EL URUGUAYO de Copi
Querido Maestro:
Sin duda le sorprenderá recibir noticias mías desde una ciudad tan
lejana como Montevideo. La razón por la que me encuentro aquí, confesémoslo de
entrada, se me escapa. Si me permito dirigirle esta carta, sin duda irritante,
es más por ser leído por usted que por lo que le voy a contar: no le ofenderé
pensando que mi historia le interesa más que a mí. Le estaré, pues, muy
agradecido si saca del bolsillo su estilográfica y tacha, a medida que vaya
leyendo, todo lo que voy a escribir. Gracias a este simple artificio, al
término de la lectura le quedará en la memoria tan poco de este libro como a
mí, puesto que, como probablemente ya habrá sospechado, prácticamente ya no
tengo memoria. Le imagino dudando, con su estilográfica en la mano, al ver que
la frase anterior presenta varios ejes a partir de los cuales puede empezar a
tachar; yo dudo como usted. Dejo esta decisión a su libre arbitrio. Escribiendo
me doy cuenta de que ciertas frases me quedan extrañas, como esta última (dejo
esta decisión, etc.) sin duda porque, en los últimos tiempos, he practicado
mucho más la lengua que se habla en este lugar que el francés y probablemente
volver a un lenguaje normal me es más difícil de lo que creía. Le ruego, pues,
que excuse alguno de mis giros. El país se llama República Oriental del
Uruguay. Y el Uruguay, siendo naturalmente un río que está al occidente de la República,
es un nombre que, en indio, podría traducirse por la República (URU) está en
Oriente (GUAY). Aquí tiene la primera cosa rara. La segunda es ésta: la ciudad
se llama Montevideo y ellos te explican tranquilamente que esto en portugués
quiere decir: he visto el monte*. Sigo escribiendo y doy
por supuesto que ha leído y tachado esta llamada, lo que no siempre es seguro,
ya que hay una cierta categoría de lectores -lejos de mí el censurarlos -que
leen al final de la página todas las llamadas a la vez. Estoy seguro que le
habrá molestado que emprendiera solo tan largo viaje. Debería, lo sé muy bien,
haberle llevado conmigo en lugar de huir como un ladrón. Ya está hecho y
aprovecho para confesarle que lo que me *«Vide o Monte», pues, aun aceptando
explicación tan delirante, la ciudad debería llamarse Videomonte y no Montevideo asqueaba de usted (y lo que habría
hecho insoportable su compañía en este viaje) es su manía de detenerse a cada
momento para tomar notas de lo que ve, como en nuestro viaje a Normandía al término
de mis estudios. Antes lo toleraba, ahora esto francamente me tocaría los
huevos. Tache con rabia. Al entrar en el puerto no dejas de ver el monte que
domina la ciudad. Es una convención: el monte no ha existido nunca. La
mierdecita de perro que llevaba conmigo no dejó de gritar junto a los otros
turistas: ¡Montevideo! al ver no sé qué naranja
que flotaba entre dos aguas igual de aceitosas. Sé que aquí ha tachado con
melancolía. Naranja entre dos aguas aceitosas... y se imagina ya el monte y se
dice: es como si realmente lo hubiera visto. ¡Ah, cómo sigo el ritmo de su
estilográfica cuando tacha mis frases! ¡Querido Maestro! Llora, viejo boludo,
nunca más estaré contigo. No impide que Montevideo sea agradable. Las calles,
los espacios verdes, la arena, el mar. No tengo más ganas de escribir. Me
desalienta estar tan lejos de usted. Nunca sabré en qué momento leerá estas
palabras ni dónde estaré yo entonces. Prométame que hasta ahora lo ha tachado
todo. Hasta mañana, a sus pies. Copi. Hoy no tengo ningunas ganas de
escribirle. Voy a pasearme por las dunas con mi perro Lambetta, lanzaré trozos
de madera seca entre las olas y él estará encantado de ir a buscarlas y devolvérmelas bien mojadas. Somos
bastantes los que hacemos esto, pero es tan grande el espacio, que no nos
molestamos entre nosotros. Los perros nos molestan únicamente cuando, justo a
nuestro lado, se sacuden el agua que les ha quedado adherida en el pelaje; yo
no sé si ha estado alguna vez al lado de un perro mojado que se sacude, es
como una lluvia de lo más irritante y molesta; te hace ponderar el contrapeso
del placer que se experimenta al lanzar un trozo de madera entre las olas. Les
gusta también un juego muy singular que consiste en correr a lo largo de la
línea de demarcación entre el mar y la arena, ora mojándose las patas, ora
hundiéndolas brevemente en la arena que se adhiere a dichas patas gracias al
agua de la que están mojadas, siendo lavada dicha arena por el agua del mar
apenas ellos la han rozado, y así sucesivamente, a veces en parejas (los
perros) y a veces solos. Pero aquí me detengo porque esto deviene rápidamente
sistemático. Usted me dirá ahora: olvídese de los perros, siéntese sobre una
duna, encienda un cigarrillo haciendo paraviento contra el viento Con las manos
en bocina y piense en otra cosa. Sospecho que usted tuvo un perro en su
juventud, es una típica idea de un amo de perro, Maestro. Pelotudo. Sospecho
que incluso va a tachar todos los insultos de esta carta antes de releerla. No
le va a quedar nada de ella, sabe usted. Pelotudo. He tachado por mí mismo todo
lo que sigue a la palabra Copi. No he encontrado mi lenguaje de ayer. Voy a
pasearme. Aquí las gentes están dispuestas de manera diferente según los
barrios (un barrio se llama un cuarto, que quiere
decir también dormitorio). Hay cuartos en los que no hay ni casas y que me parecen
los más interesantes, ya que la disposición de las gentes (gentes: jujo en
uruguayo) parece la más movible. Cada persona ocupa un lugar en un barrio cualquiera
de la ciudad, pero sus lugares varían considerablemente de dimensión. Por
ejemplo un árbol puede ser un lugar lo mismo que un metro cuadrado de acera,
dos metros cuadrados de acera, una plaza en un automóvil, e incluso un caballo
entero o parte de este caballo; en fin, todo puede ser un lugar desde el
momento en que ellos pueden darle un nombre. Y esto no les cuesta nada, créame.
No paran de inventarse palabras que les pasan por la cabeza. Si uno de ellos me
viera escribir en este momento (para escribir me escondo) podría inventar una
palabra con la que nombrar mi cuaderno, mi estilográfica y a mí mismo (digo
podría, pero estoy seguro de que lo haría) y esta palabra se convertiría
automáticamente en un lugar que él ocuparía en el acto, dejándome, en cierta
forma, fuera. Un lugar se ocupa o bien físicamente (en el caso que acabo de citar
esto habría sido imposible, evidentemente) o bien
sintiéndolo. Hay una palabra para decir me ,siento en mi lugar y ésta es
precisamente el nombre de la ciudad: Montevideo. A veces se encuentran en
situaciones totalmente ridículas, por ejemplo en aquel caso en el que varios
de ellos gritaban a la vez Montevideo. Eso, para ellos, define un barrio y se
ven obligados a explicar el lugar de cada uno para poder inmediatamente delimitar
el barrio. La mayoría de las veces sus discusiones no conducen a nada (sospecho
que mienten bastante a menudo, a pesar de que la palabra mentir no existe en
su vocabulario) (de hecha no se sirven nunca de ningún verbo) puesta que
todos pretenden tener siempre un lugar más grande (imponente) que el de
su vecino, es decir, que su lugar comprende mayor número de elementos (por
ejemplo un pan, una mesa, una silla y un tenedor) que otro lugar que no tendría
más que la mitad del pan (a menudo, además, el del vecino), un tenedor torcido
y una pequeña punta de salchicha (la llaman sassassa), mientras que un tercer
vecino pretende que su lugar comprende un pan, la mitad del pan (que ya se
encuentra en litigio), el tenedor, la mitad de ese tenedor, un salchichón, un
azúcar y un jardín, pongamos por caso. Incluso una vez escuché a uno que
pretendía que su lugar comprendía el mar y la tierra, discutiendo con otro que
aseguraba que su lugar comprendía todos los mares y todas las tierras, a lo que
el primero respondió: ¡papá! que en uruguayo quiere decir (lo supe más tarde:)
la tierra (comprendiendo la tierra y todos las mares y todas las tierras) mientras
que un tercero que hasta entonces había estado callado gritó de pronto:
¡Sistema Solar! y un cuarto, en el mismo instante, dijo: ¡sississi! (sistema en
uruguayo). Ellos consideraron evidente que había sido este último el que había
ganada el barrio y los otros tuvieron que mudarse al campo. El que gana un
barrio queda confinado en él para siempre, a menos que consiga escaparse, lo
que es extremadamente difícil. Lo que más me molesta de ellos es que no huelen.
Lambetta se siente perdido. Como no tiene nada que olfatear, finge que olfatea
la arena y se inventa olores. Esto lo hizo en las primeros días, parque ahora
me parece que ya no se acuerda de lo que es un olor, ya que no olfatea nada y
el pobre se contenta únicamente con lo que ve, como la punta de madera que va y
viene en su boca y en el aire indefinidamente entre mi mano derecha y el mar.
No debí nunca llevar a mi perro conmigo, se siente muy desgraciado. Debería
habérselo dejado a usted para que me lo guardara, Maestro. Hay tantas cosas a
degustar con el olfato en su casa, sus viejas ropas, sus pedos, su balcón, la
madera de su mesa, su propio olor, sus coles impregnándolo todo de ese olor impertinente que destilan mientras usted toma
las últimas notas de una tranquila jornada de otoño, con su apetito abriéndose
cada vez más, como una col, dentro de su estómago y con la saliva suelta en su
boca cerrada. Le habría estado incluso agradecido, mi pobre Lambetta, si
hubiera podido lamerle la mano izquierda sin impedirle esto escribir con la
otra mano. Para ellos yo no soy nadie o casi nadie. Entre ellos ocurre lo
mismo. Viven con el terror de que alguien deje de gritar Montevideo cuando lo
gritan, pues se arriesgan a encontrarse con un barrio bajo el brazo, lo que
para ellos es un deshonor, pues en ese momento cualquiera podría tomarlos como
lugar, ya que se les considera muertos. Solamente (y esto es realmente
delirante) pueden ser tomados enteros, nunca por partes. Si el barrio (es
decir, el muerto) comprende un perro, una casita, un jardincito, una vajilla y
quizá la muerte misma, nadie puede coger la vajilla o el jardincito, etc.,
dejando el resto, debe cogerlo todo. Los lugares, a medida que la gente muere,
se van haciendo cada vez más raros y complejos y hay lugares (muertos) que
comprenden centenares de lugares (muertos) y nadie quiere cogerlos a menos de
que se vea realmente forzado a ello, pues corres el riesgo de tener un barrio y
por consiguiente estar muerto (¡). Los viejos son los que generalmente están
muertos más veces, aunque conocí a un niño de siete años que estaba muerto
cuarenta y siete veces, aunque hay que decir que no tenía aire de buena salud.
Es una especie de héroe nacional, por lo que comprendí, pues está siempre
sentado sobre el pedestal de una estatua en posición de estar a punto de jugar
al boliche y los transeúntes le aplauden cuando pasan por el lugar: una plaza
(la estatua, es decir el niño, está justo en el centro de la plaza), y cuando,
en mi pésimo uruguayo, pregunté a un transeúnte porqué aplaudían, me respondió niño rico-rico, que
quiere decir este niño es muy rico, lo que significa que es el propietario de
numerosos barrios y, por tanto, una esperanza para el país, puesto que (ésta es
su religión) ellos esperan que uno de los suyos llegue un día a ser propietario
de todo el Uruguay. Lo que, sin duda, les ahorraría muchas preocupaciones. No
les falta una cierta elegancia en alguna de sus costumbres. Por ejemplo la
ceremonia en la que exorcizan sus dobles. Es ésta su única distracción y uno de
los raros momentos en los que les he visto si no reír al menos sonreír juntos.
La cosa va así: se reúnen de diez a quince (el número poco importa) y delimitan
con un trozo de madera dibujando en la arena (prefieren las dunas) lo que ellos
llaman el «mapa mundi» ,es decir, el primer dibujo que se les ocurre.
Después se colocan en el interior de la manera que les parece más adecuada a su estado de ánimo, por ejemplo uno
se convierte en una cantante muda de ópera (es decir, no importa qué) y abre la
boca con los brazos en cruz en un lugar cualquiera del dibujo, un segundo se
convierte en dentista pensador, es decir que mira el interior de la boca del
primero con aire concentrado, un tercero se convierte en reidor, es decir, que
mira a los dos primeros estallando de risa cada vez que su mirada va de uno al
otro, un cuarto se convierte en tosedor, es decir que tose cada vez que el tercero
ríe, un quinto golpea la espalda al cuarto cada vez que éste tose, un sexto
sodomiza al quinto (sí, ha leído usted bien), un séptimo señala con el dedo (al
sexto y al quinto) con aire reprobador, un octavo señala al séptimo repitiendo
indefinidamente moralista, moralista, un noveno lo mira todo (los ocho
primeros) a una cierta distancia sin expresión particular y un décimo hace la
limpieza, es decir, que sacude el polvo (a los nueve restantes) sirviéndose de
un plumero o de un trapo húmedo. Y ahí comienza la
distracción. Cuando uno de ellos tiene un momento de distracción (es fácil
distinguirlo una vez que estás habituado al juego) los nueve restantes ríen.
Explicado de esta manera parece un juego idiota, pero jugarlo resulta bastante
divertido, sobre todo cuando los momentos de distracción se prolongan varios
minutos. Yo mismo he jugado bastantes veces y me he divertido mucho; así como
mi perro, que adora el juego, ya que gana casi siempre al ser poco distraído
de naturaleza. Los uruguayos pronuncian una media de tres palabras por día*, algunos pronuncian siempre la misma
palabra, otros son resueltamente mudos. Cuando dos de entre ellos pronuncian
habitualmente la misma palabra (poco importa de qué palabra se trate) se
convierten en «hermanos de sangre», es decir, que pertenecen a una formación
política y son fusilados de inmediato. Este es el origen, creo, de su manía de
inventar palabras cada vez más complicadas. Hace poco tuve un incidente
extremadamente molesto que ilustra bien esta manía. Entré en un estanco con mi
perro. Había entrado para comprar cigarrillos y mi perro lo había hecho por
acompañarme (es poco fumador). No recuerdo qué es lo que iba a contarle. Ah,
sí. Pido cigarrillos y un segundo uruguayo que había entrado detrás mío
pronuncia al mismo tiempo la palabra «pitillo» (polla. Cigarrillo y polla
tienen el mismo nombre. De hecho, lo que quería él era acostarse con la señora
del estanco, una negra que, por cierto, no estaba nada mal). La señora del
estanco se queda estupefacta. Yo miro a mi compañero de palabra que confundido
deja caer su dentadura al suelo. Me agacho ¡Y aún!
para recogerla. El también se agacha y toma a mi perro en
brazos (más tarde me pareció entender que creía que yo quería cambiar su
dentadura por mi perro). Nos miramos los tres, la señora con un paquete de
cigarrillos en la mano, él con mi perro en brazos, yo con la dentadura cogida
con la punta de los dedos. ¿Pitillo?, dice al poco rato la señora, en
tono desconfiado. No me atrevía a pronunciar palabra por miedo a que el otro
pronunciara a la vez la misma palabra y entonces sí que la liábamos del todo. ¿Pitillo?
repitió la señora, a lo que yo me puse a reír de un modo forzado
repitiendo «no pitillo, no pitillo», pero veía que el otro uruguayo,
pálido como la cera, estaba mirando de reojo. La señora se puso decididamente
agresiva: ¿Hermanos? ¿Hermanos?, nos dijo señalándonos con el dedo,
primero a uno y luego al otro. «No, no, no hermanos», dije. Tras esto
salí del estanco haciendo crujir la dentadura y me alejé sin volver la cabeza.
Un minuto después mi perro se reunía conmigo. ¡Con un ojo reventado!
¡Esos cerdos le habían
reventado un ojo! ¿Quién lo habría hecho? ¿La señora, el cliente sospechoso o
los otros clientes del estanco? Nunca podré saberlo. Seguramente forzaron al
cliente sospechoso a reventar el ojo de mi perro. Pobre hombre. Todavía tengo
su dentadura en el bolsillo. Quién sabe si encima no lo fusilaron. Y si mi
perro vive todavía es porque debieron pensar que verlo con un ojo reventado me
apenaría más que verlo muerto (saben que los extranjeros temen más las mutilaciones
que a la muerte) y doy gracias al cielo por ello. Ahora le dejo, querido
Maestro, hasta mañana, pues mi perro está a punto de morderme los dedos de los
pies, lo que para él quiere decir: es tarde, vamos a dormir; y desde que es
tuerto no me atrevo a contrariarle. Me ha obligado incluso a comprarle para su
ojo una venda negra que, todo sea dicho, le sienta la mar de bien. Los perros
son de una coquetería desarmante. Hasta mañana, viejo boludo. Buenos días,
pelotudo. Espero que habrá tachado todo lo anterior, sobre todo la historia de
la venda y del perro, no vaya a enternecerse con esto, viejo boludo. Ciao,
Maestro, hoy no tengo ganas de escribirle. Hola, Maestro. He dado una vuelta
rápida por la playa y he perdido a mi perro. Ha hecho un pozo en la arena
cavando con las patas delanteras y lanzando la arena detrás suyo entre las
patas traseras (los perros hacen esto bastante a menudo) de modo que ante él
el pozo se ha ido haciendo cada vez más profundo y detrás suyo una montaña de
arena ha ido aumentando paralelamente de volumen. Me he distraído dos segundos
y cuando he vuelto a mirar he visto que la montaña de arena se había hecho
enorme. Me he acercado: el pozo no tenía fondo y mi perro había desaparecido en él. Le he llamado a voz
en grito, pero no ha habido nada que hacer. Da igual, compraré otro. Los perros
uruguayos no son más tontos que los occidentales. Volviendo de la playa me he
dado cuenta de que las calles habían cambiado de sitio, bueno, no exactamente
esto, se lo explicaré. La arena ha invadido ciertas calles (el viento aquí no
cesa nunca y las dunas no paran de cambiar de lugar) y ha
situado ciertas casas, que se hallan casi cubiertas de arena, en medio de lo
que había sido una calle. Al intentar encontrar mi camino he tropezado con una
rama: era la copa de un árbol de cinco metros (la he reconocido por la
disposición de tres nidos de pájaros en los que anteriormente había reparado).
He golpeado la ventana de una tercera planta de una casa para pedir
información: nadie ha respondido. Por todas partes hay chimeneas, ramas, los
pisos más altos de las casas más altas, incluso una carrocería de automóvil
(me pregunto cómo habrá llegado hasta aquí), pero ni una sola alma viviente.
Habría podido pensar que era el único superviviente de una catástrofe nuclear
y que yo había salvado milagrosamente la vida al hallarme en la playa en el
momento de la explosión, pero esto tiene poca lógica. Una explosión nuclear, si
no me acuerdo mal de lo que leí en los periódicos franceses, lo arrasa casi
todo, pero no deposita arena sobre toda una ciudad. Además, habría oído el
ruido de la explosión. ¿Una especie de tornado, quizá? En cualquier caso estoy
contento de haber encontrado milagrosamente intacta mi buhardilla (aunque la
arena llega hasta el borde) y de haber hallado en ella la carta que he
comenzado a escribirle y que confío que fielmente haya tachado hasta aquí. ¿Ve
cómo tenía razón al pedirle que tachara todo?: el Uruguay ha cambiado de repente
tanto que lo que hasta ahora le he contado ha quedado caduco. Ahora (llamemos a
las cosas por su nombre) me encuentro en medio de un desierto de arena dominado
por un monte igualmente desierto. He roído algunos huesos de mi pobre perro
muerto, a pesar de que no tenía tanta hambre. No tengo sed ninguna. Me voy a
dormir, aquí no hay gran cosa que hacer. Hasta mañana, viejo. Hola, viejo. He
dado una vuelta por la ciudad y he ido a la playa con la vaga esperanza de
encontrar a mi perro*. (* Los límites entre la playa y la ciudad
son, en la actualidad, imaginarios, obviamente.)
He hecho un castillo de arena al lado del agujero
en el que él se hundió y he colocado sobre la torre una pequeña bandera que he
confeccionado con una rama y uno de mis calcetines tricolores. Esto le habría
gustado bastante, pienso. Cuando volvía he encontrado un cadáver, el de la
señora negra del estanco, desnuda con tacones altos y un tajo en el cuello. Al principio he pensado
enterrarla en la arena, pero me ha parecido que era ridículo que estuviera
enterrada a un metro del suelo cuando todos sus conciudadanos estaban
sepultados a diez o quince metros y he optado por dejarla allá. Por pudor he
echado dos puñados de arena sobre su sexo entreabierto. He tratado de imaginar
cómo era la ciudad antes de la catástrofe, pero es casi imposible, vistos los
pocos puntos de referencia que tengo: estatuas, árboles, tejados de los
edificios más altos, algunos pararrayos. Como no tengo nada que hacer y para
pasar el tiempo he dibujado en la arena con un trozo de madera el lugar de las
aceras, de las calles, de las casas, de los peatones, de los perros, de los
coches, y circulo únicamente por las calles y las aceras. Cada vez que
encuentro un peatón (están bastante bien dibujados, teniendo en cuenta que los
veo desde arriba) digo buenos días señora, buenos días señor o bien qué bonito
perro tiene usted. He tenido incluso una conversación muy animada con una
señora a la que he elogiado su escote y que me ha sonreído (he tenido que
imaginar su sonrisa ya que su sombrero la cubría totalmente). Para atravesar
las calles me deslizo entre los coches y he tenido la mala suerte de tropezar
con un parachoques que casi he borrado y que he tenido que volver a dibujar.
Hoy ha soplado un viento ligero que ha borrado un poco mis dibujos de ayer y
como no tenía demasiadas ganas de volver a dibujarlo todo he escrito el nombre
de cada objeto o persona con grandes caracteres sobre ellos. Por ejemplo, he escrito
coche sobre los coches, Mimí sobre el sombrero de la señora que me había
sonreído, Las acacias sobre una casa, roble sobre un árbol, etc. He
tenido algunas dificultades con las manzanas de casas que contienen numerosos
detalles en el dibujo y he dudado entre escribir en grandes muy grandes
caracteres (arrastrando un tronco de árbol) «manzana de casas» sobre una
manzana entera de casas, lo que habría borrado muchos detalles, o bien escribirlo
muy pequeño en una esquina. Estaba sentado en el suelo reflexionando sobre este
problema cuando he visto a mi izquierda, medio cubierto de arena, un pollo
asado. Inútil decirle que no he desperdiciado la ocasión (he pasado seis días
sin comer) y he corrido hasta el mar para lavarle un poco la arena. Lo he
devorado incluso antes de que saliera del mar, entre las olas. Esto me ha
levantado un poco la moral y he andado a lo largo del mar hasta la tumba de mi
perro para recogerme un poco. ¡Sorpresa! El hoyo se ha ensanchado
considerablemente, ahora tiene casi cincuenta metros de diámetro y está lleno hasta el tope de pollos que hacen un ruido infernal.
Naturalmente los que están encima se salvan del pozo y corren hacia ... iba a
decir la ciudad, en fin, hacia mi dibujo. He mirado durante horas este pozo de
pollos que me parece inagotable. He aquí resuelto, al menos temporalmente, mi
problema de alimento. Esta raza de pollos vive y muere a una rapidez
extraordinaria. Hay quienes se convierten en pollos asados, en pollos fríos e
incluso en caparazones de pollos antes de salir del pozo y son pisados por los
otros (es bastante desagradable, debo decirle). Los que consiguen salir vivos
se precipitan hacia la ciudad poniendo huevos cada tres o cuatro metros sin
detenerse ni tan siquiera para mirados. He visto un pollo convertirse en pollo
asado a poco más de tres metros del huevo del que acababa de salir. En cuanto a
los huevos, revientan al momento y sale un pollito que corre a toda velocidad
hacia la ciudad. Algunos huevos, reventando, descubren un huevo frito que se
menea durante algunos instantes como una ostra y después muere. Esta banda de
puercos ha dejado mi ciudad en un estado repugnante en menos de tres horas. Dos
huevos rotos sobre el sombrero de Mimí, las aceras cubiertas de mierda,
caparazones podridos en los nidos que yo había dibujado en los árboles. Hasta
mañana, viejo boludo. Hola, pelotudo. Esta mañana un yate de turistas
argentinos ha varado en la orilla. Me han preguntado si necesitaba algo, he
respondido que no. Cuando se han ido me he dado cuenta de que podría haberles
dado esta carta, pero ahora ya es demasiado tarde. El mar ha avanzado casi un
kilómetro. He tenido que correr para no ser atrapado por las olas. Los pollos
flotan entre ellas y parecen más contentos, mucho menos presurosos e histéricos
que ayer. El mar ha tardado tres días en retirarse calmadamente, llevándose con
él toda la arena, y la ciudad de Montevideo está todavía ahí, cubierta de
cadáveres. Ayer tarde oí el ruido de un motor, salté de mi cama y miré por la
ventana: era un camión de la Municipalidad que venía a llevarse los cadáveres.
Me ha horrorizado la idea de ser colocado en el camión junto con los otros y he
pasado el resto de la noche escondido bajo la cama pese a que no les he oído
entrar en la casa. Cuando finalmente me he dormido, he tenido un sueño raro
que más tarde le contaré pues el despertar ha sido mucho más interesante. Mi
habitación estaba literalmente invadida por militares, algunos sentados sobre
mi cama, otros caminando de arriba a abajo entre el lavabo y el armario,
chocando a veces con las paredes, incluso había cuatro sentados sobre el
armario y dos en su interior; todos fumaban grandes habanos y no cesaban de
hablar al unísono. Tímidamente he salido de debajo de la cama y se han callado.
Han venido a estrecharme la mano uno tras otro, algunos me han dado hasta besos
en las mejillas. Ha entrado una niña de unos seis años con mi perro disecado en brazos y me
lo ha dado. En cuanto lo he cogido se ha marchado en silencio. No he
comprendido absolutamente nada de la ceremonia ni tampoco cómo encontraron el
cadáver de mi perro, ni por qué me lo daban. En cualquier caso parecían tan
cordiales que he pensado que no debía inquietarme; he colocado a mi perro
disecado encima de la chimenea, he ido al baño y he salido a la calle como
todos los días. Esto no ha cambiado tanto en relación con lo que era antes de
la catástrofe, a excepción de que toda la gente está muerta y disecada. Usted
me dirá que ésta es una diferencia notable, pero como nunca tuve verdaderas
relaciones con ellos, al cabo de cinco minutos me he habituado perfectamente a
esto. Debo decirle que la manera en que están colocados es bastante grosera (¡tan meticulosos como eran en la elección de sus lugares!), se ven a
veces montañas de cadáveres en la esquina de una calle, algunos sobre un coche,
incluso he visto algunos pegados en los árboles, y los que están colgados de
las ventanas están a veces colocados del revés, es decir que todo lo que se ve
de la calle son sus piernas y zapatos. Se diría que se ha hecho este trabajo con
prisa y sin convicción. Al llegar al estanco (la señora negra estaba disecada
acostada sobre el mostrador) he tenido la sorpresa de encontrarme la niña que
hacía unos instantes me había dado el perro, la cual, al verme, ha sido presa
de una crisis de risa loca y ha ido a esconderse detrás del mostrador. He
cogido un paquete de «gauloises» y he dejado un franco cincuenta (tres pesos
diez) sobre el vientre de la señora negra, después he salido y he ido hacia la playa (hace un
tiempo espléndido). Allí he encontrado a mis amigos militares de esta mañana
ocupados en medir el pozo de pollos (el que había sido la tumba de mi Lambetta)
con cuerdas. Me han recibido con signos de alegría y me han ofrecido cigarros.
Los he rechazado cortésmente y parece que esto les ha divertido pues han
empezado a revolcarse de risa por tierra, sobre todo cuando me han visto
encender un «gauloises», Cuando se han calmado un poco he preguntado: «¿Por
qué catástrofe?» señalando el pozo. Se han puesto blancos como la
nieve. Finalmente uno ha dado un paso hacia adelante y ha susurrado a mi oreja:
«Yo soy el presidente de la República Oriental del Uruguay» y cogiéndome del brazo me ha llevado hacia el mar.
Al llegar a la orilla se ha desnudado cuidadosamente doblando sus vestidos y
colocándolos sobre la arena. Me ha parecido que yo tenía que hacer lo mismo.
Cuando nos hemos quedado los dos desnudos, los restantes, que se mantenían
prudentemente a distancia, se han puesto a aplaudir y a gritar «viva
el diálogo», a esto hemos saludado
militarmente y hemos entrado en el mar. A cada ola el presidente gritaba «viva
la mar» y me ha parecido que tenía que
hacer lo mismo. A cada una de nuestras exclamaciones los otros aplaudían desde
la orilla. Cuando hemos dejado atrás las olas (el presidente nadaba como una
foca haciendo con la boca un ruido bastante desagradable) me ha dicho en el
tono más natural del mundo: «¿usted presidente?», he contestado «no presidente»,
entonces me ha mirado fijamente con sus ojos de foca: «¿por qué?» me ha dicho.
«N 'est pas president qui veut» le he respondido. «¡Macanas!», me ha
contestado en tono apremiante. Este diálogo me ha parecido perfectamente
estúpido y me disponía a ganar de nuevo la orilla cuando hemos oído el zumbido
de un avión. He alzado la cabeza. En ese momento el avión ha lanzado una bomba
sobre los militares que se habían quedado en la playa. El mar producía olas en
sentido contrario que estuvieron a punto de arrastrarnos demasiado lejos para
poder regresar. Hemos alcanzado la orilla sofocados, donde estaban un montón
de cadáveres carbonizados sobre la arena negra. Haciendo un saludo militar el
presidente se ha ido parando delante de cada uno de ellos pronunciando la
palabra «militar» en un tono solemne, después se ha vestido lo mejor que ha
podido, pues sus ropas estaban medio quemadas (las mías también, pero me ha
parecido que la situación era más embarazosa para un presidente que para mí),
finalmente me ha dicho poniendo una mano en mi hombro: «acconta-me tutto». He
probado de hacerla lo mejor que he podido, comenzando por lo de mi perro
cavando el pozo en la arena. «¿Quién culpable?» me ha preguntado cuando he
terminado de hablar. «No sé» le he contestado. «¡Bravo!» ha gritado besándome
en las mejillas cuatro veces seguidas. Tras esto ha entrado vestido en el mar y
se ha puesto a nadar; no se había alejado ni cien metros cuando he oído el
ruido del avión, he levantado la cabeza y poco después ¡boom! de lleno sobre
la cabeza del presidente, del que no ha quedado más que una gran mancha roja en
el mar. En ese momento he comenzado a hacerme preguntas o más bien una sola
pregunta: ¿por qué era yo el único superviviente del Uruguay? Aparentemente
estaba también la niña, pero pronto he aclarado este punto: al entrar en mi
casa la he encontrado con el vientre abierto sobre mi cama. Hasta mañana,
Maestro. Buenos días, Maestro. Ni un alma viviente. He pasado el día
recorriendo la ciudad en todas las direcciones con un jeep militar que he
encontrado estacionado frente al estanco (¿quién lo ha dejado allí?). En la
caja de ... (iba decir la caja de guardar los guantes, pero los jeeps tienen
una especie de agujero muy corto en el sitio de la guantera) he encontrado una
foto del presidente con la niña (sólo la mitad de la cabeza de la niña entra en
la foto) riendo y mirando al objetivo. El presidente tiene un ojo negro y la
niña va maquillada como una puta. Con el jeep he subido por primera vez al
monte y lo he encontrado mucho menos interesante de lo que pensaba: es una
montaña de tierra dura sin un matorral ni una piedra. En la cumbre (es el único
detalle interesante del monte) está el avión que nos bombardeó ayer, he entrado
en él y está absolutamente vacío, ni un asiento, ni siquiera motor. Esto me ha
asustado, a pesar de que estoy convencido de que tarde o temprano hallaré una
explicación razonable a todo. Esta noche he dormido en el hotel más grande de
la ciudad, el Montevideo (no quiero acostarme en mi cama desde que en ella
encontré el cadáver de la niña a la que, por cierto, he enterrado), en una
habitación que he hallado casi vacía (había tan sólo un cadáver, en la bañera,
pero he cerrado con llave la puerta del baño, así como la que da al pasillo).
Me he despertado bastante tarde, he leído viejos periódicos que he encontrado
en la recepción, he hecho café en las cocinas, he comido tostadas con mermelada
de naranja y bacon que he encontrado en bastante buen estado en los
frigoríficas. Me he paseado a pie por la ciudad mirando los escaparates (estoy
en el centro de la ciudad, bastante lejos de donde habitaba antes) y me he
escogido un bonito traje colonial con botones nacarados que he pagado
cuidadosamente antes de ponérmelo. Esta vida es mucho menos monótona de lo que
usted pueda creer. Se puede leer, escuchar música, pasearse e incluso beber y
cantar a todo pulmón sin que nadie te moleste. Desgraciadamente echo a faltar
un poco el sexo, pero no puede tenerse todo. Me he proyectado incluso un film
ayer noche antes de ir a dormir, en el cine más grande de la ciudad (el
Montevideo), Hello Dolly, no gran
cosa, aunque la vedette es bastante deslumbrante. He tenido la curiosidad de
saber si quedan peces en el mar (no hay un solo pájaro) y me he alejado en una
barca de motor. Todo inútil, ni un solo pez. Cuando se agota la gasolina de un
coche, cojo otro. Carezco de electricidad, me falta desde hace varios días,
pero me alumbro con cerillas, hay suficientes en la ciudad como para que no me
falten en el resto de mis días. En cuanto a las provisiones he encontrado millares
de jamones en los mataderos y siempre puedo comer legumbres que continúan
brotando, me pregunto por qué. Mi único miedo en los primeros días ha sido el
de que los cadáveres comenzaran a podrirse; lo que me habría hecho imposible la
vida en la ciudad (habría sido impensable enterrados, dado el número) pero
parecen tan bien disecados que creo que por este lado no tengo nada que temer.
Ahora voy a confesarle algo que no le habría confesado si pensara que usted va
a leer esta carta (en la situación en
la que me encuentro es imposible que alguna vez lea usted esta carta), pues
bien: he hecho el amor a la señora negra sobre el mostrador del estanco. No
sobre el mostrador, afuera, he instalado un colchón en medio de la calle (me
hacía reír mucho la idea de que los transeúntes pudieran vemos) y le he hecho
el amor al claro de luna, después de haber bebido champagne que incluso he
llegado a deslizar sobre sus senos y que he bebido en su ombligo (tiene un
ombligo bastante profundo). La he dejado en medio de la calle, por si tengo
ganas de volver a verla. He organizado mi vida con horarios precisos. Despertar
a las diez, a continuación footing hasta el mediodía. Almuerzo solo en el Plaza
leyendo periódicos viejos, después visito algunos lugares turísticos (la
estatua de San Santo, los jardines de Doña Marones), más tarde hago un poco de
shopping, entro en mi hotel para arreglarme un poco y ceno en el Plaza o en el
Jockey Club, después voy a beber un whisky a alguna boite y al final de la
velada regreso a casa o voy a ver ala señora negra del estanco (mirando en su
bolso he descubierto, no sin gran placer, sus documentos: se llamaba Voom Voom
Pérez). Nunca dejo de llevarle algún pequeño regalo: un par de medias de seda o
una caja de música. Para Navidad tengo la intención de regalarle un abrigo de
visón que ya he elegido de un escaparate. Usted me dirá: ¿Cómo se lo va a hacer
para saber que es Navidad? Y es ahí donde puedo contestarle: usted no ha
entendido nada de mi relato: Navidad llegará cuando yo lo decida, esto es todo.
Estos últimos días he tenido la idea de un juego que será, creo, el artificio
gracias al cual mis últimos días, si es que mis días van a terminar aquí, se
salvarán del aburrimiento: me gasto bromas a mí mismo. He ido a buscar a mi
perro Lambetta a la otra punta de la ciudad (en la pobre habitación en la que
yo antes vivía) y lo he colocado sobre el pedestal de la estatua de San Santo,
en cuanto a San Santo lo he vestido de Madame Pipí y lo he sentado a la
entrada del urinario del metro. En el interior del maldito avión he colocado
una mesa Knoll que he comprado en las galerías Montevideo y sobre la mesa he
puesto un cepillo de dientes y un guante (sé que esto es un poco surrealista
pero me divierte, por otra parte aquí me río de las modas); he cortado un pie a
la señora negra y me lo he guardado en el bolsillo (imagine la sorpresa que me
he llevado al meter la mano en el bolsillo para coger el mechero), he pintado
de rojo uno de mis zapatos así como uno de los del conserje del hotel y cada
vez que entro miro su zapato, después el mío, con aires de aturdido, después
paso delante de él más tieso que un palo y cuando entro en mi habitación
estallo de risa. El juego, para ser divertido, debe hacerse más complicado cada día. Ayer me disfracé de inspector
de policía (cambié mis vestidos por los de un verdadero inspector de policía y
entré en un almacén de ropa a controlar todos los precios). Puse un peso sobre
un vestido imitación Dior, dos mil pesos sobre un pañuelo de tela de yute, etc.
Seguidamente encarcelé a dos de los empleados ya un maniquí de cera del
escaparate. Les condené a muerte y después les perdoné, aunque de ahora en
adelante no podrán volver a hablarse entre ellos. Me llegan, es cierto,
momentos en los que me muero totalmente de asco. Me quedo tres o cuatro días
en la cama mirando el techo, a pesar de que es bastante feo a causa de las
manchas de humedad inevitables en este país. Pienso en las diferentes posibilidades
de bromas que me quedan por hacer y que, después de todo, son bien limitadas. A
fuerza de quedarme acostado mirando al techo me han pasado cosas bastante
raras por la cabeza. Paso a contárselas: anteayer pensé en una vaca con tal
fuerza que acabé viendo la palabra vaca escrita en grandes letras de neón en la
pared de enfrente de mi hotel. En este momento el neón está apagado, pero sigue
ahí. He hecho circular un coche tan sólo pensando en el movimiento del coche y
en el coche al mismo tiempo; ha marchado con tal rapidez que he tenido que
correr al lado del coche hasta que se ha estrellado contra un árbol que no
había previsto.
Todos estos poderes raramente los utilizo para servirme la mesa o
rascarme la espalda porque normalmente me ocupo yo mismo de todas las tareas
utilitarias para conservar la forma física, pero estoy muy contento de las
posibilidades que se abren ante mí gracias a lo que yo llamo, ruborizándome,
mis pequeños milagros, puesto que si tengo que terminar aquí mis días siempre
es tranquilizador saber que cuando ya no tenga fuerzas para ir a buscarme
remolachas al campo podré siempre tenerlas sobre mi mesa tan sólo pensando en
remolachas, en mi hambre y en mi plato al mismo tiempo. ¡Pensar
que me han llegado poderes de brujo, justo en el momento en que esto no puede
servirme de nada en esta mierda de país sin ni tan siquiera mi gato para aplaudirme! Pero la vida quizá sea siempre así: todo te llega a
destiempo y sin explicación aparente, y me digo que, después de todo, usted es
quizás en este momento tan desgraciado como yo por razones tan raras para usted
como mi situación lo es para mí. Golpe de teatro: la gente se ha puesto a
resucitar. El primero al que he visto hacer esto me ha dejado atónito, se lo
aseguro. He visto un cadáver ponerse a bostezar como si se despertara (el del
vendedor de periódicos que tengo la costumbre de ver en un ángulo del Palazzo
Salvo con lo que le queda de sus periódicos, tres o cuatro pedazos de papel
desgarrados por el viento y amarillentos por el sol en su puño cerrado). Al principio no he podido
creerlo y he pensado que era uno de estos milagros que hago en estos últimos
tiempos, pero no, el tipo estaba bien vivo y después de haber bostezado y de
haberse frotado los ojos ha mirado los pedazos de papel viejo que tenía en la
mano y me ha mirado y me he dado cuenta de que estaba pensando que yo le había
robado sus periódicos mientras él echaba una siesta. Me he puesto a correr a
toda velocidad, no por miedo al tipo sino por la explicación que iba a seguir a
esto, ¿cómo habría podido creerme si le cuento que ha estado muerto durante tres
años? Tras trescientos metros de carrera a pie he visto a una mujer que me
saludaba gritando ¡taxi! ¡taxi! Por un reflejo instintivo de
miedo (lo confieso) he girado a la derecha y me he perdido en una callejuela
desierta de la que conocía de memoria hasta el más pequeño escondrijo. Al
saltar detrás de un gran cubo de basura, la tapadera se ha levantado y un tipo
ha saltado fuera y me ha estrechado las manos. Y así
sin parar. De golpe he comprendido que su resurrección tiene una relación
directa conmigo, aunque me pregunto de qué naturaleza. La mujer que me gritaba
¡taxi! ¡taxi! ha seguido tomándome por un taxi cada vez que la he encontrado y
siempre quiere subir encima mío. Más de una vez pensé en deshacerme de ella (es
una pesada) porque nunca se le ocurrirá tomar a cualquier otro por un taxi. De
hecho todo su universo mental gira en torno a un taxi que soy yo puesto que es
la única palabra que recuerda de antes de su muerte. El vendedor de periódicos
sigue creyendo que le he robado los periódicos y cuando me ve se pone a llorar
y a gritar: ¡periódicos! ¡periódicos! y si yo le diera periódicos haciendo ver
que se los devuelvo, o bien se los pagara, no cambiaría nada: para él yo soy
para toda la eternidad la palabra «periódico» o bien el que le ha robado sus
periódicos (lo que para él viene a ser la misma cosa). Hay tres tipos (tres,
digo bien) que me toman por una piel de plátano con la que ellos resbalaron
antes de su muerte y cada vez que me ven dicen «banana, banana» y después hacen
ver que resbalan y dan de bruces en tierra. Hay otros que me toman por su
hermano o por su madre e incluso hay una anciana que está convencida de que yo
soy ella misma. Estoy literalmente asediado por esta banda de alienados que no
dejan de seguirme. Intento concentrarme para tratar de hacer el milagro de que
al menos sus bocas se cierren, pero no poseo suficientes poderes. Sin embargo,
he conseguido levantar una baldosa del pavimento y con ella he apaleado a la
vieja idiota que me toma por ella y que de entre todos ellos es la más
irritante porque quiere entrar dentro de mí y no para de hacerme morados en las costillas y los brazos
con su cráneo. Hay otro que me toma por una escoba, anteayer estuvo a punto de
estrangularme al querer barrer no sé qué polvareda. Afortunadamente tuve
suficientes poderes para aflojarle los dedos, si no llego a hacerla ahora no
estaría escribiéndole. No salgo de mi habitación de hotel más que para hacer
los recados de la semana, ya que la ciudad se ha puesto imposible. Cuando entro
en mi casa me tapo las orejas para no oír sus gritos. Usted me dirá, claro
está, que puesto que son tan bestias como una bestia (es oportuno decirlo)
podría hallar el medio de domesticarlos (a los más calmados) o de enrejarlos (a
los más agresivos), lo que probablemente sería fácil si tratara de hacerlo,
pero el estado de indignación en el que me encuentro me impide hasta mirarles a
la cara. Por el momento estoy tan furioso contra ellos que cuando veo a uno no
puedo evitar el insultarle y el diálogo se hace imposible. Finalmente me he
armado de valor y me he dicho que debería pedir una audiencia al presidente de
la República, que tan gentil fue conmigo justo antes de su muerte, para
exponerle mi problema. Le encuentro (al presidente) tras haberme visto obligado
a pasar por las formalidades más estúpidas que usted pueda imaginarse y que
pasaré por alto. Sin embargo, él tiene aspecto de alegrarse de volver a verme
y llora de emoción estrechándome la mano. Está solo en su despacho dibujando en
una pizarra el mapa-mundi (así lo llama él), es decir: una vaga idea de lo que
imagina que debe ser el Uruguay tras el desastre. No es la forma, geográficamente
hablando, lo que ha cambiado sino la colocación de los habitantes a los que
dibuja, con una tiza de color rosa, en la pizarra (dibuja los límites del
Uruguay en amarillo y los accidentes geográficos, tanto las montañas como los
ríos o las casas, en verde). Como toda la población del país me sigue a todos
los sitios a los que voy, no para de redibujar el emplazamiento de las gentes
con su tiza rosa siguiendo las informaciones que de mis desplazamientos recibe
por teléfono sin interrupción. Me decido a hablarle con toda franqueza y le
digo que en la situación en la que me encuentro (se la explico con detalle) su
país ha dejado de interesarme. Cuando mi discurso termina el presidente se
rasca la cabeza; después, tomando una decisión (me pregunto cuál) sale de la
habitación y regresa al poco rato con la niña (la niña que yo había encontrado
despanzurrada en mi cama) y con la señora negra del estanco (mi antigua novia
muerta, aunque ella nunca lo ha sabido). Por un momento he tenido miedo de que
me obligara a casarme con la señora negra, pero se trata de otra cosa. Ha
sacado de un cajón el pie que yo había cortado a la señora negra durante su
muerte y me ha pedido que le
enseñara como hago milagros. He logrado pegar de nuevo el pie aunque al revés,
pero creo que no se han dado cuenta porque a los tres se les caía la baba de
admiración. A continuación me ha pedido que despegara la nariz de la chica y
me he negado enérgicamente porque un milagro, después de todo, es un milagro y
hay que hacerlo servir para acciones justas o al menos útiles. Ha comprendido
mi punto de vista y educadamente me ha pedido excusas. A continuación me ha
ofrecido un habano que he aceptado y le ha dicho a la niña que saltara a la
cuerda, lo que ha hecho, y a la señora negra que bailara, lo que igualmente ha
hecho, aunque de modo bastante poco atractivo a causa de la posición de su pie,
y él mismo ha sacado un violín del cajón y ha hecho ver que tocaba (el violín
no tiene ni cuerdas). Me he dado cuenta de que esperaban alguna frase amable
por mi parte y les he dicho «charmant, charmant», lo que al parecer les ha
satisfecho mucho porque han parado. He aprovechado para insistir, de un modo
tranquilo pero firme, en la necesidad de encontrar una solución a mi situación
en el Uruguay. El presidente se ha rascado la cabeza. He comenzado a sentirme
un poco harto. «¿Avión?» he preguntado. «No avión» me ha contestado. No hay
más avión que el que le bombardeó y no tiene motor. «¿Barco?» le he dicho. «No
barco» me ha contestado. He pensado que hay barcos porque he utilizado uno.
«¿Por qué no barco?» le he dicho con firmeza. «No mar» me ha contestado. Me ha
cogido del brazo y me ha acompañado a una ventana de la que ha descorrido los
cortinajes. Casi he caído al suelo de la sorpresa. En efecto, no hay mar. El
cielo comienza justo al borde de la playa. Por un momento he creído volverme
loco a marchas forzadas. He hecho un esfuerzo sobrehumano para respirar con
calma y finalmente he dejado de temblar. La niña me ha servido un coñac que me
he tomado de un trago. «¿Miraccolo?», me ha dicho el presidente y he
comprendido que esperaba de mí que hiciera volver el mar. Aunque no confiaba
en lograrlo, he mirado nuevamente por la ventana fija e intensamente hacia el
lugar del mar. Al cabo de diez minutos ha aparecido una pequeña ola que pronto
ha sido absorbida por la arena, y eso ha sido todo. Me he puesto a llorar como
un niño y el presidente me ha dado unas palmadas en el hombro. La señora negra
y la niña han llorado conmigo, lo que me ha conmovido mucho ya que, después de
todo, podrían reírse de mis desgracias como yo me río de las suyas. La niña se
ha arrodillado a los pies del presidente y le ha pedido que me canonizara,
presa de una auténtica crisis de historia. Al principio hemos encontrado la
idea perfectamente ridícula y hemos tratado de calmar a la niña ofreciéndole bombones, pero más tarde
hemos pensado que bien mirada la idea no tiene nada de despreciable y hemos
comenzado a calibrar sus pros y sus contras. Hemos decidido de común acuerdo
que mi canonización ha de quedar en secreto (es una idea del presidente) puesto
que si los uruguayos vinieran a comprobar mi santidad, automáticamente se
creerían dioses (dada la idea que ellos se hacen de mí es casi seguro que cada
uno de ellos se creería el dios de mi religión) y esto despertaría entre ellos
una rivalidad muy peligrosa puesto que, siendo bastante agresivos de
naturaleza, comenzarían a matarse entre ellos sin más, lo que sería poco
caritativo por parte de un santo incluso falsificado, como es mi caso. Así pues
mi canonización deber quedar anónima, es decir que hay que dar con la manera
no sólo de esconderla a los uruguayos sino de hacerles creer que yo soy un uruguayo
como ellos. Es también importante por una razón puramente práctica: conviene
que dejen de perseguirme por todos los sitios a los que voy, empujándome y
profiriendo insensateces, de ello depende mi salud tanto física como moral.
Evidentemente es el punto más difícil de resolver porque todos me reconocen en
cuanto me ven, por esto hemos pensado que podría quizás intentar el milagro de
cambiar de aspecto físico, pero aunque he conseguido que se me hincharan un
poco los mofletes y se me alargaran un poco los brazos y la nariz, esto no me
cambia lo suficiente como para no ser reconocido. El presidente ha tenido la
idea de cortarme los párpados y los labios y convertirlos, es el colmo, en mis
reliquias, y aunque al principio la idea no me ha tentado por razones
estéticas, he terminado por convencerme de que ésta es la mejor solución y he
conseguido al mismo tiempo el milagro de anestesiarme durante la operación.
Cuando me he mirado en un espejo he estallado de risa, de tan desconocido que
estaba. Ahora sólo nos queda por escoger una falsa palabra (la palabra que
pertenezca a cada uno de ellos y que constituya el punto de unión que ellos
tengan hacia mí) pero la elección es difícil porque quiero encontrar la más
confortable de pronunciar (es ya bastante aburrido no tener más que una sola y
si además hay que repetirla a lo largo del día va a ser una pesadez). Lo más
difícil evidentemente habría sido escoger la palabra palabra que es la palabra
más simple, pero para esto hace falta tener labios. Me he decidido por la
palabra rata que es bastante corta y no exige más que un pequeño temblor de la
garganta en el momento en el que los pulmones se deshinchan. El resto ha sido
un juego de niños. El presidente me ha hecho salir por una pequeña puerta
secreta (me han abrazado los tres deseándome buena suerte) y me he mezclado
por entre la multitud que se
pasea frente a la Casa Presidencial en espera de mi salida pronunciando cada
uno su palabra; yo he repetido «rata, rata» y naturalmente me han tomado por
uno de los suyos. Al principio han estado muy inquietos al no verme salir de la
Casa Presidencial (para ellos estoy ahí dentro desde hace tres semanas) pero
estos últimos días han comenzado a calmarse. Poco a poco han reanudado su
antigua costumbre de escogerse lugares. Para hacer como ellos me he elegido uno
bastante confortable (son tan burros que escogen cualquier cosa, hasta un
tenedor les es bueno para sentarse encima de él todo el día). Yo tengo siempre
el mismo lugar: un gran agujero que he cavado en la arena y en el que he
colocado algunos efectos personales e incluso un tocadiscos de pilas. No puedo
decir que me sienta desgraciado, ya que la vida es tranquila y la alimentación
buena. Deliciosas legumbres han comenzado a crecer por todas partes y no tengo
más que estirar mi mano fuera del agujero para atrapar un conejo y prepararme
un plato suculento. El presidente viene a menudo a verme y no deja nunca de
traerme un azúcar o un habano y a veces incluso las dos cosas. A veces le
acompaña la niña y los tres juntos tomamos baños de sol en la playa (es en
estos momentos cuando más se nota a faltar el mar) bebiendo cervezas y haciendo
castillos de arena. Para divertir a la niña, a la que adoro, le hago de vez en
cuando milagros aunque en los últimos tiempos he perdido muchos de mis poderes.
Pero aún tengo algunos trucos de reserva. Puedo aún hacer que se muevan algunos
granos de arena o que crezcan los tomates. Los viernes por la noche ceno en el
Plaza, pero el servicio es muy malo desde lo de la resurrección, porque te
sirven la primera cosa que les pasa por la cabeza. Y a
veces esa cosa no es del todo comestible. No pienso volver más. Anteayer casi
me echan a la calle porque me negué rotundamente a comer una repugnante mezcla
de patatas hervidas y fritas colocadas en torno a uno de los calcetines del
camarero (le vi poner el calcetín en el plato con mis propios ojos) y eso que
soy un cliente de los más antiguos. Se lo he comentado al presidente y me ha
prometido que los haría ejecutar. Anteayer el monte de Montevideo se ha alejado
dulcemente en el mar hasta convertirse en un punto en el horizonte.
Inmediatamente todas las casas de la ciudad se han amontonado unas sobre otras
alrededor de la Casa Presidencial y la Casa Presidencial misma no ha parado de
dar saltos que a veces llegan a ser de treinta metros. Es bastante molesto
porque esto hace que tiemble el sol. Hemos visto cosas peores, bromea el
presidente. Te dejo la palabra. Hasta mañana, Maestro. Buenos días, Maestro.
Hemos recibido la visita del papa de la Argentina, es pequeño y flaquito, va vestido de oro y vuela
(ha llegado volando, para hacer cualquier cosa imita el ruido de un avión y
esto le levanta mecánicamente del suelo, a continuación señala con el dedo
índice la dirección que prefiere). Parece ser que en la Argentina nuestras
aventuras han sido seguidas por televisión y él ha venido a ponerme la medalla
del cómico argentino (un bajorrelieve que representa la cabeza de una vaca
extremadamente seria mirando fijamente el horizonte, dice que es el emblema de
la Argentina). He fingido estar emocionado, pero sin exagerar la nota, porque
creo que me ha propuesto un contrato como actor en la televisión argentina. Le
he hecho ver muy cortésmente que mi éxito en la televisión era del todo accidental,
pero me ha contestado bastante en serio que era un hecho. El presidente, que es
un gran naif, no ha parado de hacerle reverencias y de tomar notas de todo lo
que el otro ha dicho. Ha pretendido que él podía detener los brincos de la
Casa Presidencial (da saltos histéricos cada tres minutos) si yo le prestaba
mis reliquias. Las ha pegado a sus párpados (mis ex-párpados) y a sus labios
(mis ex-labios) lo que le ha dado un aire totalmente ridículo. A continuación
se ha puesto a volar alrededor de la Casa Presidencial como un moscardón gritando
«caraco, caraco» que es, al parecer, la palabra clave de la brujería argentina.
Al cabo de una hora, completamente agotado, se ha desplomado a nuestros pies y
le hemos dado un vaso de agua. Ha pretendido que la Casa Presidencial saltaba
con más suavidad que antes, lo que es falso. Le he pedido que me devolviera mis
reliquias y las he vuelto a guardar en el cofre que utilizo para esto. Le hemos
preguntado si quería pasar la noche en el Uruguay y ha aceptado al ver que
tenía por delante varias horas de vuelo y que se estaba haciendo de noche.
Esto me ha contrariado un poco (aunque no lo he dado a entender) ya que vivimos
un poco apretados (el presidente cuando la Casa Presidencial empezó a dar
brincos tuvo miedo de dormir allí y usted ya sabe que mi agujero no es grande y
que no tengo más que una cama). Le hemos dado a comer algunas legumbres y nos
hemos apretado para dormir los tres en la cama, lo que no es fácil puesto que
el presidente no para de engordar desde que la niña lo ha dejado (ella se ha
ido al norte con la señora negra y parece ser que han
instalado allí un burdel). Ya con las luces apagadas me he dado cuenta de que
había cierto movimiento bajo las sábanas: el presidente se hacía sodomizar por
el papa de la Argentina. Al instante he encendido la luz y han fingido que
dormían. Yo estaba extremadamente sorprendido, no por el hecho en sí que no
tiene nada de reprobable sino por el extremo servilismo del presidente que
haría lo que fuera con tal de que se le devolvieran las
vacas uruguayas que se fueron a nado a la Argentina cuando aún había mar. No
he apagado las luces y he fingido que leía, pero me he dado cuenta de que el
presidente, aún roncando y todo, el muy hipócrita estaba masturbando al otro.
Me he levantado tranquilamente y he pedido al papa que fuera a dormir a la
bañera, pero se ha negado muy secamente con el pretexto de que él es el papa de
un país más grande que el nuestro y ha dicho que era a mí o al presidente a
quien le correspondía ir a dormir a la bañera. Le he recordado que está bien
ser papa, pero que yo soy santo, y como no ha encontrado respuesta a esto ha
hecho ver que dormía de nuevo. A todo esto, el presidente, muerto de vergüenza,
roncaba de tal modo que rompía los tímpanos. He vuelto a acostarme y he apagado
las luces pensando que tras este incidente no se atreverían a recomenzar.
Cuando apenas me había calmado un poco he notado la mano del papa entre mis nalgas
tratando de separarlas con los dedos, pensando que dormía tan profundamente que
no me daría cuenta. He dado un salto y he encendido la luz. El papa me ha
mirado riendo y haciendo gestos obscenos con su dedo índice. Le he preguntado
calmadamente si no le daba vergüenza. Me ha dicho que un papa no tiene
vergüenza de nada, lo que no les ocurre a los santos. Esto me ha exasperado. Me
he echado sobre él y le he retorcido la nariz hasta hacerle sangrar. Le ha
sorprendido tanto que no se ha atrevido a contestarme. A la mañana siguiente,
los tres hemos tomado en silencio el café con leche, y aunque el presidente
no se atrevía a levantar la vista de la taza, el papa parecía muy despreocupado
e incluso ha hecho algunos vuelos alrededor de la mesa antes del desayuno. Tras
el café con leche, el papa nos ha pedido que le enseñáramos algunos uruguayos
antes de marcharse. Montado a caballo hemos dado una rápida vuelta por el
Uruguay, lo que no es nada difícil ya que el país no para de encogerse. El papa
ha estado bastante descortés y no ha parado de decir que los argentinos son
más altos, más limpios, más ricos que nosotros, y aunque esto fuera verdad (no
lo sé porque nunca los he visto) no creo que sea ésta una cosa que le
corresponda decir a un papa. Nos ha propuesto una partida de dados entre
argentinos y uruguayos, y aunque al presidente parecía seducirle la idea yo me
he negado. Hemos almorzado en el Plaza y el papa no parecía tener prisa por
irse. Le he recordado que si quería llegar a Buenos Aires antes de que
oscureciera aún estaba a tiempo de ponerse en marcha. Ha dicho que le da igual
porque los argentinos van a esperarle el tiempo que él quiera. Se ha limpiado
los dientes haciendo ruidos y el
presidente le ha imitado. Después ha propuesto al presidente una visita a la
Argentina y el presidente ha enrojecido de confusión. Me ha mirado con cara de
perro implorando su comida y le he dicho que si quiere partir es asunto suyo.
«Sabía que era usted bueno», me ha dicho el papa, «y le doy mi bendición.» Le
he dicho muy cortésmente que no tenía nada que hacer con ella. «Se la doy de
todos modos» me ha dicho, y ha escrito la palabra «bendición» en un trozo de
mantel y me lo ha dado. He hecho de él una bola y la he tirado en medio de la
mesa. El papa se ha puesto a contar al presidente las maravillas de la
Argentina donde, al parecer, la gente ha adoptado una nueva religión que
consiste en reírse los unos de los otros (él es el único en no reír y nadie
puede reírse de él, por esto es el papa) y parece que se concentran todos en un
mismo lugar del país, porque cuanto más numerosos son más se ríen. He
encontrado todo esto tan estúpido que ni tan siquiera me he molestado en
decírselo. El presidente me ha preguntado si podía irse con algunas de mis
reliquias para mostrárselas a los argentinos y le he dado un trozo de párpado.
Han decidido marcharse de noche a pesar de que sopla mucho viento, pero el
papa asegura que puede volar de noche y con cualquier tiempo. Hemos atado el
presidente al papa con una cuerda. Parecían dos salchichones atados juntos y me
he dicho que si su religión es reír, estarán bien contentos cuando les vean
llegar. Nos hemos hecho reverencias y han empezado a subir por los aires. Han
tardado tres horas al menos en desaparecer por el cielo porque el pobre papa
volaba como un gorrión al que hubieran atado un ladrillo. Les he dicho adiós
con la mano y me he ido a dormir, porque la noche anterior casi no pegué ojo.
Mañana he de ocuparme de todo el país yo solo. Pese a que en la actualidad
están casi todo el tiempo inmóviles y mudos, el hecho de no verme durante dos o
tres días les provoca crisis de angustia que prefiero evitar. Así, todos los
días doy una vuelta por el Uruguay y dejo que cada uno de ellos me vea, y para
cada uno tengo una palabra amable. Lo que más les gusta es que les explique a
qué se parecen en relación a la última vez que les vi, por ejemplo, a uno que
perdió sus cabellos le digo: «usted ha perdido sus cabellos» y él se
tranquiliza e incluso ríe, o bien a una mujer que ha perdido su marido le digo:
«usted ha perdido su marido», entonces ella llora un poco y luego se calma. A
los que sufren porque su lugar es poco confortable (aquellos que han escogido
como lugar un cactus o bien una caja demasiado pequeña para ellos) les digo:
«su lugar no es confortable» y esto les calma. A fuerza de repetirles cada día
la misma frase han terminado por aprenderla de memoria y el calvo, por ejemplo, cuando me ve me dice: «usted ha perdido
sus cabellos» y la viuda «usted ha perdido su marido». Han aprendido a tener
entre ellos breves conversaciones. Ahora el calvo le dice a la viuda: «usted
ha perdido sus cabellos» y la viuda le contesta «usted ha perdido a su marido»
y esto les hace reír. He intentado el experimento de colocarlos en círculo y, a
pesar de que esto al principio les horrorizaba, en la actualidad han comenzado
a acostumbrarse y no paran de decirse tonterías. Les he colocado a todos en un
gran círculo, pero no les ha gustado mucho pues no llegan a ver los límites del
círculo que ocupa prácticamente todo el sitio del Uruguay y se han quedado
mudos. A cada uno le he enseñado a decir su frase a su vecino de la izquierda y
a escuchar la frase de su vecino de la derecha y a repetirla a su vecino de la
izquierda, y así indefinidamente. Al
principio no les ha gustado mucho, pero al cabo de un rato, cuando han
descubierto que regularmente todos los días su frase les volvía, han estado
realmente encantados. La viuda, por ejemplo, desde que sabe que todos los días
a las diecisiete quince su vecino de la derecha va a decirle «usted ha perdido
su marido» se empieza a divertir desde la mañana y yo, por mi parte, la hago
servir de reloj, lo que me es bien útil ya que el mío se rompió hace no sé
cuántos años. Habría sido una solución perfecta para ellos y para mí si
últimamente el tiempo no se hubiera reducido en sus cabezas de una manera
vertiginosa. Se hablan cada vez más deprisa y cada frase tarda apenas quince
minutos en dar la vuelta completa. Me he dicho que si llega el momento en el
que la misma frase da la vuelta al círculo en un instante nos arriesgamos a uno
de esos raros cataclismos típicamente uruguayos a los que estamos, desde
luego, habituados, pero que no siempre son deseables. He probado a colocarlos
de una manera diferente (se niegan una vez visto el gusto que le han tomado al
juego) y también a introducir nuevas frases en el círculo, pero parece que nada
de todo esto les entra. Allá ellos, ya verán lo que les pasará. Segundo golpe
de teatro: el presidente ha vuelto. Se le ha catapultado al Uruguay, el papa no
se ha molestado en acompañarle. De entrada ha tratado de hacerme creer que lo
suyo había sido una tourné triunfal por las provincias argentinas, pero ha
bastado con una sola mirada severa que le he lanzado para que se hundiera en
llanto contándome la triste verdad: el papa, cuyo verdadero nombre es Mister
Poppy, en realidad es un peligroso traficante de blancas. Había venido al
Uruguay para reclutar a la niña y a la señora negra en las que se había fijado
a través de las emisiones de televisión. Para lograrlo montó toda esa historia
en la que se hacía pasar por papa, el
muy cerdo, y al no encontrar a la niña y a la señora negra sedujo al presidente
para hacerle trabajar en los burdeles argentinos. Parece que el pobre las ha
pasado de todos los colores. Se le vestía de bailarina española y había cola
para sodomizarle. A costa de sacrificios consiguió finalmente tener bastante
dinero como para poder comprar una catapulta en espera, según él, de obtener mi
perdón. Le he perdonado de todo corazón y se ha puesto a llorar. Me ha confesado
que un día en que se moría de hambre en la nieve vendió mi reliquia para poder
comprarse un sándwich. Le he perdonado. Me ha traído un regalo, una corbata que
uno de sus clientes olvidó en su habitación de Tucumán., Me ha pedido que me la
ponga en la primera cena que hagamos juntos después de su desventura. Me he
puesto la corbata y le he dicho que tomara un baño mientras yo pelaba las
patatas: ha dicho que no había necesidad, pero le he ordenado que lo hiciera
porque está muy claro que no ha tomado ningún baño desde que se fue. Mientras
pelaba las patatas he oído el ruido de la ducha sobre el parterre y no sobre
él, de modo que he entrado en el lavabo y le he encontrado sentado en el bidet
riendo. Lo he metido en la ducha a patadas y he esperado a que se enjabonara
totalmente. Hemos cenado a solas en la playa a la luz de una lámpara que había
recuperado de la Casa Presidencial antes de que quedara inservible. El
presidente, animado por el vino, se ha ido de la lengua y me ha contado que al
principio estaba enamorado del papa, quien se negaba a casarse con él, pero que
pronto encontró un agregado de ministerio que le pagaba todos los caprichos.
Llegó, según él, a hacerse ofrecer una estola de armiño y una tiara de estrass
y una tarde fue invitado a una recepción en la que tomó cocaína de la que
guarda un recuerdo inolvidable. Me ha preguntado si no tenía cubiertos para
comer las patatas y le he respondido lacónicamente que no. Ha cogido las patatas
con los dedos y las ha mojado en el vino y después las ha chupado gritando
«ho-la-lá, ho-la-lá» como si fuera la mejor de las delicias. Me ha dicho que en
la Argentina es fácil hacer dinero, pero que no le interesa porque son
demasiado groseros. Su mejor compañera, una árabe, fue maltratada porque se
negó a chupársela a un negro y fue ella la que fue condenada porque los negros
dijeron que les había mordido en los testículos y fue azotada en una plaza pública.
Me ha confesado que en el fondo es a mí a quien siempre amó, pero que mi
carácter cerrado le llevó a huir de mí. Me ha dicho que a menudo, en sueños, yo
le llamaba y que ésta era una prueba de que le amaba. Me ha cogido la mano
apretándola muy fuerte con lágrimas en los ojos y he de confesarle que esto me ha emocionado. Es un buen
tipo y no tengo derecho a juzgarlo por un extravío pasajero del que él mismo ha
sido la primera víctima. A la hora del café hemos recibido la inesperada
visita de la niña y de la señora negra que habían oído que el presidente estaba
de vuelta y que querían enterarse de cómo eran las últimas modas argentinas
(actualmente ellas tienen un almacén de modas) y el presidente les ha hecho
algunos croquis. Ellas esperan ampliar su negocio y conquistar todo el mercado
uruguayo y para esto cuentan conmigo para que les preste una máquina de coser,
pero desgraciadamente no tengo ninguna. Se han ido tristes aunque optimistas.
En cuanto se han marchado, el presidente me ha hecho una escena inaguantable
diciendo que yo había dormido con ellas durante su ausencia, lo que es absolutamente
falso ya que no las había visto al menos desde hacía cinco años. Tras haberme
roto un plato en la frente se ha arrojado a mis pies pidiendo perdón. He
intentado convencerle de que se fuera a la cama y me ha acusado de querer
envenenarle mientras dormía. Le he asegurado que no y ha vuelto a pedirme
perdón. Le he acariciado un poco la cabeza y parece que esto le ha apaciguado
porque se ha dormido con la cabeza entre mis rodillas. Se hace de día. Es muy
bello, pues desde que el cielo está al borde de la playa se puede tocar el sol
con la punta de los dedos en el momento en que pasa ante ti. Una lágrima corre
por mi mejilla. El presidente ha tenido una pesadilla entre dos ronquidos y ha
gritado: “¡Mister Puppy, no me pegue más!». Le he zarandeado
y se ha frotado los ojos, me ha abrazado y después se ha dormido de nuevo. Yo
también porque mañana tengo un día muy atareado. Hasta mañana, Maestro.
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