, conforme a la receta del doctor Purgon, para expulsar y evacuar la bilis del señor: cuatro soles”. ¡Ah!, señor Fleurant, que burla; esto es querer vivir a costa de los enfermos. El doctor Purgon no le ha recetado tambien que me cobre cuatro soles. Que sean, pues, tres, y ya esta bien. “Item, el mismo dia, una pocion, inofensiva y astringente, para hacer descansar al señor”. “Item, el dia veintisiete, un eficaz medicamento compuesto expresamente para estimular la expulsion de los malos humores del señor: tres soles”. Me complace que sea razonable. “Item, el dia veintiocho, un suero lacteo, clarificado y edulcorado, para suavizar y refrescar la sangre del señor, todo segun prescripcion: cinco soles”. ¡Ah, señor Fleurant, un poquito mas de moderacion, si gusta! Cobrando asi nadie va a querer ponerse enfermo. Veamos: veinte y cuarenta; tres y dos, cinco, y cinco, diez, y diez, veinte. En total: sesenta y tres soles. Asi, pues, este mes he tomado ocho medicamentos, amen de una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once y doce lavativas. El mes pasado fueron doce medicamentos y veinte lavativas. No me extraña que no me encuentre tan bien en este mes como en el anterior. Se lo dire al doctor Purgon, para que ponga remedio. Vamos, que se lleven todo esto. (Viendo que nadie acude y que ninguno de sus criados parece oirle) No hay nadie cerca de mi. En vano me canso de decirles que no me dejen nunca solo; no hay forma de hacer que permanezcan siempre al alcance de mi voz. (Tras tocar una campanilla colocada sobre la mesa) Lo dicho, no me oyen, y esta maldita campanilla no suena lo suficiente. ¡Tilin, tilin, tilin! Nada.¡Tilin, tilin, tilin! Como si se hubieran vuelto sordos. Toñitaaaaa...Me va a dar un ataque de rabia. (Dejando de agitar la campanilla y gritando con todas sus fuerzas) ¿Como es posible que dejen completamente abandonado a un pobre enfermo? ¡Oh, Dios mio, van a dejarme morir aqui, solo! ¡Tilin, tilin, tilin!
TOÑITA: (Al entrar) ¿Que hay?
ARGAN: ¿No oias?
TOÑITA: (Fingiendo haberse dado un golpe en la cabeza) ¡Que impaciente es usted! Siempre con tanta prisa que me he dado un cabezazo contra el saliente de un postigo.
ARGAN: (Furioso) ¡Hace una ...
TOÑITA: (Interrumpiendole) ¡Ay!
ARGAN: ...hora que...
TOÑITA: ¡Ay!
ARGAN: ...te estoy...
TOÑITA: ¡Ay!
ARGAN: ¡Calla, bribona, y deja que te riña!
TOÑITA: ¿Como? ¡Lo que faltaba despues de lo que me ha pasado!
ARGAN: ¡Me has hecho desgañitar!
TOÑITA: Y usted me ha hecho romper la cabeza. Lo uno por lo otro. Estamos en paz.
ARGAN: ¿Que dices?
TOÑITA: Que si me regaña, llorare.
ARGAN: ¡Dejarme abandonado de este modo!
TOÑITA: (Interrumpiendolo de nuevo) ¡Ay, ay!
ARGAN: ¿Como? ¿Tendré que privarme del placer de reñirte?
TOÑITA: Riñame hasta que se harte.
ARGAN: ¿Como, si no me dejas hacerlo, interrumpiendome a cada palabra?
TOÑITA: Pero si quiere darse el gusto de reñirme, debo tener yo el derecho de llorar. A cada uno lo suyo, y creo que no es pedir demasiado. ¡Ay!
ARGAN: Quitame enseguida todo lo que me estorba. (Una vez ya incorporado) ¿Ha obrado bien mi lavativa de hoy?
TOÑITA: ¿Vuestra lavativa?
ARGAN: Si. ¿He echado mucha bilis?
TOÑITA: La verdad, yo no me meto en esos asuntos. Eso es cosa del señor boticario.
ARGAN: Que me preparen en seguida un caldo, para que se me administre otra lavativa, sin mas tardanzas.
TOÑITA: Ese doctor Purgon y ese boticario se divierten con su cuerpo y lo toman como una vaca lechera. Me gustaría poder preguntarle que enfermedad padece usted para que no cesen de atiborrarlo de potingues.
ARGAN:¡Callate, ignorante! ¿Como te atreves a criticar las prescripciones de la Medicina? Ve a llamar a mi hija; tengo que hablar con ella.
TOÑITA: Ahí llega, como si hubiera adivinado su pensamiento.
ARGAN: Llegas oportunamente; deseaba hablarte.


ANGELICA: Muy bien, os escucho.
ARGAN: Espera. (A TOÑITA) Dame mi bastón. Volveré en seguida.
TOÑITA: De prisa, señor, de prisa. ¡Vaya trabajito que le da, con sus brebajes, el señor boticario!
ANGELICA: ¡Toñita!
TOÑITA: ¿Que?
ANGELICA: Mirame un poco.
TOÑITA: Te miro.
ANGELICA: ¡Toñita!
TOÑITA: ¿Que ocurre?
ANGELICA: ¿No adivinas de que quiero hablarte?
TOÑITA: Me lo figuro. De tu joven pretendiente. Porque, desde hace seis días, todas tus conversaciones no tienen otro tema. Y no te sientes bien si no hablas de el a toda hora.
ANGELICA: Y si lo sabes, ¿por que no eres la primera en sacarlos a colación? ¿Por que no me evitas la violencia de tener que ser siempre yo la que lo haga?
TOÑITA: Porque nunca me dejas. Tienes tal necesidad de hablar de el que es imposible tomarte la delantera.
ANGELICA: No me cansaría nunca de hablar de el. Por eso mi corazón aprovecha, todos los momentos que puedo franquearme contigo. ¿Te parecen censurables estos sentimientos míos?
TOÑITA: Eso es asunto tuyo.
ANGELICA: ¿Obro mal al entregarme a estos dulces pensamientos?
TOÑITA: Yo no he dicho eso.
ANGELICA. ¿Preferiríais que me mostrase insensible a los tiernos juramentos de la ardiente pasión que me testimonia?
TOÑITA: ¡Dios me valga!
ANGELICA: Dime entonces: ¿no crees, que ha habido, alguna misteriosa intervención del destino en la manera, tan imprevista, de habernos conocido?
TOÑITA: En efecto.
ANGELICA: ¿No es su aspecto encantadoramente varonil?
TOÑITA: Por supuesto.
ANGELICA: ¿Cabe expresarse con mayor pasión que como el lo hace?
TOÑITA: Imposible.
ANGELICA: ¿Crees de verdad que el me ama tanto como dice?
TOÑITA: ¡Ah, eso es harina de otro costal! Los juramentos y las demostraciones de amor hay que ponerlos en cuarentena. En esa materia hay siempre comediantes que saben fingir maravillosamente.
ANGELICA: ¿Como puedes pensar eso?
TOÑITA: En todo caso, pronto sabrás con certeza a que atenerte. ¿No te escribió ayer mismo que había decidido pedirte, sin mas demora, en matrimonio? Pues esa es la mejor prueba de que todo lo que te ha jurado es verdad.
ANGELICA: ¡Ay, Toñita! Si el me estuviera engañando, no volvería a creer jamas en ningún hombre.
TOÑITA: ¡Chist, tu padre!


ARGAN: (Sentandose en su sillón) Bien, hija mía, voy a darte una noticia que seguramente no esperas. Me han pedido tu mano. ¿Que ese eso? ¿Te ries? Es divertida, si, la palabra matrimonio, y siempre sorprende un poco a los jóvenes. Por lo que veo, no tengo siquiera que preguntarte si deseas casarte.
ANGELICA: Yo debo hacer todo cuanto quiera ordenarme.
ARGAN: Me complace sobre manera tener una hija tan obediente, porque te he prometido ya.
 ANGELICA. Mi deber es acatar a ojos cerrados todos sus deseos.
ARGAN: Mi mujer, tu madrastra, deseaba que te hiciese entrar en un convento, lo mismo que a tu hermanita.
TOÑITA: (Aparte) ¡No le falta motivos para desearlo!
ARGAN: Ella no quería dar su consentimiento a este matrimonio; pero yo me he salido con la mía y he concedido ya tu mano.
ANGELICA: ¡Ah, padre mio, no se como agradecerle sus desvelos por mi!
TOÑITA: (A Argan) Es la decisión mas sensata que ha tomado en toda su vida.
ARGAN: No he visto aun al pretendiente, pero se me ha asegurado que sera de mi agrado y tambien del tuyo, hija.
ANGELICA: Lo se muy bien, padre.
ARGAN: ¿Como? ¿Lo has visto acaso alguna vez?
ANGELICA: No le ocultare que el azar ha querido que nos conociésemos hace precisamente seis días y que la petición que se le ha hecho obedece a la inclinación que sentimos recíprocamente desde el mismo momento en que nos vimos.
ARGAN: Me congratula saberlo. Me han dicho que se trata de un apuesto mozo.
ANGELICA: Asi es, padre mio.
ARGAN: De inmejorable porte.
ANGELICA: Sin la menor duda.
ARGAN: Muy juicioso y de buena familia.
ANGELICA: Asi lo creo.
ARGAN: Elegante y cultivado.
ANGELICA: Eso se ve a primera vista.
ARGAN: Que habla excelentemente laten y griego.
ANGELICA: Eso si que no lo sabia.
ARGAN: Y que esta a punto de recibir su doctorado en medicina.
ANGELICA: ¿El, padre mio?
ARGAN: Si, ¿es que acaso no te lo ha dicho?
ANGELICA: No, ¿quien se lo ha dicho a Ud?
ARGAN: El doctor Purgon
ANGELICA: ¿Lo conoce?
ARGAN: Es su sobrino.
ANGELICA: ¿Cleanto es sobrino del doctor Purgon?
ARGAN: ¿Cleanto? ¿Que Cleanto? Te estoy hablando del joven para quien me han pedido tu mano? Se llama Tomas y no Cleanto, y mañana vendrá aqui con su padre. Pero, ¿que te pasa que pareces como pasmada?
ANGELICA: Lo estoy, padre mio, porque veo que hablaba de una persona, mientras yo creía que se referia a otra.
TOÑITA: ¿Con todas sus riquezas, piensa en casar a su hija con un simple medicastro?
ARGAN: ¡Callate! ¿Quien te ha dado vela en este entierro?
TOÑITA: ¡Santo Cielo! No se acalore de ese modo. ¿Es que no podemos hablar razonablemente? ¿Que razones tiene para desear ese matrimonio?


ARGAN: La razón principal es que, viendo lo achacoso y enfermo que me encuentro, quiero tener un yerno que sea medico, que pueda cuidar de mi salud, y no andar yo siempre pagando visitas y recetas.
TOÑITA: Pero digame, señor, ¿cree de verdad estar enfermo?
ARGAN: ¿Como te atreves a preguntarme si estoy enfermo? ¡Si saber yo lo enfermo que estoy!
TOÑITA: De acuerdo, señor, estáis enfermo. Pero su hija, para casarse, necesita un marido, y como ella no esta enferma, maldita la falta que le hace desposarse con un medico.
ARGAN: Si le doy por marido a un medico es porque yo lo necesito. Y mi hija debería sentirse dichosa de casarse con quien pueda resultar beneficioso para la salud de su padre.
TOÑITA: ¿Me permite un consejo?
ARGAN: ¿Y cual es ese consejo que tienes el atrevimiento de querer darme?
TOÑITA: No piense mas en ese casamiento.
ARGAN: ¿Y por que razón?
TOÑITA: Porque su hija no accederá a su proyecto.
ARGAN: ¿Que no accederá?
TOÑITA: No.
ARGAN: ¿Mi propia hija?
TOÑITA: Si, su propia hija.
ARGAN: Este casamiento es mas ventajoso de lo que pueda parecer. El doctor Diarreicus, su padre, tiene por único heredero a ese hijo. Y, por su parte, el doctor Purgon, que no tiene mujer ni hijos, dejara toda su fortuna a su sobrino y a mi hija, si el casamiento se lleva a efecto. Y el doctor Purgon es un hombre que posee sus buenos ocho mil francos de renta anuales. 
TOÑITA: Mucha gente tiene que haber matado, para enriquecerse tanto.
ARGAN: Ocho mi francos de renta no son nada despreciables, sin contar con la fortuna del padre.
TOÑITA: Todo eso esta muy bien, señor, pero vuelvo a decirle que siga mi consejo y deje a su hija escoger marido.
ARGAN: He dado mi palabra y estoy resuelto a que mi hija me obedezca.
TOÑITA: Y yo le repito que estoy segura de que no lo hará.
ARGAN: La obligare, si fuera preciso.
TOÑITA: Perderá el tiempo.
ARGAN: Me obedecerá o la meteré a un convento.
TOÑITA: ¿Usted?
ARGAN: Si, yo.
TOÑITA: Bueno.
ARGAN: ¿Que quiere decir ese “bueno”?
TOÑITA: Quiere decir que no la meterá en ningún convento.
ARGAN: ¿Que no la meteré en ningún convento?
TOÑITA: No.
ARGAN: ¿No?
TOÑITA: No.
ARGAN: ¡Vamos! Tiene gracia la cosa. ¿Asi que no podre meter a mi hija en un convento, si ese es mi deseo?
TOÑITA: Ya le he dicho y redicho que no.


ARGAN: ¿Y quien me lo impedirá?
TOÑITA: Usted mismo.
ARGAN: ¿Yo?
TOÑITA: Si. No tendrá corazón para hacerlo.
ARGAN: Lo tendré.
TOÑITA: Bromea.
ARGAN: No bromeo.
TOÑITA: La ternura paternal podrá mas que su enfado.
ARGAN: No me dejare ablandar por nada.
TOÑITA: Unas cuantas lagrimitas, unos brazos que le rodearan el cuello y un “papaito querido”, dicho cariñosamente, seran mas que suficientes para conmoverlo.
ARGAN: Todo eso sera inutil.
TOÑITA: ¡Si, si! Ya lo veremos.
ARGAN: Te repito que nada podra hacer cambiar mi decision.
TOÑITA: Usted es bueno por naturaleza.
ARGAN: Se ser malo cuando quiero.
TOÑITA: Bien, señor, calma; no se olvide que esta enfermo.
ARGAN: Enterate bien; ordeno terminantemente a mi hija que se disponga a tomar por marido el que yo le he elegido.
TOÑITA: Y yo le prohibo terminantemente que haga tal desatino.
ARGAN: ¿Como te atreves, bribona, tu, que no eres mas que la criada, a hablar asi a tu amo?
TOÑITA: Cuando un amo no sabe lo que hace, una sirvienta sensata tiene derecho a decirselo.
ARGAN: ¡Yo te enseñare a cerrar tu pico!
ANGELICA: Por favor, padre mio, piense que puede agravar su enfermedad.
ARGAN: (Desplomandose, exhausto) ¡Ah, Dios mio! ¡No puedo mas! Van a acabar conmigo.   (Angelica y Toñita salen y Argan queda solo un instante).(Luego entre Belina).
BELINA: ¿Que te pasa, maridito mio?
ARGAN: Necesito tu ayuda.
BELINA: ¿Que te ocurre, hijito?
ARGAN: Tu bribona de Toñita, que se ha mostrado mas insolente que nunca.
BELINA: Por favor, no vuelvas a acalorarte.
ARGAN: Me ha enfurecido, mujercita mia.
BELINA: Bueno, hijito, calmate, ya paso.
ARGAN: Ha estado una hora contradiciendome y oponiendose a mis deseos.
BELINA: Bien, bien, tranquilizate.
ARGAN: Y ha tenido el descaro de decirme que no estoy enfermo.
BELINA: ¡Ay, que insolencia!
ARGAN: Tu sabes como es, tesoro mio.
BELINA: Si, mi corazon, lo se y ha obrado muy mal.
ARGAN: Esa bribona me matara, alma mia.
BELINA: Bueno, bueno, no sera tanto.
ARGAN: Es la culpable de toda la bilis que tengo.
BELINA: Vamos, no lo tomes tan a pecho.
ARGAN: Te he rogado ya mil veces que la eches a la calle.


BELINA: ¡Dios mio, hijito, eso es muy facil de decir! No existe sirvienta que no tenga algun defecto. Toñita es habil, cuidadosa, diligente y, sobre todo, fiel. Y ya sabes que hoy dia hay que andar con mucho tiento cuando se trata de encontrar servidumbre. (Llamando) ¡Toñita!
TOÑITA: (Apareciendo) Señora...
BELINA: ¿Por que estas siempre encolerizando a mi marido?
TOÑITA: (Con tono meloso) ¿Yo, señora? No se de que me habla.
ARGAN: ¡Ah, desvergonzada!
TOÑITA: Nos ha dicho que queria casar a la señorita con el hijo del señor Diarreicus, y yo le he contestado que me parecia un partido muy ventajoso para ella, pero que, a mi modo de ver, haria mejor metiendola en un convento.
BELINA: (A su marido) Creo que tiene razon.
ARGAN: ¿Como, amor mio, es posible que creas a esa deslamada? Se ha hartado de decirme insolencias.
BELINA: Calmaos. (A Toñita) Si vuelves a irritar a mi marido, te echare a la calle. (A su marido) Vamos, ponte bien el gorro. No hay nada mejor para atrapar un catarro que el aire que entra por los oidos.
ARGAN: ¡Ah, cariñito mio, cuanto te agradezco todos los desvelos que te tomas por mi!
BELINA: (Arreglando las almohadas de su marido) Levantate un momento. Voy a ponerte esta almohada debajo, esta otra al lado, esta otra para que apoyes bien la espalda, y esta otra para que te sostenga la cabeza.
TOÑITA: (Colocando, con brusquedad, una almohada sobre la cabeza de Argan) Y esta, para protegerlo del sereno.
ARGAN: (Levantandose, encolerizado, y arrojando la almohada a Toñita, que se va corriendo) ¡Queria ahogarme!
BELINA: ¿Que es lo que haces? Vamos, acuestate.
ARGAN: (Desplomandose en la cama) ¡Ay! No puedo mas.
BELINA: Pero, ¿por que te exaltas asi? Toñita creia que te hacia un bien.
ARGAN: No conoces, amor mio, la maldad de esa picara. Me esta sacando siempre de quicio y necesitare mas de ocho nuevas medicaciones y una docena, al menos, de lavativas para reponerme.
BELINA: Vamos, vamos, querido, tranquilizate; eso es lo primero que necesitas.
ARGAN: Si, mi tesoro; solo tu sabes consolarme.
BELINA: ¡Pobre hijito mio!
ARGAN:Para agradecerte todo el amor que me muestras, quiero, como ya te lo he dicho, testar en tu favor, mi corazon.
BELINA: ¡Oh, por favor, esposo mio, no hablemos de eso! No puedo soportar tu pensamiento. Solo oirte hablar de testar me hace estremecer de dolor.
ARGAN: ¿Te has acordado de llamar a tu notario, como te lo dije?
BELINA: Espera ahi afuera; yo misma lo hice llamar.
ARGAN: Entonces, hazle entrar, mi amor.
BELINA: Te he obedecido a mi pesar, querido mio. Pero cuando se ama de verdad a su marido, todo esto es algo demasiado penoso para una esposa.
ARGAN: Adelante, señor Buenafe. Sientese, por favor. Mi mujer me ha dicho que es Ud un hombre muy integro y muy buen amigo suyo. Por eso le rogue que lo llamase para hablarle de un testamento que es mi deseo hacer.


BELINA: ¡Dios mio, no me siento con fuerzas para oir hablar de esas cosas!
BUENAFE: Ya me ha explicado su intencion, señor, debo decirle que no puede dejarle nada, mediante testamento.
ARGAN: ¿Como es eso?
BUENAFE: Porque es lo admitido consuetudinariamente.
ARGAN: ¿Que?
BUENAFE:Por la costumbre. Si estuvieramos en un pais de derecho escrito, podria hacerse. Pero en el nuestro, seria nula toda disposicion en el sentido que desea. La unica donacion que pueden hacerse reciprocamente los conyuges es una donacion inter vivos, y, aun para eso, es preciso, que no existan hijos, ya sea de ambos conyuges o de uno cualquiera de ellos, al producirse el fallecimiento del premuriente.
ARGAN: ¡Vaya costumbre absurda que un marido no pueda dejar nada ala esposa que le ama tiernamente y que le cuida con tanta solicitud como la mia lo hace conmigo! Tal vez debiera consultar yo a mi abogado, para buscar alguna solucion.
BUENAFE: No creo que los abogados sean una solucion, ya que, por lo general, se muestran muy severos en esta materia, porque consideran que es un grave delito tratar de quebrantar las leyes. Son gentes escrupulosas que no quieren entender de particularidades ni de sutilezas de conciencia. Es mejor, en todo caso, dirigirse a personas mas acomodaticias y con recursos para sortear habilmente la ley; que saben hacer aparecer como justo lo prohibido y allanar las dificultades de un asunto encontrando el expediente adecuado para ello. Y de no ser asi, ¿en que situacion se encontrarian a diario muchas personas? Hay que facilitar las cosas, ya que, en caso contrario, no es posible conseguir nada y yo mismo consideraria que es inutil mi profesion.
ARGAN: Ya veo, señor, la razon que tenia mi mujer al asegurarme que era tan recto como habil. Digame, que podria hacer yo para privar de mi fortuna a mis hijos y dejarsela a ella.
BUENAFE: Puede, fingir un determinado numero de deudas, y decir que desea saldar a sus acreedores, los cuales haran de testaferros de su esposa, a la que entregaran una declaracion en la que afirmen que se prestaron a ello solo por hacerle un favor. E, igualmente, podeis entregar, en vida, a su esposa cuanto dinero posea en metalico o en valores al portador.
BELINA: (A su marido) ¡Oh, no, Dios mio, no quiero que se te atormente con todo eso! Si llegaras a faltarme, querido mio, yo no querria seguir viviendo.
ARGAN: ¡Amor mio!
BELINA: Si, cariño. Si tuviera la desgracia de perderte...
ARGAN: ¡Esposa adorada!
BELINA: ...te seguiria a la tumba, para probarte todo el amor que te tengo.
ARGAN: ¡Tesoro, me partes el corazon! No llores, te lo ruego.
BUENAFE: (A Belina) Esas lagrimas me parecen un poco prematuras. La cosa no ha llegado aun a tal extremo.
BELINA: ¡Ah, señor! No sabe lo que puede significar un marido al que se ama tiernamente.
ARGAN: Si me muero pronto, mi unica pena, querida mia, sera la de no haber tenido un hijo tuyo. Pero el doctor Purgon me ha dicho que el conseguira hacerme padre.
BUENAFE: Ese hijo puede llegar todavia, en efecto.


ARGAN: (A su mujer) Quiero, pues, firmar ese documento, en la forma que ha sugerido el señor notario. Pero, por lo pronto, voy a entregarte veinte mil francos, en oro, que tengo escondidos en el artesonado de mi alcoba, amen de dos pagares al portador debidamente firmados por el señor Damon y por el señor Gerante, respectivamente.
BELINA: No, no quiero siquiera oir hablar de eso... Pero..., ¿cuanto dices que tienes guardado en tu alcoba?
ARGAN: Veinte mil francos en oro, amor mio.
BELINA: No me hables de dinero, te lo suplico; dime solo a cuanto ascienden esos pagares.
ARGAN: Uno, cariño, a cuatro mil francos, y otro a seis mil.
BELINA: ¿Y que puede importarme lo que valgan? Todos los bienes de este mundo no valen para mi lo que tu.
BONNEFOY: (A Argan) ¿Quiere, pues, entonces, que redactemos este testamento?
ARGAN: Si, señor. Pero creo que lo haremos mejor, en mi despacho. (A su mujer) Tesoro mio, ayudame, por favor, a ir hasta alli.
BELINA: De mil amores, querido. (Salen los tres)
TOÑITA: Estan ahi dentro, con el notario, y les he oido hablar de firmar unos documentos. Tu madrastra no se duerme y estoy segura de que ha conseguido arrastrar a tu padre a hacer algo contra tus intereses.
ANGELICA: Que disponga de sus bienes a su antojo, con tal que deje en libertad mi corazon. Ya has visto, Toñita, como quieren violentarlo. Por favor, no me abandones en este apuro en que me veo.
TOÑITA: ¿Abandonarte, yo? Mas me valiera morir. Ya puede tu madrastra tratar de hacerme su confidente y de ganarme para su causa. Sabes que no he sentido nunca simpatia por ella y que he estado siempre de tu parte. Dejame, pues, hacer. Recurrire a todo para ayudarte. Pero, para hacerlo mas eficazmente, voy a cambiar de procedimientos, ocultando el interes que tengo por ti y fingiendo aprobar los proyectos de tu padre y de tu madrastra.
ANGELICA: Procura, te lo ruego, que Cleanto sea informado en seguida del casameinto que han concertado.
TOÑITA: Lo hare.








ACTO    SEGUNDO

TOÑITA: ¡Ah! ¿Es usted? ¡Vaya sorpresa! ¿Que es lo que le ha traido aqui?
CLEANTO: El deseo de saber mi suerte. Hablar con Angelica, para conocer sus sentimientos y preguntarle que ha decidido sobre el malhadado casamiento del que he sido informado.


TOÑITA: Le comprendo. Pero no es tan facil hablar, asi como asi, con la señorita. Porque ya sabra que se le tiene severamente vigilada y que no la dejan salir de casa ni hablar con nadie. Solo gracias a su tia obtuvimos permiso de ir al teatro donde la ha conocido; naturalmente, nos hemos guardado muy bien de hablar sobre ese feliz encuentro.
CLEANTO: Por eso no vengo aqui como el que soy, ni menos como pretendiente de Angelica, sino como amigo de su profesor de musica, de quien he logrado que permita sustituirle.
TOÑITA: Sigame.
ARGAN: (Sin ver a Toñita y creyendose, pues, solo) ...11, 12.  El doctor Purgon me ha prescrito que todas las mañanas pasee por mi alcoba, recorriendola de parte a parte, doce veces de ida y doce de vuelta. Pero he olvidado preguntarle si he de hacerlo a lo largo o a lo ancho.
TOÑITA: Señor, aqui esta...
ARGAN: ¡Habla mas bajo, bribona! Ya vienes a trastornarme la cabeza, sin tener en cuenta que a un enfermo no hay que hablarle nunca tan alto.
TOÑITA: Solo queria decirle...
ARGAN: Habla mas bajo, te digo.
TOÑITA: (Haciendo como si hablase) Señor...
ARGAN: ¿Que?
TOÑITA: Le decia... (Continuando en el mismo juego)
ARGAN: ¿Que dices? No te oigo.
TOÑITA: (Hablando normalmente) Digo que lo esta esperando un hombre que quiere hablarle.
ARGAN: Pues hazle entrar. (Toñita hace señas a Cleanto para que se acerce)
CLEANTO: Señor...
TOÑITA: (A Cleanto) No hables tan alto porque trastornas la cabeza al señor.   
CLEANTO: Señor, estoy encantado de verlo levantado y de que se encontre mucho mejor.
TOÑITA: (Fingiendo irritarse) ¿Como sabe que se encuentra mejor? Eso es falso. Mi amo sigue estando enfermo.
CLEANTO: Habia oido decir que el señor se encontraba mejor, y la verdad es que no puede tener mejor aspecto.
TOÑITA: ¿Que quieres decir con eso de “mejor aspecto”? El señor no puede tenerlo peor, y son unos insolentes los que han dicho que habia mejorado. La verdad es que jamas se ha encontrado tan mal.
ARGAN: (A Cleanto) Desgraciadamente, Toñita tiene razon.
TOÑITA: Anda, come, bebe y duerme como cualquier hijo de vecino; pero, a pesar de eso, esta muy enfermo.
ARGAN: Es cierto.
CLEANTO: Lo siento mucho, señor. Permitame que le diga el motivo de mi visita. Vengo de parte del profesor de canto de su hija, del que soy amigo intimo. Se ha visto obligado a ausentarse por unos dias y me envia para que lo reemplace, porque teme que, si se interrumpieran las lecciones, su hija olvidaria tal vez lo que ya ha aprendido.
ARGAN: Muy bien. (A Toñita) Llama a Angelica.
TOÑITA: Creo, señor, que seria mejor que este caballero diera su leccion en el aposento de la señorita.
ARGAN: No. Di a mi hija que venga.
TOÑITA: Daran mejor la leccion si se los deja solos y tranquilos.


ARGAN: Te he dicho que no.
TOÑITA: Piense, señor, que el canto lo aturdira. La menor cosa puede perjudicarlo, en el estado en que se encuentra, y trastornarle la cabeza.
ARGAN: Nada de eso. Me gusta la musica y, y tambien estudie canto... ¡Ah, ahi llega mi hija! Ve a ver si mi mujer esta ya arreglada.
(Entra Angelica)
ARGAN: Escucha, hija mia. Tu profesor de canto ha tenido que ausentarse y envia a este caballero para que lo reemplace y te de la leccion.
ANGELICA: (Al reparar en Cleanto) ¡Oh, cielo!
ARGAN: ¿Que te pasa? ¿Por que pareces sorprendida?
ANGELICA: (Turbada aun) Es que...
ARGAN: ¿Que? ¿Por que te turbas de ese modo?
ANGELICA: Porque es muy sorprendente. padre mio, lo que me ocurre.
ARGAN: ¿Que quieres decir?
ANGELICA: Esta noche he soñado que me veia en un gran apuro. Una persona, exactamente igual a este señor, se me ha aparecido y me ha sacado del trance en que me hallaba. ¿Comprende ahora mi sorpresa y el que haya creido ser victima de una alucinacion al ver este caballero?
CLEANTO: No hay nada de extraño en tener la mente ocupada, lo mismo despiertos que dormidos. Y, por mi parte, me sentiria dichoso de que, si se viese en algun apuro, me creyese digno de socorrerla. Nada habria que no fuese capaz de hacer por...
TOÑITA: (Con tono malicioso, a Argan) Acaban de llegar el señor Diarreicus y su hijo, que desean hablar con usted. Por mi fe, que no podia encontrar mejor yerno. Es el mozo mas inteligente y apuesto que he visto en mi vida. Me ha dicho solo dos palabras, pero han bastado para encandilarme, y estoy segura de que entusiasmara tambien a su hija.
ARGAN: (A Cleanto, que hace ademan de marcharse) No os marche, señor. Esta visita que anuncian se debe a que caso a mi hija, y su futuro esposo, acompañado de su padre, viene a conocerla personalmente, pues no habia tenido aun ocasion de hacerlo.
CLEANTO: Me hace un gran honor, señor.
ARGAN: Mi futuro yerno es el hijo de un prestigioso medico y la boda se celebrara dentro de cuatro dias. Y, por supuesto, usted queda invitado.
CLEANTO: Es un gran honor para mi.
(Entran el señor Diarreicus y su hijo Tomas)
ARGAN: (Llevandose la mano al gorro, pero sin quitarselo) Excusenme, caballeros, pero el doctor Purgon me ha prohibido descubrirme.Ustedes son de la misma profesion y saben, pues, muy bien, las fatales consecuencias que puede acarrear un enfriamiento.
DIAFOIRUS: En efecto; y nuestras visitas deben ser siempre para proporcionar alivio a los enfermos y no paraagravar sus dolencias.
ARGAN: Bienvenidos, caballeros.


DIARREICUS: Venimos, aqui, caballero..., mi hijo Tomas y yo, a testimoniarle el placer que sentimos, por la merced que nos dispensa, al consentir en recibirnos, honrandonos, caballero, con esta alianza...y asegurarle que en todo lo que dependa de nuestra profesion, y en todo cuanto se le ofrezca, nos encontrara siempre dispuestos a testimoniarle nuestra solicitud... (De repente, a su hijo) Vamos, quedate quieto y presenta al señor tus respetos.
TOMAS: (A Argan) Señor, he venido aqui a saludar, conocer y disponerme a amar y venerar en usted a mi segundo padre. Por lo que vengo hoy a ofrecerle ya, anticipadamente , mis mas humildes y respetuosos homenajes.
TOÑITA: ¡Viva el colegio donde han sabido educar asi a un hombre!
TOMAS: (A su padre) ¿Lo he hecho bien, padre?
DIARREICUS: Optimamente.
ARGAN: (A su hija) Vamos. Saluda al señor.
TOMAS: (A su padre) ¿Debo besarla?
DIARREICUS: Naturalmente.
TOMAS: (A Angelica) Señora, con justicia ha querido el Cielo otorgarle el noble titulo de madre, ya que...
ARGAN: (A Tomas) Perdone Ud., señor, pero no es mi mujer, sino mi hija, a quien le habla.
TOMAS: ¿Donde se halla entonces su esposa?
ARGAN: Ahora vendra.
TOMAS: ¿Espero, pues, padre, a que venga?
DIARREICUS: Presenta, entre tanto, tus cumplidos a la señorita.
TOMAS: Señorita; lo mismo que la estatuta de Mennon producia un sonido armonioso al ser iluminada por los rayos del sol, me siento yo poseido por un inefable transporte al ver aparecer el sol de vuestra belleza; y lo mismo que los naturalistas han comprobado que la flor denominada heliotropo gira, sin cesar, en direccion al astro del dia, girara siempre, desde este instante, mi corazon hacia los astros resplandecientes de sus adorables ojos, que son su unico polo. Permita, pues, señorita, que deposite hoy, en el ara de sus encantos, la ofrenda de un corazon cuyo dueño no ambiciona otra gloria que la de ser toda su vida muy humilde, respetuoso y fiel servidor y marido.   TOÑITA: ¡Lo que puede el estudio! ¡Como enseña a decir las mas bellas cosas!
CLEANTO: El señor habla maravillosamente; si es tan buen medico como orador, debe resultar un placer ser su paciente.
TOÑITA: Muy cierto. Si las curas del señor estan a la altura de sus discursos, todos los enfermos se sentiran dichosos.
ARGAN: (A Toñita) Sentemosnos. (Toñita trae al punto lo demandado.) Tu aqui, hija mia. (Al señor Diarreicus) Ya ve, señor, como admira todo el mundo a su hijo. Debe sentirse orgulloso de el.


DIARREICUS: Asi es, señor, y no porque sea yo su padre; pero si puedo afirmar que me siento satisfecho de el. No ha tenido nunca una imaginacion vivaz, ni tampoco esa agudeza de ingenio que poseen algunos. Pero, precisamente por eso, le he augurado siempre exito en su profesion, ya que el buen sentido es la primera de las cualidades necesarias para el ejercico de nuestro arte. Cuando era pequeño, no se mostro nunca listo. Costo arduos esfuerzos enseñarle a leer y, a sus nueve años, todavia no distinguia bien las letras. Pero yo me decia mi mismo: “Los arboles tardios son los que dan los mejores frutos”. En efecto, se graba mas dificilmente sobre el marmol que sobre arena pero, en aquel, lo inscrito se conserva infinitamente mas tiempo. Por eso, su lentitud de compresion y su ausencia de imaginacion eran, para mi, señales inequivocas de su buen juicio futuro. Cuando lo envie al colegio, la prueba le resulto muy dura; pero todos sus maestros me alababan su constancia. Al fin, a fuerza batir el cobre, he logrado obtener brillantemente su licenciatura y puedo afirmar, sin jactancia paternal, que desde hace años no ha habido en las aulas de nuestra Facultad un alumno que no haya promovido mas polemicas, y hecho hablar tanto de el. Pero lo que mas me complace en el, y en esto sigue mi ejemplo, es su aferrarse ciegamente a las opiniones de nuestros clasicos. Nunca ha querido comprender, ni escuchar siquiera, las razones y las experiencias en que se apoyan los presuntos descubrimientos de nuestro siglo referentes a la circulacion de la sangre y a otras teorias por el estilo.
TOMAS: (Sacando de su bolsillo un gran legajo y ofreciendolo a Angelica) He escrito, en efecto, contra los defensores de la teoria de la circulacion, esta tesis que (saludando a Argan), con el permiso del señor, me atrevo a ofrecerle como obligado homenaje de las primicias de mi talento.
ANGELICA: Señor: no entiendo nada de esas cosas.
TOÑITA: (Apoderandose del legajo) Demelo. Aprovechare la estampa de la portada, para adornar mi alcoba.
TOMAS: (A Angelica, tras saludar nuevamente a Argan) Tambien, si me lo permite el señor, le invito, para que le entretenga, a presenciar la diseccion, de un cadaver femenino, que efectuare un dia de estos y sobre la cual debo redactar un informe.
TOÑITA: Sera, en efecto, una diversion muy agradable.
DIARREICUS: (A Argan) Por lo demas, en lo concerniente a las cualidades que se requieren para el matrimonio y la procreacion, le aseguro que, segun los mejores criterios medicos, mi hijo no deja nada que desear.
ARGAN: ¿Y no tiene, señor, el proposito de introducirlo en la corte y buscarle en ella un cargo de medico?
DIARREICUS: He creido siempre preferible buscar una clientela mas modesta y mas manejable. Con esta, no tiene uno que responder de sus actos ante nadie. Con aplicar los preceptos de nuestro arte es suficiente. No hay, pues, que temer nunca nada de lo que pueda ocurrir. En cambio, ser medico de gentes de rango es muy enojoso porque cuando caen enfermos quieren terminantemente que los curemos.
TOÑITA: ¡Hace falta ser impertinentes para pretender que los curen los señores medicos!
DIARREICUS: Nuestra unica obligacion es tratar a los enfermos como lo prescriben nuestros formularios.
ARGAN: (A Cleanto) Señor, haga cantar un poco a mi hija, para que amenice esta reunion. 
CLEANTO: Estoy a sus ordenes, señor. Y se me ocurre que podria, para entrener a los presentes, cantar con la señorita una escena de una obra estrenada hace poco. (Entregandole un papel a Angelica). Tome su partitura.
ANGELICA: ¿Yo?
CLEANTO:  (En voz alta , a todos) Lo que van a oir es solo un fragmento de prosa musicada que canta una pareja a la que su mutua pasion y la necesidad obligan a improvisar lo que desean decirse.
ARGAN: Los escuchamos.
CLEANTO:, (Cantando):
Bella Filis, no me hagais sufrir mas;
(Hablando tipo Opera)                  
rompamos este silencio cruel y abridme vuestro corazon...
ANGELICA:              Vos me veis, muda y afligida


Pues mi padre, quiere sea de otro...
CLEANTO:               Miro al Cielo, y espero un milagro
DUO:                         Para que cambie de opinion
CLEANTO:                ¡Bella Filis, dime que me amas!
ANGELICA:              Sere tuya, tuya o de la muerte
DUO:              Amor mio lucharemos juntos.
ANGELICA:              Bello Tirsis, oye mis suspiros
CLEANTO:               Mas tu padre noconsentira
Pues pretende darte otro marido
ANGELICA:              Sere tuya o me matare
CLEANTO:               Sera mia o se matara
Seras mia ya me lo has jurado
ANGELICA:              Sere tuya ya te lo he jurado
CLEANTO:               Sera mia ya me lo ha jurado
DUO:              (El) Sera mia o se matara
(Ella) Sere tuya o me matare
ANGELICA:              Sere tuya yo te lo prometo
CLEANTO:               Seras mia ya me lo has jurado
ANGELICA:              Lo he jurado, lo he jurado
Si...

ARGAN: ¿Y a todo esto que dice el padre? No. Basta ya. Su improvisacion escenica encierra un deplorable ejemplo.  Tirsis es un impertinente vanidoso, y Filis, una desvergonzada. (A Angelica) A ver, muestrame esa partitura. ¡Ah, ah! ¿Como es que no veo el texto que han cantado? Solo esta escrita la musica.
CLEANTO: ¿Acaso no sabe, señor, que recientemente se ha inventado un modo de transcribir tambien, con las simples notas, el texto?
ARGAN: No quiero discutir. Permitame le diga que maldita la falta que nos hacia escuchar su impertinente obrita. Retirese.
CLEANTO: (Saliendo) Crei, señor, que podria divertirlos.
ARGAN: Las necedades no pueden divertir nunca. ¡Ah! Ahi llega mi esposa.(Entra Belina) Amor mio; te presento al hijo del señor Diarreicus.
TOMAS: Señora: con justicia ha querido el  Cielo otorgarle el noble titulo de madre.
BELINA: Encantada de haber llegado a tiempo para tener el honor de conocerlo.
TOMAS: ... ya que veo en vuestro rostro...si, en ... vuestro rostro... Lo siento, señora, pero me ha interrumpido a mitad del parrafo y he perdido el hilo del discurso.
DIARRICUS: Dejalo, hijo mio, para otra ocasion.
ARGAN: (A su mujer) Me habria gustado que no hubieras tardado tanto en venir.
TOÑITA: Ah, si, señora! La que se ha perdido por no haber estado aqui!
ARGAN: (A Angelica) Vamos, hija mia, ofrece tu mano al señor y prometele la fidelidad que debes a quien a sera tu esposo.
ANGELICA: Padre mio!
ARGAN: ¿A que viene esa exclamacion? ¿Que quieres decir con ese "padre mio"?
ANGELICA: No precipites tanto las cosas, te lo ruego. Danos, al menos, tiempo para conocernos y para sentir como nace, entre el señor y yo, esa mutua inclinacion, imprescindible para lograr una union perfecta.


TOMAS: En lo que me atañe, puedo decirle, senorita, que esa inclinacion ya ha nacido en mi y no necesito, pues, esperar.
ANGELICA: Si Ud es tan subito en sus sentimientos, a mi no me sucede igual, y debo confesarle, con franqueza, que sus meritos, no han cautivado, todavia, suficientemente mi corazon.
ARGAN: Bueno, bueno. Eso ya llegara cuando esten casados.
ANGELICA: ¡Por favor, padre mio, concedame, algun tiempo! El matrimonio es un lazo con el que no debe ligarse por la fuerza a nadie y si este señor es un caballero no puede aceptar, de ningun modo, a una persona que le perteneceria solo  por la violencia ejercida sobre ella.
TOMAS: Nego consequentium, señorita. Se puede ser un perfecto caballero y aceptar su mano, que me ofrece su señor padre.
ANGELICA: Mal medio el de querer forzar a alguien a que nos ame.
TOMAS: Los autores de la antigüedad nos dicen que se acostumbraba raptar, de la casa paterna, a las jovenes que iban a desposarse, para que asi no pareciese que se casaban voluntariamente.
ANGELICA: Los antiguos, señor, eran los antiguos, pero nostros somos gentes de nuestro tiempo. Hoy dia, las mujeres sabemos perfectamente cuando un casamiento nos agrada y, para llevarlo a efecto, no es menester simulacro ni coaccion algunos, Tenga, pues, señor, un poco de paciencia, ya que si me ama, como dices, le debe ser grato complacerme.
TOMAS: Asi es, señorita, pero siempre y cuando sus deseos no se opongan a los naturales impulsos de mi amor.
ANGELICA: La mejor prueba de amor es justamente acatar los deseos del ser amado.
TOMAS: Distinguo, señorita. En lo que no afecta a la posesion, concedo; pero en lo que si la afecta, nego.
TOÑITA: (A Angelica)  Por muchos razonamientos que exponga, perdera su tiempo. El señor acaba de salir de las aulas y tendra siempre a punto una docta replica. ¿Para que, pues, resistirse tanto  al honor de unirse con un ilustre representante de nuestra gloriosa Facultad?
BELINA: Quiza suceda que Angelica sienta otra inclinacion.
ANGELICA: Si la sintiera, puede estar segura de que nada habria en ella que fuera en menoscabo de la razon ni de mi honestidad.
ARGAN:¡ Vamos! De segur asi, acabarian convirtiendome en un  pelele cuya voluntad no cuenta.
BELINA: Nada de eso. Pero, en tu lugar no la obligaria a casarse. Es otra cosa lo que yo haria.
ANGELICA: Entiendo, señora, lo que sugiere y  le agradezco, su interes por mi. Pero sus consejos no concordarian, tal vez, con mis deseos y no podria segurilos, como, al parecer, lo espera.
BELINA: Si fuera asi, seria porque, hoy dia, las jovenes tan juiciosas y tan recatadas como tu se burlan del respeto y de la obediencia que deben a sus padres. Antaño no sucedia asi.
ANGELICA: Los deberes de una hija tambien tienen su limite, señora, y ni siquiera la razon ni las leyes pueden pretender regularlo todo.
BELINA: Dicho en otras palabras: apruebas el matrimonio, pero siempre que seas tu la que elijas el esposo.


ANGELICA: Si mi padre no me permite elegirlo, debo rogarle que, al menos, no me oblgue a casarme con alguien a quien no podria amar.
ARGAN: (A Diarreicus y su hijo)  Señores, excusen lo que estan oyendo.
ANGELICA: (A Belina) Cada cual tiene sus motivos para casarse.Por mi parte, deseo un marido al que pueda amar con todo mi corazon. Y, como pretendo, ademas, sentirme ligada a el toda mi vida, me parece razonable mostrar ciertas prevenciones. Se tambien, señora, que otras hacen del matrimonio una mera cuestion de intereses; que se casan tan solo para tener derecho a una viudez, para enriquecerse con la muerte de su conyuge, y que por eso pueden pasar, sin escrupulos, de un marido a otro, a la espera solo de heredar sus bienes.
BELINA: Me gustaria saber que es lo que has querido decir con todo ese discurso.
ANGELICA: Y que podria querer decir, sino lo que he dicho?
BELINA: A veces, te muestras tan necia, querida, que resultas insoportable.
ANGELICA: Ya se, señora, que deseas obligarme a responderle alguna impertinencia, pero puedes estar segura de que no te dare ese gusto.
BELINA: No he visto nunca insolencia semejante a la tuya.
ANGELICA: Tiene razon, señora, asi es.
BELINA: Tu ridiculo orgullo y tu impertinente presuncion hacen que todo el mundo te juzgue como mereces.
ANGELICA: Todo cuanto me diga no le servira de nada. Obrare con sensatez, mal que le pese. Y, para que vaya perdiendo la esperanza de poder convencerme, la libro de mi presencia.
ARGAN: (A Angelica, que abandona la estancia) Escucha; solo tienes dos alternativas: o casarte, dentro de cuatro dias, con este señor, o ingresar a un convento. (Sale Angelica, sin responder nada. A su mujer) No te inquietes. Yo sabre hacerle entrar en razon.
BELINA: Siento tener que dejarte, hijito; pero tengo un asunto que tratar y es preciso que me vaya. Espero regresar pronto.
ARGAN: Ve, pues, amor mio; y no te olvides de pasar por casa del notario, para que diligencie, todo lo posible, lo que ya sabes.
BELINA: Hasta luego, queridito.
ARGAN: Hasta luego, cielo. (Vase Belina)
DIARREICUS: Me parece que ha llegado el momento de despedirnos.
ARGAN: Le ruego, señor, que, antes de hacerlo, me diga como me encuentro.
DIARREICUS: (Tomando el pulso a Argan) Toma, hijo mio, la otra muñeca del señor y veamos si sabes emitir un diagnostico certero sobre su pulso. ¿Quid dicis?
TOMAS: Dico, que el puslo del señor es el de un hombre que no se encuentra nada bien.
DIARREICUS: Perfectamente.
TOMAS: Que es el “duriusculo”, por no decir duro, a secas.
DIARREICUS: Exactamente.
TOMAS: Y un tanto repelente.
DIARREICUS: Bene.
TOMAS: Y hasta un poco “capricante”.
DIARREICUS: Optime.
TOMAS: Todo lo cual produce una alteracion del parenquima esplenico, que afecta al bazo.


DIARREICUS: ¡Esplendido!
ARGAN: Creo que se equivocan; el doctor Purgon me ha dicho que lo que tengo enfermo es el higado.
DIARREICUS: Bueno, si; al hablar del parenquima nos referimos a uno y otro organo, dada la estrecha relacion en que los mantienen el “vaso breve” del piloro y tambien, muy a menudo, los coledocos. Sin duda, el doctor Purgon le habra prescrito comer alimentos crudos.
ARGAN: No; al contrario, solo alimentos cocidos.
DIARREICUS: Bueno, si; asado o cocido, viene a ser la misma cosa. Sus prescripciones son muy atinadas y no podria estar en mejores manos.
ARGAN: ¿Quiere decirme, señor, cuantros granos de sal hay que ponerle a un huevo?
DIARREICUS: Seis, u ocho, o diez, pero siempre numero par; en cambio, en los medicamentos, las dosis siempre en numeros impares.
ARGAN: Entendido. Te lo agradezco mucho. Hasta pronto, señores. (Vanse Diarreicus y su hijo).
BELINA: (Entrando) Antes de irme, he querido informarte de algo sobre lo que debes extremar tu cuidado. Al pasar junto al dormitorio de Angelica, la he visto en compañia de un joven, que al divisarme ha salido corriendo.
ARGAN: ¿Un joven con mi hija y en su alcoba?
BELINA: Si; Luisita los acompañaba y puede confirmartelo.
ARGAN: Enviame en seguida a Luisita, amor mio. ¡Ah, la desvergonzada! (Solo ya)  ¡Ahora comprendo su resistencia a obedecerme!
LUISITA: ¿Que quieres, papa? Mi madrastra me ha dicho que viniera a verte.
ARGAN: Si; acercate, levanta los ojos y mirame. ¿Entendido?
LUSITA: ¿Asi, papa?
ARGAN: Asi.
LUISITA: ¿Y ahora que?
ARGAN: ¿No tienes nada que contarme?
LUISTA: Si quieres que te entretenga puedo contarte el cuento de Piel de Asno , o la fabula El cuervo y la zorra , que acaban de enseñarmela.
ARGAN: No es eso lo quiero saber.
LUISITA: ¿Y que es entonces?
ARGAN: ¡Ah, pilluela! Ya sabes a lo que me refiero.
LUISITA: No, papa, no se nada.
ARGAN: ¿Es asi como obedeces a tu padre?
LUISITA: No comprendo.
ARGAN: ¿No te habia encargado yo que vinieras en seguida a contarme todo lo que vieses?
LUISITA: Si, papa.
ARGAN: ¿Y lo vas a hacer?
LUISITA: Claro que si, papa. Ya se que me has llamado para que os diga lo he visto.
ARGAN: ¿Y hoy no has visto nada?
LUISTA: Nada, papa.
ARGAN: ¿No?
LUISITA: No.
ARGAN: ¿Seguro?


LUISTA: Seguro.
ARGAN: Bien; entonces voy a hacerte ver algo.
LUISITA: (Asustada al ver a su padre tomar unas disciplinas) ¡Ay, eso no, papa!
ARGAN: ¡Ay, tunantuela! ¿conque no has querido decirme que has visto a un hombre en la alcoba de tu hermana?
LUISITA: (Llorando) ¡Papito!
ARGAN: (Tomando por el brazo a su hija) ¡Ya te enseñare yo a mentir!
LUISITA: (Arrodillandose) ¡Perdonadme, papaito! Angelica me hizo prometer que no os diria nada, pero voy a contartelo todo.
ARGAN: Primero te voy a dar unos cuantos azotes por haber mentido.
LUISITA: Perdon, papa.
ARGAN: No te lo mereces.
LUISITA: ¡Papaito, no me azotes!
ARGAN: Voy a hacerlo.
LUISITA: ¡No, papa, por favor!
ARGAN: (Tratando de azotarle) ¡Que si, te digo!
LUISITA: ¡Ah, papa, me has herido! Mira como me muero. (Se hace la muerta)
ARGAN: Vamos, no juegues. ¡Oh, Dios mio! ¿Que he hecho? ¡Luisita! ¡Luisita! ¿Que te sucede, hija mia? ¡Ay, desdichado de mi! ¡He matado a mi pobre hijita! ¡Ah, hijita mia! ¡Mi pobre Luisita!
LUISITA: Aun no estoy muerta del todo.
ARGAN: ¡Ah, la muy ladina! Bueno te perdono por esta vez, pero has de contarmelo todo.
LUISITA: Si, papa.
ARGAN: Y anda con cuidado, porque mi meñique, que lo sabe todo, me dira si mientes.
LUISITA: Pero no le digas que he sido yo la que te lo he contado.
ARGAN: No le dire nada.
LUISITA: (Tras cerciorarse de que nadie la escucha) Pues, si, un hombre ha venido a la alcoba de Angelica, cuando yo estaba alli.
ARGAN: ¿Y que mas?
LUISITA: Yo le he preguntado que queria y me ha dicho que era el maestro de canto.
ARGAN: (Aparte) ¡Ah, si! ¡Esta claro el asunto!  (A Luisita) ¿Y que mas paso?
LUISITA: Entonces llego Angelica.
ARGAN: ¿Y que sucedio?
LUISITA: Ella le dijo: “¡Marchate, marchate de aqui, te lo ruego! ¡No me comprometas mas de lo que ya estoy!”
ARGAN: Bien, continua.
LUISITA: El no queria marcharse.
ARGAN: ¿Y que es lo que decia a tu hermana?
LUISITA: Le decia un monton de cosas.
ARGAN: ¿Que cosas?
LUISITA: Le decia esto y aquello; que la amaba mucho y que era la mas bella del mundo.
ARGAN: ¿Y despues?
LUISITA: Despues se arrodillo ante ella.
ARGAN: ¿Y despues?


LUISITA: Despues le beso las manos.
ARGAN: ¿Y despues?
LUISITA: Despues... paso ante la puerta mi madrastra y entonces el huyo.
ARGAN: ¿Y no paso nada mas?
LUISITA: No, papa.
ARGAN: Mira, mi meñique me murmura algo. (Metiendose el dedo en el oido y fingiendo hablar con el). ¿Eh? ¡Ah, ah! ¿Si? ¡Oh, oh! (A su hija) En efecto, mi meñique me ha dicho que tu has visto otras cosas, pero que no quieres contarmelas.
LUISITA: ¡Ah, papa! Tu meñique es un embustero.
ARGAN: ¡Cuidadito con lo que dices!
LUISITA: Te he dicho la verdad, papa. No creas a tu meñique. Te ha mentido.
ARGAN: Bueno, bueno. Ya lo sabre. Vete ahora y fijate bien en todo. ¡Marchate! (Solo de nuevo) ¡Vaya con las criaturas! ¡Y cuantos quebraderos de cabeza! No me dejan tiempo para preocuparme de mi enfermedad. (Dejandose caer en una silla) ¡Y la verdad es, Dios mio, que no puedo mas!


T E R C E R   A C T O

(Entra Beralda acompañada de Toñita)
BERALDA: ¡Hola, hermano! ¿Como te encontras?
ARGAN: Muy mal, hermana, muy mal.
BERALDA: ¿Muy mal?
ARGAN: Si; no puedes imaginarte lo debil que me siento.
BERALDA: Lo lamento, porque debe de resultar muy molesto.
ARGAN: No tengo siquiera fuerza para hablar.
BERALDA: Venia, hermano, a proponerte un buen partido para mi sobrina Angelica.
ARGAN: (Exaltandose y levantandose bruscamente) ¡No ha hables de esa bribona! Es una desvergonzada, a la que voy a meter, antes de cuarenta y ocho horas, en un convento.        
BERALDA: ¡Ah! Eso me parece muy bien. Me congratulo, hermano, de ver que has recobrado, tus energias y de que mi visita parece haberte reanimado. ¡Tomemos algo! ¡Prueba esto! (Ambos beben). ¿No vale esto por todos tus purgantes?
TOÑITA: ¡Oh, no! Un buen purgante es lo mejor del mundo.
BERALDA: Y ahora, hermano, podemos hablar a solas un ratito, si te place.
ARGAN: Si; pero tendras que esperar un momento. Volvere en seguida. (Sale)
TOÑITA: Señora, no abandone a su sobrina.
BERALDA: Hare cuanto pueda para que se cumplan sus deseos.
TOÑITA: Hay que impedir a toda costa esa extravagante boda que al señor se le ha antojado. He ideado un treta que puede servirnos.
BERALDA: ¿Y que treta es esa?
TOÑITA: No sera, tal vez, muy sensata, pero confio en que tenga exito. Permita que me ocupe de esto y haga, por tu parte, cuanto pueda. Ahi vuelve el señor.
BERALDA: Ante todo, hermano mio, te ruego que no te acalore mientras conversamos.
ARGAN: Te lo prometo.


BERALDA: Asi, podremos hablar razonablemente, sin apasionamiento, de los asuntos que debemos tratar.
ARGAN: ¡Cuanto, preambulo, Dios mio!
BERALDA: Al grano, entonces. ¿Como es posible que hayas decido meter a Angelica en un convento?
ARAGAN: Muy sencillo. Porque siendo yo el cabeza de familia, puedo hacer lo que se me antoje.
BERALDA: Tu esposa no se cansa de aconsejarte que te desprendas asi de tus dos hijas; y como la conozco, no dudo que, dado su espiritu piadoso, le encantaria, en efecto, verlas convertidas en dos buenas religiosas.
ARGAN: ¡Ah, ya estamos con el tema de siempre! ¡Ya salio a relucir mi pobre mujer! Si, ya se que ella es siempre la culpable de todo y que nadie la puede ver.
BERALDA: Hermano,  ¿por que quieres casarla con el hijo de un medico?
ARGAN: Para tener el yerno que necesito.
BERALDA: Pero el que has elegido no le conviene a Angelica. Se de alguien que es un partido mas ventajoso para ella.
ARGAN: No lo dudo, pero el que yo he elegido, hermano, es el mas ventajoso para mi.
BERALDA: Dime: ese marido, ¿es para ella o para ti?
ARGAN: Lo es para ella, pero  tambien sera util para mi. Quiero contar, en mi familia, con las personas que necesito.
BERALDA: Entonces, si Luisita estuviese ya en edad de desposarse, la casarias con el boticario.
ARGAN: ¡Que buena idea! No se me habia ocurrido.
BERALDA: ¿Es posible que medicos y boticarios te hayan sorbido, hasta ese punto, el seso, para empeñarte en creerte enfermo.
ARGAN: No te entiendo.
BERALDA: Quiero decir que no conozco hombre menos enfermo que tu. Y la mejor prueba es que, pese a tantos cuidados innecesarios y a todos los potingues que te hacen tomar, todavia no has conseguido quebrantar tu salud.
ARGAN:Si yo dejara de tomarlas, en tres dias moriria.  
BERALDA: Si no pones coto a su tirania, te seguira cuidando tanto que pronto te enviara al otro mundo.
ARGAN: ¿Es que no creeis en la Medicina?
BERALDA: No veo que sea preciso creer en ella para estar sano.
ARGAN: ¡Como! ¿No teneis por verdadera una cosa reconocida por todo el mundo? Entonces, a vuestro parecer, los medicos no saben nada de medicina.
BERALDA: Saben muchas cosas. Saben hablar en pomposo latin y designar, en griego, los nombres de todas las enfermedades, definirlas y clasificarlas. Ahora bien, en lo tocante al modo de curarlas, de eso no saben absolutamente nada.
ARGAN: Existen personas tan sensatas y tan experiementados como tu, y vemos, cada dia, que cuando se sienten enfermas, recurren a los medicos.
BERALDA: Eso prueba, en todo caso, la flaqueza humana, pero no la verdad de la medicina.
ARGAN: Al menos, no dudaras de que los medicos creen en la verdad de su arte, ya que, cuando enferman, se tratan a si mismos.


BERALDA: Tu doctor Purgon, por ejemplo, es un hombre que cree mas en sus formularios medicos que todas las demostraciones matematicas, y al que le pareceria un delito poner, un solo momento, en tela de juicio sus convicciones. Nada, en la Medicina, le parece oscuro, discutible o arriesgado. Administra a troche y moche purgantes, lavativas y sangrias, sin pararse un segundo a pensar en las consecuencias. Con la mejor buena fe del mundo, acabara con vos, como lo ha hecho ya con su mujer y con sus propios hijos, y como, de creerse enfermo el tambien, lo haria consigo mismo.
ARGAN: La verdad es que no puedes disimular la animadversion que te inspira. Pero dime entones: ¿que es lo debe hacer uno cuando se siente enfermo?
BERALDA: Nada, hermano mio.
ARGAN: ¿Nada?
BERALDA: Nada. Tan solo guardar reposo. Si se la deja obrar, la naturaleza es tan sabia que ella misma arregla los trastornos que ocasiona. Pero nuestra inquietud y nuestra impaciencia lo echan todo a perder. La mayoria de los hombres no mueren como consecuencia de sus enfermedades sino de los remedios que se les administran.
ARGAN: Mas convendras conmigo en que, al menos en ciertos casos, esos remedios pueden ayudar a la naturaleza. ¿O debo entender, pues, que toda la ciencia del hombre esta encerrada en vuestra cabeza, ya que pretendes saber mas que todos los grandes medicos que han existido y existen?
BERALDA: ¡Tus grandes medicos...!Cuando hablan, pueden parecer los hombres mas sabios y diestros del mundo; pero viendoles obrar, es facil darse cuenta de cuan ignorantes son.
ARGAN: Me gustaria que estuviera presente aqui alguno de esos pobres ignorantes, para que rebatiera tus razonamientos y te bajara un pocos los humos.
BERALDA: Cada cual puede, por cuenta y riesgo, creer en lo que le plazca. Solo he pretendido sacarte de tu error; y, para aleccionarte un poco mas sobre este mismo tema, me gustaria llevarte al teatro a ver alguna de las comedias de Moliere.
ARGAN: Buen impertinente es ese Moliere, al escribir tales comedias. Me parece intolerableque trate de burlarse y de ridiculizar a gentes tan honorables como lo son los medicos.
BERALDA: No se burla de ellos, sino de cuanto de ridiculo hay en la Medicina.
ARGAN: ¿Y quien es el para permitirse criticar a la Medicina, y a llevar a la escena, para ridiculizarla, una profesion que todo el mundo respeta?  
BERALDA: ¿Y por que no puede ocuparse de esa profesion, como de cualquier otra?  A diario vemos aparecer sobre la escena, ridiculizados,  principes y reyes, y me parece que estos personajes son de tan buena cuna como los medicos.
ARGAN: Si yo fuera medico, ya sabria como vengarme de su impertinencia. Si el cayera enfermo, me negaria a atenderle, aunque me lo rogase de rodillas. Tan solo le diria: “ revienta, revienta de una vez; asi aprenderas a no burlarte de nuestra ilustre Facultad.
BERALDA: No creo que recurra nunca a ellos.
ARGAN: ¡Pues tanto peor para el, si renuncia a sus remedios!
BERALDA: Al parecer, tiene sus razones para ello. Afirma que, eso, solo pueden permitriselo las personas muy saludables y vigorosas, que tienen tantas energias como para resistir la enfemedad y los remedios; pero el pobre Moliere dice que sus escasas fuerzas solo le permiten soportar sus dolencias.
ARGAN: ¡Habrase visto razonamiento mas necio! Me revuelve la bilis y acabaras provocandome un arrechucho.


BERALDA: Cambiemos, pues, de conversacion y volvamos a lo de tu hija. Creo que porque se resista al enlace que le has buscado, no debes adoptar esa violenta resolucion de meterla en un convento. Me parece aconsejable tener un poco en cuenta sus sentimientos, porque un matrimonio no puede nunca resultar feliz si a una de las partes se la obliga a contraerlo.
TOÑITA: (Aparece Toñita, que lleva un frasco en la mano) El señor boticario le trae esto.
ARGAN: Disculpame un momento, hermana mia.
BERALDA: ¿Por que? ¿Que vas a hacer?
ARGAN: Ponerme, con tu permiso, esa pequeña lavativa que me trajo el señor boticario.
BERALDA: ¿Te burlas de mi? ¿Es que no puedes permanecer, un solo momento, sin tus lavativas y tus potingues? Devuelvelo, Toñita.
ARGAN: Bien se ve, hermana, que eres una persona sana.
BERALDA: ¿Eres capaz de decirme siquiera cual es tu dolencia?
ARGAN: ¡Me exasperais! ¡Ah, ¿que dira el doctor Purgon cuando se entere?
Entra el Dr. Purgon.
PURGON:  Acabo de encontrame con el señor boticario, que me ha informado de lo ocurrido. Al parecer, en esta casa se rien de mis prescripciones y se os impide administraros el remedio que os ordene. Me sorprende ese atrevimiento y esa rebeldia de un enfermo contra su medico. ¡Precisamente un remedio que habia tenido yo mismo el placer de preparar con mis propias manos!  ¡Y despreciarmelo de ese modo! Es algo inaudito. Un autentico ultraje a la Medicina.  Un verdadero crimen de lesa Facultad, para el que no hay suficiente castigo.  Sabed que rompo mis relacioes con vos y que,  para terminar con todo lazo entre nosotros, rompo tambien la donacion que hacia yo a mi sobrino, en favor de el y de vuestra hija. (Rompe, en efecto, el documento y arroja, furioso, los pedazos) ¡Despreciar mi lavativa!: Ordenad que me la traigan y me la pondre inmediatamente.  Os habria limpiado todo vuestro interior, al haceros evacuar los malos humores. Considerando que no habeis querido que os curara con mis propias manos, y considerando que habeis hecho caso omiso de mis prescripciones, faltando a la obediencia que un enfermo debe a su medico, os abandono desde este momento, para que seais victima de vuestra mala constitucion, de vuestras deficiencias vicerales, de la corrupcion de vuestra sangre, de la acidez de vuestra bilis, dela feculancia de vuestros humores..., y dictamino que no antes de cuatro dias, no sereis ya un enfermo curable... Sereis presa de la bradipepsia...,
de la bradipepsia... y tambien de la dispepsia...,  Y, tras la dispepsia, vendra la apepsia..., y, tras la apepsia, la disenteria... y, tras la disenteria, la lienteria... y, tras la lieteria, la hidropesia...  y, tras la hidropesia, ya no os quedara otro remedio que moriros, final al que os habra conducido vuestra insensatez. (Vase el doctor Purgon)
ARGAN: ¡Ah, Dios mio! ¡Soy hombre muerto! Hemana, has sido mi pedicion.
BERALDA: ¿Que necedades son esas?
ARGAN: No puedo mas. Siento ya, dentro de mi cuerpo, como la Medicina empieza a vengarse.
BERALDA: Pareces un loco. Y no quisiera que viera nadie como te comportas. Vamos, recobrate y no te dejes dominar asi por tu imaginacion.
ARGAN: Ya habeis escuchado enumerar todas las terribles enfermedades que van a hacerme su victima.


BERALDA: No he visto nadie mas candido que vos.
ARGAN: Y que, antes de cuatro dias, sere ya un enfermo incurable.
BERALDA: ¿Es que acaso ha hablado un oraculo? De creerte, pareceria que el doctor Purgon tiene en sus manos tu vida, y que, con su suprema autoridad, puede alargartela o abreviartela a su antojo. Piensa, mas juiciosamente, que tu vida depende de tu propia naturaleza, y que toda la colera y todas las amenazas del doctor Purgon son tan impotentes para hacerte morir, como sus remedios para hacer que vivas un solo dia mas de los que Dios te tenga reservados. Se te presenta ahora una buena oportunidad para liberarte de todos los medicos. Y, si nacistes condenado a no saber prescindir de ellos, facil sera encontrar otro con el cual, al menos, no corras tantos riesgos.
ARGAN: ¡Ah, hermana mio! El doctor Purgon conoce al dedillo mi naturaleza y mis males, y sabe como hay que tratarme.
BERALDO: Debo decirte que estas lleno de temores infundados y que todo lo ves de la mas absurda manera.
TOÑITA: (Entrando a Argan) Señor, ha venido un medico que desea verlo.
ARGAN: ¿Que medico?
TOÑITA: Un medico... de la Medicina.
ARGAN: Si, naturalmente. Pero lo que te pregunto es quien es.
TOÑITA: No lo conozco; pero se parece a mi como se parecen dos gotas de agua; de no estar tan segura de que mi madre fue una mujer muy decente, aseguraria que era un hermanito que me habia dado despues de quedar viuda de mi padre.
ARGAN: Bueno, hazle pasar. (Sale Toñita).
BERALDA: Pronto han sido satisfechos tus deseos. Si un medico te ha abandonado, otro se te presenta.
ARGAN: Mucho me temo, hermana, que me hayas causado un daño irreparable.
BERALDA: ¡Como! ¿Vas a reanudar tus absurdas recriminaciones?
ARGAN: ¿Y que quieres que haga? Ya ves como me amenazan todas esas enfermedades que no conozco, todos esos...
TOÑITA: (Vestida a la usanza de los medicos de la epoca) Señor: permitame que haya venido a visitarle y a ofrecerle mis servicios para cuantas purgas y sangrias pueda necesitar.
ARGAN: Se lo agradezco mucho, señor. (A Beralda) La verdad que parece la mismisima Toñita.
TOÑITA: Excuseme un instante, señor. He olvidado dar un encargo a mi criado, que me aguarda ahi fuera. Enseguida vuelvo. (Sale).
ARGAN: ¿No dirias, hermana, que es, en efecto, Toñita?
BERALDA: El parecido es verdaderamente asombroso. Pero no es la primera vez que se ha visto una cosa asi. La Historia nos presenta numerosos ejemplos de estos caprichos de la Naturaleza.
ARGAN: Tambien a mi me asombra y...
TOÑITA: ¿Que desea, señor?
ARGAN: ¿Como?
TOÑITA: ¿Es que no me ha llamado?
ARGAN: ¿Yo? No.
TOÑITA: Entonces deben haberme engañado las orejas.


ARGAN: No importa. Quedate aqui un momento, para que podamos ver mejor como, en efecto, se te parece ese medico.
TOÑITA: ¡En eso estoy pensando! ¡Con todo lo que tengo que hacer! Y, ademas, yo ya le he visto lo suficiente. (Sale).
ARGAN: De no haberlos visto a los dos, creeria que se trata de una misma persona.
BERALDA: He sabido de parecidos, tan increibles como este, que han engañado a todo el mundo.
ARGAN: Tambien yo me habria engañado es este caso, porque hubiera jurado que se trataba de una misma persona.
TOÑITA: (Nuevamente vestida de medico) Señor, le ruego perdone la libertad que me he tomado.
ARGAN: (En voz baja, a Beralda) Es lo mas asombroso que he visto.
TOÑITA: Espero que no tome a mal la curiosidad que he sentido por conocer a un enfermo tan insigne como Ud y del que todo el mundo habla.
ARGAN: Soy su servidor, señor.
TOÑITA: Observo, caballero, que me mira con curiosidad. Digame francamente:        ¿que edad me daria?
ARGAN: Creo que, a lo sumo, debe tener veintiseis o veintisiete años.
TOÑITA: ¡Ja, ja, ja! He cumplido ya noventa, señor.
ARGAN: ¿Noventa?
TOÑITA: Si; Ud mismo puede, pues, comprobar la eficacia de mis secretos profesionales. Gracias a ellos me conservo todavia tan joven y vigoroso.
ARGAN: A fe mia, jamas vi un hombre de noventa años tan joven y apuesto.
TOÑITA: Soy un medico viajero que voy, de pais en pais y de ciudad en ciudad, buscando enfermos que ofrezcan particular interes y que esten dispuestos a beneficiarse de los grandes descubrimientos que he hecho en Medicina.
Solo me interesan las enfermedades importantes: buenas fiebres persistentes y con trastornos cerebrales, buenas hidropesias, ya muy desarrolladas, y buenas pleuresias acompañadas de graves infecciones pectorales. Esas son las enfermedades que me gustan y sobre las cuales tirunfo siempre. Por eso me gustaria, señor, que se encontrara ya desahuciado por todos los medicos, en estado desesperado, en la agonia misma, para poder demostrarle la excelencia de mis tratamientos y remedios y mi deseo de serle util.
ARGAN: Le agradezco infinitamente, señor, sus bondades.
TOÑITA: Permitame que le tome el pulso. Veamos. No late como es debido, pero yo le hare recobrar su ritmo. Digame: ¿quien es su medico?
ARGAN: El doctor Purgon.
TOÑITA: Ese nombre no lo tengo anotado en mi lista de los mejores medicos. ¿Cual es su enfermedad, a su criterio?
ARGAN: Dice que padezco del bazo, pero otros aseguran que es el higado la causa de mis males.
TOÑITA: Son todos unos solemnes ignorantes. Son sus pulmones los que estan enfermos.
ARGAN: ¿Los pulmones?
TOÑITA: Si. ¿Que es lo que siente?
ARGAN: De cuando en cuando, dolores de cabeza.
TOÑITA: Exactamente. Y el causante es su pulmon.
ARGAN: A veces, me parece tener un velo ante los ojos.


TOÑITA: El pulmon.
ARGAN: En ciertas ocasiones, siendo tambien como unos pinchazos en el corazon.
TOÑITA: El pulmon.
ARGAN: Y, con frecuencia, sufro igualmente dolores en el vientre, como cuando se tienen un colico.
TOÑITA: El pulmon. ¿Y comera tambien con buen apetito?
ARGAN: Si, señor.
TOÑITA: El pulmon. Despues de las comidas, ¿siente un poco de sueño y le agrada echar unas cabezadas?
ARGAN: Si, señor.
TOÑITA: El pulmon. El pulmon es el culpable de todo. ¿Que le ha prescrito, como alimentacion, su medico?
ARGAN: Sopas...
TOÑITA: ¡Que ignorante!
ARGAN: ... aves...
TOÑITA: ¡El ignorante!
ARGAN: ... ternera...
TOÑITA: ¡El ignorante!
ARGAN: ... huevos frescos...
TOÑITA: ¡El ignorante!
ARGAN: ... y por las noches, ciruelas pasas, para regular el vientre...
TOÑITA: ¡El ignorante!
ARGAN: ... pero, sobre todo, que bebe el vino muy aguado.
TOÑITA: Ignorantus, ignoranta, ignorantum. Debe beber vino puro. Y, para espesar su sangre, que es en exceso fluida, debe comer buenas chuletas de vaca y de cerdo, buen queso de Holanda, arroz, castañas y toda clase de pastas, para aglutinarlo todo. Su medico es un asno. Yo le enviare uno de mi confianza y vendre a verle, regularmente, hasta que deba marcharme de aqui.
ARGAN: No se como agradecerselo.
TOÑITA: Digame: ¿que diablos hace con ese brazo?
ARGAN: ¿Como?
TOÑITA: En su lugar, haria que me lo cortasen sin demora.
ARGAN: ¿Y por que?
TOÑITA: ¿No ve que el acapara todo cuanto come, impidiendo al otro alimentarse tambien?
ARGAN: Pero... yo necesito este brazo.
TOÑITA: Tambien tiene un ojo derecho que yo, en su lugar, no vacilaria en hacermelo extraer.
ARGAN: ¿Hacerme... extraer un ojo?
TOÑITA: ¿Es que no ve que el se aprovecha del otro, robandole toda su parte de alimento? Creame, haga que se lo arranquen sin tardanza, y le aseguro que vera mas claro con el otro.
ARGAN: Si... pero eso no corre tanta prisa.
TOÑITA: Adios, señor. Lamento tener que marcharme ya, pero debo asistir a una importante consulta con respecto a un hombre fallecido ayer.
ARGAN: ¿Sobre un hombre que fallecio ya?
TOÑITA: Ciertamente. Se trata de dictaminar lo que habria debido hacerse para salvarle la vida. Hasta pronto.


ARGAN: Perdoname, señor, si no le acompaño hasta la puerta. Pero ya sabe que los enfermos... (Vase Toñita).
BERALDA: He aqui un medico que parece, realmente, muy habil y seguro de si mismo.
ARGAN: Cierto; pero demasiado tajante.
BERALDA: Los grandes medicos son siempre asi.
ARGAN: ¡Cortarme un brazo y hacerme sacar un ojo, para que el otro brazo y el otro ojo vayan mejor! Prefiero, la verdad,que no vayan tan bien. ¡Bonita operacion dejarme manco y tuerto!
TOÑITA: (Desde el umbral de la puerta, fingiendo que se dirige a alguien que se encuentra afuera) Vamos, marchese ya. No estoy para bromas. Servidora suya.
ARGAN: ¿Que sucede?
TOÑITA: Su medico, que se empeñaba en tomarme el pulso.
ARGAN: ¡Ah, el pillo! ¡A sus noventa años!
BERALDA: Bien, hermano, ¿no quieres que te hable ahora del partido que se le presenta a vuestra hija?
ARGAN: No; estoy decidido a meterla en un convento, ya que se opone a mi voluntad. Veo claramente que hay en esto un amorio de por medio.
BERALDA: ¿Hay algo censurable en ello? ¿Que es lo que puede ofenderte si se trata, como estoy seguro, de un deseo honesto, como es el de contraer matrimonio con la persona a quien ama?
ARGAN: Sea como fuere, estoy resuelto a que sea religiosa.
BERALDA: ¿Intentas que esa resolucion complacer a... alguien?
ARGAN: Te veo venir. Ya vuelves a mezclar a mi mujer es este asunto.
BERALDA: Ya que me obligas a habalrte sin tapujos, te dire que es, en efecto, a tu esposa a quien me refiero. Me preocupa verte tan sometido a sus antojos que mordes siempre todos los anzuelos que te tiende.
TOÑITA: ¡Ah, señora! No hable asi de la esposa del señor. Es una mujer intachable, sin dobles alguna, y que ama al señor, que lo ama, si, como... no es capaz de imaginarlo.
ARGAN: Que te cuente Toñita de que manera me mima Belina...
TOÑITA: Es verdad.
ARGAN: ... y como se preocupa por mi enfermedad...
TOÑITA: No tiene otro pensamiento.
ARGAN: ... los desvelos que se toma por mi y los cuidados que me prodiga.
TOÑITA: Asi es. (A Beralda). ¿Quiere que le demuestre hasta que punto la señora ama al señor? (A Argan) ¿Me permite, señor, que muestra a su hermana lo equivodada que esta y lo poco que conoce a la señora?
ARGAN: ¿Que es lo que quieres hacer?
TOÑITA: La señora va a volver en seguida. Tiendase, pues, en ese sillon y hagase el muerto. Asi vera su señora hermana, el dolor de su esposa al creerlo muerto.
ARGAN: Me parece muy buena idea.
TOÑITA: Pero no la deje demasiado tiempo sumida en su desesperacion, porque eso podria costarle la vida.
ARGAN: No te preocupes. Se lo que debo hacer.
TOÑITA: (A Beralda) Y usted, escondase ahora en ese rincon.
ARGAN: Escucha, Toñita: ¿no sera peligroso que me haga el muerto?


TOÑITA: Vamos, tumbese ahi. (En voz baja) Su hermano se merece una leccion ¡Ah! Ahi llega la señora. No respire siquiera.  (Fingiendo no haber visto a Belina) ¡Ay, Dios mio! ¡Que accidente! ¡Que terrible desgracia!
BELINA: ¿Que ocurre, Toñita?
TOÑITA: ¡Ah, señora!
BELINA: ¿Que pasa? Habla.
TOÑITA: El señor ha muerto.
BELINA: ¡Como! ¿Ha muerto mi marido?
TOÑITA: Si, señora. El pobre difunto ha fallecido.
BELINA: ¿Estas segura?
TOÑITA: Y tan segura. Pero nadie losabe aun. El pobre señor estaba a solas conmigo y ha muerto en mis brazos. Vealo tendido ahi.
BELINA: ¡Alabado sea Dios! Por fin, me veo libre de esta carga. Y tu, Toñita, ¿como puedes ser tan necia para afligirte por su muerte?
TOÑITA: Yo creia, señora, que mi deber era llorar.
BELINA: ¡Bah! ¡Valiente perdida! ¿Para que podria servir un ser asi? Un hombre fastidioso para todos, sucio, repugnante, siempre sus lavativas y con el vientre lleno de asquerosos potingues. Moqueando, tosiendo y escupiendo sin cesar. Cargante, sin el menor ingenio, aburrido como una ostra, siempre de mal humor y riñiendo, dia y noche, o todo el mundo.
TOÑITA: ¡Vaya una bonita oracion funebre la suya!
BELINA: Ya que, afortunadamente, nadie sabe aun lo ocurrido, ocultemos su muerte hasta que yo me haga de unos documentos y un dinero que el tenia escondidos. No es justo que haya yo pasado a su lado mis mejores años, soportandole tantes cosas desagradables, y que no saque ahora fruto de su muerte. Vamos, Toñita, saquemosle las llaves.
ARGAN: (Incorporandose subitamente) ¡Mas despacio, amiga mia!
BELINA: (Sobresaltada) ¡Ay!
ARGAN: Si, mi señora esposa. Y he visto lo mucho que me amas.
TOÑITA: ¡Milagro, milagro! ¡ El difunto esta vivo!
ARGAN: Celebro haber podido comprobar vuestro cariño y escuchar el sentido panegirico que me has dedicado. (Vase Belina)
BERALDA: Bien, hermano, ya lo has visto.
TOÑITA: Por mi fe, que jamas me lo hubiera imaginado.¡Ah! Oigo venir a la señorita. Vuelva a tumbarse, señor, y veremos asi como acoge ella su muerte. Es un buen recurso para que sepa lo siente por usted cada miembros de la familia. (Beralda se esconde de nuevo). (Fingiendo no reparar en la aparicion de Angelica) ¡Ay, Cielo! ¡Que desgracia! ¡Que dia tan desdichado!
ANGELICA: ¿Que te pasa, Toñita? ¿Por que lloras?
TOÑITA: Tu padre ha... muerto.
ANGELICA: ¿Que dices, Toñita? ¿Ha muerto mi pobre padre?
TOÑITA: Si; velo ahi. Le ha sobrevenido un desfallecimiento y acaba de morir.
ANGELICA: ¡Ah, Dio mio, que desgracia! ¡Que golpe tan cruel para mi! ¡Perder a mi padre, que era todo lo que me quedaba en este mundo! Y perderlo, para mayor dolor mio, cuando yo sabia que estaba enojado conmigo.
CLEANTO: ¿Que te pasa, mi adorada Angelica? ¿Por que lloras?


ANGELICA: Lloro porque he perdido lo mas querido y preciado que tenia en esta vida. Mi buen padre ha muerto.
CLEANTO: ¡Dios mio, que desgracia! ¡Que golpe tan inesperado! Justamente, despues de la peticion que rogue a tu tia le hiciese en mi nombre, venia yo ahora a ver a tu padre, para suplicarle respetuosamente que se dignara concederme tu mano.
ANGELICA: ¡Ah, Cleanto! No hablemos ya de eso. No pensemos mas en nuestro matrimonio. Habiendo perdido a mi padre, no quiero saber ya nada de este mundo y renuncio para siempre a el. (Volviendose hacia Argan, que continua tendido e inmovil) Si, padre mio; si, antes, me resisti a obedecerte, quiero al menos cumplir ahora uno de tus deseos y reparar asi el dolor que me reprocho haberte causado.
CLEANTO: ¡Oh, no! Ya no quiero vivir. ¡Un puñal, Toñita, un puñal!
ANGELICA: (Arrodillandose ante el) Le juro, padre mio, cumplir esta promesa, al abrazarle por ultima vez.
ARGAN: (Incorporandose y abrazando a su hija) ¡Hija mia querida!    
ANGELICA: (Atonita) ¡Ay!
ARGAN: No te asustes, hija mia, ya ves que no he muerto. Si, tu llevas mi sangre, me ha conmovido ver tu buen corazon. (Beralda sale ahora de su escondite)
ANGELICA: ¡Ah, que grata sorpresa! Y ahora, padre mio, puesto que el Cielo ha querido darme la felicidad de verle con vida, permitame que me arrodille ante Ud. para suplicarte algo. Si no quiere acceder a los sentimientos de mi corazon y me niega a Cleanto por esposo, le ruego que no me obligue a casarme con otro. Es la unica merced que le pido.
CLEANTO: (Arrodillandose tambien a los pies de Argan) Por favor, señor, dejase conmover por las suplicas de su hija y por las mias, y no se oponga a los tiernos sentimientos que nos unen.
BERLADA: ¿Sera posible, hermano mio, que te sigas oponiendo?
TOÑITA: ¡Ah, señor! ¿Puede permanecer insensible ante un amor asi?
ARGAN: Que el se haga medico, y accedere a que se casen. (A Cleanto) Si, hazte medico y te otorgare la mano de mi hija.
CLEANTO: Perfectamente, señor. Si solo depende de eso el poder convertirme en su yerno, con el mayor gusto me hara medico e incluso boticario, si lo desea. No hay nada que no este dispuesto a hacer para poder casarme con su encantadora hija.
BERALDA: Se me ocurre una idea, hermano mio. ¿Por que no te hace medico tu mismo? Seria mejor aun para ti, ya que asi no tendrias que depender de nadie y podrias cuidarte a tu gusto.
ARGAN: ¿Es que estoy acaso en edad de ponerme a estudiar?
BERALDA: Eres ya lo bastante sabio en la materia. Conozco muchos medicos que son mucho menos entendidos que tu.
ARGAN: Pero, para ser un buen medico, hay que hablar bien el latin, conocer a fondo las enfermedades y saber aplicarles los remedios pertinentes.
BERALDA: Simplemente con recibir la toga y el birrete de medico, sabras ya todo lo necesario. Y, despues, tu mismo te sentiras mas habil de lo que te imaginabas.
ARGAN: ¡Como! ¿Quieres decir que, tan solo por ponerse esa indumentaria, sabe uno ya como enfentarse con las enfermedades?
BERALDA: Si. Cuando se habla, investido de una toga y un birrete, todo galimatias es sapiencia pura y hasta la mayor necedades la razon misma.
CLEANTO: De todo modos, señor, estoy dispuesto a todo por complacerle.


BERLADA: (A Argan) ¿Accedes entonces a que llevemos a efecto, sin mas dilaciones, la idea que te he sugerido?
ARGAN: ¿Que quieres decir con ese “sin mas dilaciones”?
BERALDA: Que puedes hacerlo ahora mismo si quieres.
ARGAN: ¿Ahora mismo?
BERLADA: Si, y aqui, en tu casa.
ARGAN: ¿En mi casa?
BERALDA: ¿Por que no? Tengo amigos en la Facultad que vendran gustosamente a celebrar aqui la ceremonia de investidura. Y, ademas, lo haran gratuitamente.
ARGAN: Pero yo no sabre que decir ni que contestarles.
BERLADA: Ellos mismo te instruiran sobre el particular. Y te daran tambien, por escrito, cuanto debas decir. Vamos, ve a vestirte convenientemente, mientras yo envio a buscarlos.
ARGAN: Bueno, ya veremos lo que sale de todo esto. (Vase)
CLEANTO: (A Beralda) ¿Que se propone? ¿Que ha querido decir con eso de sus amigos de la Facultad?
TOÑITA: Si. Diganos, señora, lo que ha tramado.
BERALDA: Aprovechar esta ocasion para que nos distraigamos todos un poco. Unos actores han ideado un breve intermedio, cuyo asunto es la ceremonia de recepcion de un medico. Es un intermedio con bailes y musica. Todos nosotros podemos participar en el, y reservo para mi hermano el papel de protagonista.
ANGELICA: Pero, tia, eso es burlarse de la ingenuidad de mi padre.
BERALDA: No, sobrina, nos es burlarse de tu padre, sino acomodarse a sus caprichos. Ademas, todo esto quedara entre nosotros. Podemos, cada uno, elegir el personaje que prefiramos y, asi, sera como si representasemos la mascarada unos para otros. Estamos en Carnaval y la broma es, pues, oportuna. Vamos. Preparemonos todos en seguida.
CLEANTO: (A Angelica) ¿Consientes en ello?
ANGELICA: Puesto que se trata de una idea de mi tia, nada tengo ya que objetar.
   
NUMERO FINAL

TOÑITA: ¡Los señores de la Facultad de Medicina!
BUENAFE: Venimos con buenas nuevas.
ARGAN: ¿A que debo tal honor? Y a tan altas horas...
CORO: ¡Le nombramos doctor!
ARGAN: ¿A mi? ¿A mi? ¿Ami?
BERALDA Y ANGELICA: Usted todo lo sabe.
BUENAFE: Novus Doctor dignus est.
CORO: Dignus est.
TOMAS: A partir de hoy puede recetarse usted mismo.

BUENAFE:Novus Doctor usted puede.
TOÑITA Y BELINA: ¿Quien salva a su propio estomago?
ARGAN: El que come un puñado de esparragos.
BUENAFE: Novus Doctor. Digno señor Argan.
CORO: Digno señor.
TOMAS: Argan.


DIARREICUS Y PURGON: ¿Y por ejemplo? (Le hablan al oido)
ARGAN: Te la pescas y ocho años de purgacion.
CORO: ¡Bravo, bravo! Formidable respuesta.
BUENAFE: Es muy sabio.
CLEANTO: Es incisivo.
ANGELICA: Un cuchillo.
LUISITA Y CLEANTO: Y recibira el grado de:
CORO: ¡Bachiller y medico!
ARGAN: ¡Bailemos y cantemos
CORO: ¡Bravo!
ARGAN: Y si alguien lo necesita, to lo curare.
CORO: ¡Bravo, bravo, bravo!
ARGAN: Y llamen al notario para que mi alegria sea total, te casare, hija tan querida con este amable joven y me has de dar muchos nietos para alegrar los años venideros.
TOÑITA: ¡Brindemos, señor!
CORO: ¡Se ha curado!
ARGAN: Moliere deja la historia aca con el enfermo imaginario recibiendo en una mascarada de carnaval, la mala medicina de la burla a su ingenuidad. Perdonen nuestro atrevimiento, pero nosotros quisimos jugar otro final.


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