La dramaturga sajona Hroswitha fue canonesa de la Abadía de Gandesheim. Vivió y escribió durante el siglo X – nació hacia 935 y murió a fines de siglo –, un período de expansión cultural y política para Sajonia.
La Abadía de Gandersheim era un rico e independiente convento de monjas, favorecido por el Santo Imperio Romano; a cuya abadesa, Otón I permitió tener su propia corte, sus propios caballeros, le reconoció el derecho de acuñar moneda y de participar de las reuniones de la Dieta.
La Abadía contaba con suficiente dinero como para sufragar la realización de obras de arte, la construcción de edificios y la producción de manuscritos para la biblioteca. En el convento de Gandersheim sólo se admitían mujeres de la aristocracia, que tomaban votos como canonesas – a diferencia de las religiosas, las canonesas estaban sometidas a una observancia menos estricta de la regla, debían respetar sólo dos de los tres votos monásticos: la castidad y la obediencia; pero podían disponer de sus riquezas, de su servidumbre, recibir huéspedes y adquirir libros – lo que me permite inferir que Hroswitha pertenecía a la nobleza.
Igual que la mayoría de las mujeres de su época, Hroswitha hubiera tenido pocas posibilidades de desarrollarse intelectualmente fuera de un ámbito de contención y control como la vida del monasterio; sin embargo, gracias a su pertenencia de clase y a las libertades intelectuales que le ofrecía la Abadía – la poeta contaba en su biblioteca con autores clásicos y medievales: Horacio, Ovidio, Eustacio, Boecio, Beda, Terencio, Virgilio, la Vulgata y textos litúrgicos y hagiográficos, además de los Evangelios Apócrifos – pudo transformarse en la primera dramaturga de Europa, lo que no la excluyó del sentimiento de inseguridad e “inferioridad femenina” que caracteriza a la mayoría de las intelectuales y artistas de la historia:
“Yo no dudo que se me objetará por algunos, que la calidad de mis escritos es muy inferior y muy distinta de la de aquél a quien me propuse imitar – se refiere a Terencio, el poeta latino más leído y comentado de la época –. Estoy de acuerdo con ello, pero sin embargo les diré que no puedo ser en justicia acusada de haber intentado, abusivamente, de parangonarme con los que me aventajan en mucho por la sublimidad de su talento: yo no soy tan orgullosa que me atreva a compararme ni siquiera con los últimos discípulos de los autores antiguos; yo he tratado solamente, con suplicante devoción, y aunque mis aptitudes sean muy reducidas, de emplear en la Gloria del Dador, el poco ingenio que de él he recibido…”
(en Rivera Garretás, página 23).
Sin embargo, también podemos encontrar, en el prólogo a sus diálogos dramáticos, cierto orgullo por la calidad y la segura transmisión de su obra:
“Si, para algunos resulta agradable mi devoción, yo me alegraré, pero si a causa de mi torpeza o de la incorrección del lenguaje, no gusta a nadie, yo, con todo, estaré satisfecha de lo que hice; pues mientras en otras producciones mi ignorancia ha cultivado el género heroico, ahora he compuesto una serie de escenas dramáticas en las que he rehuido los perniciosos deleites de los paganos” (Id)
La obra de Hroswitha se compone de cuatro libros. El primero es un ciclo de ocho leyendas sagradas, que narran vidas de santos y mártires con el objetivo de mostrar, a través de ejemplos edificantes y didácticos, las bondades de llevar una vida a imitación de Cristo y la Virgen. El segundo libro se compone de seis obras dramáticas o diálogos dramáticos – a los que me referiré en este trabajo –. El tercero es una biografía épica del emperador Otón el Grande; y el último, un poema sobre los orígenes de Gandersheim. Tanto en los poemas hagiográficos como en los diálogos dramáticos, Hroswitha exalta la elevación espiritual de los cristianos a través del relato de sus vidas y martirios. En su mayoría, las protagonistas de sus obras son las mujeres – castas, mártires y vírgenes, abusadas, amenazadas, torturadas –, que precisamente hacen de la debilidad de su género, su fortaleza. Retomando su inspiración terenciana, Hroswitha explica:
“Por eso, mientras otros cultivan su lectura; yo, la voz que resuena en Gandersheim – en dialecto sajón “hroth” significa sonido y “swith” alto, fuerte – no he tenido escrúpulos en imitarlo en mis escritos, porque en el mismo género de composiciones en que eran representadas obscenas suciedades de mujeres sin pudor, he exaltado, conforme a las modestas capacidades de mi ingenio, la encomiable pureza de las santas, vírgenes, cristianas”. (en Bertini, página 100).
Me interesa centrarme en el poder que Hroswitha otorga a la castidad como “treta del débil” (Ludmer, J.).
En una sociedad patriarcal donde la “belleza del cuerpo de las mujeres” es el lugar donde se dirimen las relaciones de poder entre los géneros, la defensa y el resguardo inflexible que las protagonistas de los dramas hacen de su pureza se convierte, sin duda, en un desafío al abuso y a la opresión ejercida sobre ellas por los hombres. En las obras dramáticas de Hroswitha: La conversión de Galícano; La resurrección de Prusiana y de Calímaco; Pasión de las santas vírgenes, Ágape, Quionia e Irene; Caída y conversión de María, sobrina de Abraham el ermitaño; Conversión de la prostituta Thais; Sapiencia, etc., las pasiones lascivas y “demoníacas” del sexo masculino, se enfrentan con la religiosidad de las mujeres, que, todas, paganas convertidas al cristianismo, o pecadoras salvadas por la fe, luchan por convertir al mundo masculino que las rodea – como en La conversión de G. – o por vencer sus demandas lujuriosas, aún a costa de sus propias vidas y del padecimiento de terribles martirios – en Pasión de las santas vírgenes –. Lo que resulta muy interesante, es que Hroswitha describe con lujo de detalles las bajas pasiones de los hombres, y así se justifica:
“Una cosa, sin embargo, me obliga no pocas veces a enrojecer y avergonzarme profundamente, y es el hecho de que, obligada por la naturaleza de las composiciones, en el acto mismo de componerlas, he imaginado mentalmente, y he descrito materialmente con la pluma la execrable locura de aquéllos que se abandonan a los ilícitos amores y a la amarga dulzura de sus coloquios, que a nuestros oídos no es lícito siquiera oír. Pero si por vergüenza descuidara todo eso, no realizaría mi deseo y no conseguiría exaltar tan plenamente, dentro de mis posibilidades, la gloria de los inocentes; pues, cuando las caricias de los amantes son más a propósito para seducirnos, tanto más resplandece la gloria del supremo ayudador y es más brillante la gloria de los triunfadores: sobre todo cuando la fragilidad de la mujeres resulta victoriosa; y la fortaleza del hombre, abatida.” (Id)
En el drama de Drusiana y Calímaco, además de presentarse una escena de necrofilia, en la que Calímaco quiere satisfacer su deseo en el cadáver de Drusiana, encontramos este monólogo:
“Ah, Cristo, Señor mío, ¿de qué me sirve el voto de castidad, si ese loco se ha dejado seducir por mi belleza…?” y luego, a Calímaco: “¿Por qué razón o por qué locura debería ceder a tu ligereza; yo, que desde hace ya tanto me mantengo alejada, hasta del lecho de mi legítimo esposo?”.
En la Pasión de las santas, el deseo de los cónsules romanos es expresado con claridad asombrosa, lo mismo que sus amenazas:
“SISINIO: ¿No temes torturas?... Te mandaré a un prostíbulo, donde tu cuerpo será ensuciado obscenamente.
IRENE: Mejor un cuerpo mancillado por no importa qué ultrajes que un alma corrompida por los ídolos paganos.
SISINIO: Asociada a las prostitutas, mancillada, ¿cómo podrás formar parte de la comunidad de las vírgenes?
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IRENE: el placer trae dolor; la necesidad, la corona con el martirio. Se considera la culpa tal si hay conformidad del alma.”
El rechazo del matrimonio y la sexualidad matrimonial permite a las mujeres salir del ámbito doméstico, peregrinar y catequizar : en Sapiencia y ANTIOCO.
“Pues esta mujer de que te hablo, exhorta a nuestros convecinos a que abandonen los ritos de nuestros antepasados y se entreguen a la religión cristiana … Nuestras esposas nos desdeñan, nos desprecian hasta el punto de que se niegan a comer y aún a dormir con nosotros”.
El deseo que las mujeres despiertan en los hombres – tratado con crudeza sorprendente –, las amenazas de violarlas o prostituirlas, la solidaridad que se profesan, la relación comunitaria que mantienen entre sí, son los temas que recorre la obra de Hroswitha, a partir del elogio de la castidad y de la pureza, que es su basamento principal.
Las mujeres vírgenes de los primeros siglos de la cristiandad “tendían a reunirse en grupos pequeños de un modo declaradamente orgánico. Las amistades intensas entre las compañeras desempeñaban un papel esencial. Las encontramos alquilando viviendas juntas en la ciudad, o bien instalando a una amiga espiritual en el hogar de su familia. Las mujeres acomodadas, a menudo viudas ricas, o hermanas solteras de miembros del clero o de ascetas … llegaban a reunir a su alrededor grupos de hasta cien vírgenes”
(Brown, página.360))
Si bien es cierto que la renuncia al matrimonio y a la reproducción permitió a las mujeres evadirse de las obligaciones domésticas y maternales, adquirir libertad de movimiento y respeto social (ver Brown); no lo es menos que esta independencia hubiera sido imposible de no estar justificada por la causa religiosa – recordemos que la fe y el convento permitieron a muchas salir de la casa paterna o del control de un marido – que les dejaba la vía libre para cultivar el pensamiento, la escritura y la investigación. Me atrevería a decir que “la castidad fue la madre de la liberación femenina”. Las licencias que las primeras cristianas obtuvieron podrían asociarse – quizás extemporáneamente – con la libertad que gozaron las mujeres solteras de la época victoriana; la de las que eligieron no casarse, o no tener hijos, para desarrollar una tarea intelectual; la de las profesionales o con la de las artistas – pensemos simplemente en Sylvia Plath –. Por supuesto que estas libertades – las antiguas y las nuevas – significaron un alto precio para las mujeres – el martirio, la persecución, la discriminación, el suicidio – que tuvieron que defender su independencia y enfrentarse tanto al poder masculino como a los prejuicios sociales, propios y ajenos.
Acercarme a la obra de Hroswitha no sólo me permitió sacar a la luz la producción artística de una mujer alejada de nosotros en el tiempo, sino también arrojar una nueva mirada sobre la castidad como “fortaleza de la fragilidad”. La renuncia al deseo masculino y la libre elección de la castidad, en un mundo donde las mujeres parecían ser sólo cuerpos hermosos y tentadores, podían resultar peligrosas y mortales; pero fue también allí, donde ciertas mujeres lograron experimentar otras formas de convivencia, desarrollar solidaridades de género, y destacar en la erudición.
Extiendo la reflexión a nuestros días, donde las féminas no necesitan de la castidad para expresarse o ser libres. Sin embargo, continúan sujetas a los prejuicios patriarcales que las obligan a ser madres y esposas y a defender – a veces hasta la muerte – su derecho a los estudios superiores y al arte.
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