martes, 22 de septiembre de 2015

EL URUGUAYO - Copi

EL URUGUAYO de Copi

Querido Maestro:

Sin duda le sorprenderá recibir noticias mías desde una ciudad tan lejana como Montevideo. La razón por la que me encuentro aquí, confesémoslo de entrada, se me escapa. Si me permito dirigirle esta carta, sin duda irritante, es más por ser leído por usted que por lo que le voy a contar: no le ofenderé pensando que mi historia le interesa más que a mí. Le estaré, pues, muy agradecido si saca del bolsillo su estilográfica y tacha, a medida que vaya leyendo, todo lo que voy a escribir. Gracias a este simple artificio, al término de la lectura le quedará en la memoria tan poco de este libro como a mí, puesto que, como probablemente ya habrá sospechado, prácticamente ya no tengo memoria. Le imagino dudando, con su estilográfica en la mano, al ver que la frase anterior presenta varios ejes a partir de los cuales puede empezar a tachar; yo dudo como usted. Dejo esta decisión a su libre arbitrio. Escribiendo me doy cuenta de que ciertas frases me quedan extrañas, como esta última (dejo esta decisión, etc.) sin duda porque, en los últi­mos tiempos, he practicado mucho más la lengua que se habla en este lugar que el francés y proba­blemente volver a un lenguaje normal me es más difícil de lo que creía. Le ruego, pues, que excuse alguno de mis giros. El país se llama República Oriental del Uruguay. Y el Uruguay, siendo na­turalmente un río que está al occidente de la Re­pública, es un nombre que, en indio, podría tra­ducirse por la República (URU) está en Oriente (GUAY). Aquí tiene la primera cosa rara. La se­gunda es ésta: la ciudad se llama Montevideo y ellos te explican tranquilamente que esto en por­tugués quiere decir: he visto el monte*. Sigo escribiendo y doy por supuesto que ha leído y ta­chado esta llamada, lo que no siempre es seguro, ya que hay una cierta categoría de lectores -lejos de mí el censurarlos -que leen al final de la pá­gina todas las llamadas a la vez. Estoy seguro que le habrá molestado que emprendiera solo tan largo viaje. Debería, lo sé muy bien, haberle llevado con­migo en lugar de huir como un ladrón. Ya está hecho y aprovecho para confesarle que lo que me *«Vide o Monte», pues, aun aceptando explicación tan deli­rante, la ciudad debería llamarse Videomonte y no Montevideo asqueaba de usted (y lo que habría hecho insopor­table su compañía en este viaje) es su manía de detenerse a cada momento para tomar notas de lo que ve, como en nuestro viaje a Normandía al tér­mino de mis estudios. Antes lo toleraba, ahora esto francamente me tocaría los huevos. Tache con rabia. Al entrar en el puerto no dejas de ver el monte que domina la ciudad. Es una convención: el monte no ha existido nunca. La mierdecita de perro que llevaba conmigo no dejó de gritar junto a los otros turistas: ¡Montevideo!  al ver no sé qué naranja que flotaba entre dos aguas igual de aceitosas. Sé que aquí ha tachado con melancolía. Naranja entre dos aguas aceitosas... y se imagina ya el monte y se dice: es como si realmente lo hu­biera visto. ¡Ah, cómo sigo el ritmo de su estilográfica cuando tacha mis frases! ¡Querido Maes­tro! Llora, viejo boludo, nunca más estaré contigo. No impide que Montevideo sea agradable. Las ca­lles, los espacios verdes, la arena, el mar. No tengo más ganas de escribir. Me desalienta estar tan lejos de usted. Nunca sabré en qué momento leerá estas palabras ni dónde estaré yo entonces. Promé­tame que hasta ahora lo ha tachado todo. Hasta mañana, a sus pies. Copi. Hoy no tengo ningunas ganas de escribirle. Voy a pasearme por las dunas con mi perro Lambetta, lanzaré trozos de madera seca entre las olas y él estará encantado de ir a buscarlas y devolvérmelas bien mojadas. Somos bas­tantes los que hacemos esto, pero es tan grande el espacio, que no nos molestamos entre nosotros. Los perros nos molestan únicamente cuando, justo a nuestro lado, se sacuden el agua que les ha que­dado adherida en el pelaje; yo no sé si ha estado alguna vez al lado de un perro mojado que se sa­cude, es como una lluvia de lo más irritante y mo­lesta; te hace ponderar el contrapeso del placer que se experimenta al lanzar un trozo de madera entre las olas. Les gusta también un juego muy singular que consiste en correr a lo largo de la línea de demarcación entre el mar y la arena, ora mojándose las patas, ora hundiéndolas brevemente en la arena que se adhiere a dichas patas gracias al agua de la que están mojadas, siendo lavada dicha arena por el agua del mar apenas ellos la han ro­zado, y así sucesivamente, a veces en parejas (los perros) y a veces solos. Pero aquí me detengo por­que esto deviene rápidamente sistemático. Usted me dirá ahora: olvídese de los perros, siéntese so­bre una duna, encienda un cigarrillo haciendo paraviento contra el viento Con las manos en bo­cina y piense en otra cosa. Sospecho que usted tuvo un perro en su juventud, es una típica idea de un amo de perro, Maestro. Pelotudo. Sospecho que incluso va a tachar todos los insultos de esta carta antes de releerla. No le va a quedar nada de ella, sabe usted. Pelotudo. He tachado por mí mismo todo lo que sigue a la palabra Copi. No he encon­trado mi lenguaje de ayer. Voy a pasearme. Aquí las gentes están dispuestas de manera diferente se­gún los barrios (un barrio se llama un cuarto, que quiere decir también dormitorio). Hay cuartos en los que no hay ni casas y que me parecen los más interesantes, ya que la disposición de las gentes (gentes: jujo en uruguayo) parece la más movible. Cada persona ocupa un lugar en un barrio cual­quiera de la ciudad, pero sus lugares varían consi­derablemente de dimensión. Por ejemplo un árbol puede ser un lugar lo mismo que un metro cua­drado de acera, dos metros cuadrados de acera, una plaza en un automóvil, e incluso un caballo entero o parte de este caballo; en fin, todo puede ser un lugar desde el momento en que ellos pueden darle un nombre. Y esto no les cuesta nada, créame. No paran de inventarse palabras que les pasan por la cabeza. Si uno de ellos me viera escribir en este momento (para escribir me escondo) podría inven­tar una palabra con la que nombrar mi cuaderno, mi estilográfica y a mí mismo (digo podría, pero estoy seguro de que lo haría) y esta palabra se con­vertiría automáticamente en un lugar que él ocu­paría en el acto, dejándome, en cierta forma, fuera. Un lugar se ocupa o bien físicamente (en el caso que acabo de citar esto habría sido imposible, evidentemente) o bien sintiéndolo. Hay una palabra para decir me ,siento en mi lugar y ésta es precisa­mente el nombre de la ciudad: Montevideo. A ve­ces se encuentran en situaciones totalmente ridícu­las, por ejemplo en aquel caso en el que varios de ellos gritaban a la vez Montevideo. Eso, para ellos, define un barrio y se ven obligados a explicar el lugar de cada uno para poder inmediatamente de­limitar el barrio. La mayoría de las veces sus dis­cusiones no conducen a nada (sospecho que mien­ten bastante a menudo, a pesar de que la palabra mentir no existe en su vocabulario) (de hecha no se sirven nunca de ningún verbo) puesta que to­dos pretenden tener siempre un lugar más grande (imponente) que el de su vecino, es decir, que su lugar comprende mayor número de elementos (por ejemplo un pan, una mesa, una silla y un tenedor) que otro lugar que no tendría más que la mitad del pan (a menudo, además, el del vecino), un tenedor torcido y una pequeña punta de salchicha (la lla­man sassassa), mientras que un tercer vecino pre­tende que su lugar comprende un pan, la mitad del pan (que ya se encuentra en litigio), el tenedor, la mitad de ese tenedor, un salchichón, un azúcar y un jardín, pongamos por caso. Incluso una vez escuché a uno que pretendía que su lugar com­prendía el mar y la tierra, discutiendo con otro que aseguraba que su lugar comprendía todos los mares y todas las tierras, a lo que el primero res­pondió: ¡papá! que en uruguayo quiere decir (lo supe más tarde:) la tierra (comprendiendo la tierra y todos las mares y todas las tierras) mien­tras que un tercero que hasta entonces había es­tado callado gritó de pronto: ¡Sistema Solar! y un cuarto, en el mismo instante, dijo: ¡sississi! (sis­tema en uruguayo). Ellos consideraron evidente que había sido este último el que había ganada el barrio y los otros tuvieron que mudarse al campo. El que gana un barrio queda confinado en él para siempre, a menos que consiga escaparse, lo que es extremadamente difícil. Lo que más me molesta de ellos es que no huelen. Lambetta se siente per­dido. Como no tiene nada que olfatear, finge que olfatea la arena y se inventa olores. Esto lo hizo en las primeros días, parque ahora me parece que ya no se acuerda de lo que es un olor, ya que no olfatea nada y el pobre se contenta únicamente con lo que ve, como la punta de madera que va y viene en su boca y en el aire indefinidamente entre mi mano derecha y el mar. No debí nunca llevar a mi perro conmigo, se siente muy desgra­ciado. Debería habérselo dejado a usted para que me lo guardara, Maestro. Hay tantas cosas a degus­tar con el olfato en su casa, sus viejas ropas, sus pedos, su balcón, la madera de su mesa, su propio olor, sus coles impregnándolo todo de ese olor impertinente que destilan mientras usted toma las últimas notas de una tranquila jornada de otoño, con su apetito abriéndose cada vez más, como una col, dentro de su estómago y con la saliva suelta en su boca cerrada. Le habría estado incluso agra­decido, mi pobre Lambetta, si hubiera podido la­merle la mano izquierda sin impedirle esto escri­bir con la otra mano. Para ellos yo no soy nadie o casi nadie. Entre ellos ocurre lo mismo. Viven con el terror de que alguien deje de gritar Monte­video cuando lo gritan, pues se arriesgan a encon­trarse con un barrio bajo el brazo, lo que para ellos es un deshonor, pues en ese momento cual­quiera podría tomarlos como lugar, ya que se les considera muertos. Solamente (y esto es realmente delirante) pueden ser tomados enteros, nunca por partes. Si el barrio (es decir, el muerto) comprende un perro, una casita, un jardincito, una vajilla y quizá la muerte misma, nadie puede coger la va­jilla o el jardincito, etc., dejando el resto, debe cogerlo todo. Los lugares, a medida que la gente muere, se van haciendo cada vez más raros y com­plejos y hay lugares (muertos) que comprenden centenares de lugares (muertos) y nadie quiere cogerlos a menos de que se vea realmente forzado a ello, pues corres el riesgo de tener un barrio y por consiguiente estar muerto (¡). Los viejos son los que generalmente están muertos más veces, aunque conocí a un niño de siete años que estaba muerto cuarenta y siete veces, aunque hay que decir que no tenía aire de buena salud. Es una especie de héroe nacional, por lo que comprendí, pues está siempre sentado sobre el pedestal de una estatua en posición de estar a punto de jugar al boliche y los transeúntes le aplauden cuando pasan por el lugar: una plaza (la estatua, es decir el niño, está justo en el centro de la plaza), y cuando, en mi pésimo uruguayo, pregunté a un transeúnte porqué aplaudían, me respondió niño rico-rico, que quiere decir este niño es muy rico, lo que sig­nifica que es el propietario de numerosos barrios y, por tanto, una esperanza para el país, puesto que (ésta es su religión) ellos esperan que uno de los suyos llegue un día a ser propietario de todo el Uruguay. Lo que, sin duda, les ahorraría mu­chas preocupaciones. No les falta una cierta ele­gancia en alguna de sus costumbres. Por ejemplo la ceremonia en la que exorcizan sus dobles. Es ésta su única distracción y uno de los raros mo­mentos en los que les he visto si no reír al menos sonreír juntos. La cosa va así: se reúnen de diez a quince (el número poco importa) y delimitan con un trozo de madera dibujando en la arena (prefieren las dunas) lo que ellos llaman el «mapa mundi» ,es decir, el primer dibujo que se les ocurre. Después se colocan en el interior de la manera que les parece más adecuada a su estado de ánimo, por ejemplo uno se convierte en una cantante muda de ópera (es decir, no importa qué) y abre la boca con los brazos en cruz en un lugar cualquiera del dibujo, un segundo se convierte en dentista pensador, es decir que mira el interior de la boca del primero con aire concentrado, un ter­cero se convierte en reidor, es decir, que mira a los dos primeros estallando de risa cada vez que su mirada va de uno al otro, un cuarto se convierte en tosedor, es decir que tose cada vez que el ter­cero ríe, un quinto golpea la espalda al cuarto cada vez que éste tose, un sexto sodomiza al quinto (sí, ha leído usted bien), un séptimo señala con el dedo (al sexto y al quinto) con aire reprobador, un octavo señala al séptimo repitiendo indefinida­mente moralista, moralista, un noveno lo mira todo (los ocho primeros) a una cierta distancia sin expresión particular y un décimo hace la limpieza, es decir, que sacude el polvo (a los nueve restan­tes) sirviéndose de un plumero o de un trapo húmedo. Y ahí comienza la distracción. Cuando uno de ellos tiene un momento de distracción (es fácil distinguirlo una vez que estás habituado al juego) los nueve restantes ríen. Explicado de esta manera parece un juego idiota, pero jugarlo re­sulta bastante divertido, sobre todo cuando los momentos de distracción se prolongan varios minutos. Yo mismo he jugado bastantes veces y me he divertido mucho; así como mi perro, que adora el juego, ya que gana casi siempre al ser poco dis­traído de naturaleza. Los uruguayos pronuncian una media de tres palabras por día*, algunos pronuncian siempre la misma palabra, otros son resueltamente mudos. Cuando dos de entre ellos pronuncian habitualmente la misma palabra (poco importa de qué palabra se trate) se convierten en «hermanos de sangre», es decir, que pertenecen a una formación política y son fusilados de inme­diato. Este es el origen, creo, de su manía de in­ventar palabras cada vez más complicadas. Hace poco tuve un incidente extremadamente molesto que ilustra bien esta manía. Entré en un estanco con mi perro. Había entrado para comprar cigarri­llos y mi perro lo había hecho por acompañarme (es poco fumador). No recuerdo qué es lo que iba a contarle. Ah, sí. Pido cigarrillos y un segundo uruguayo que había entrado detrás mío pronuncia al mismo tiempo la palabra «pitillo» (polla. Ci­garrillo y polla tienen el mismo nombre. De hecho, lo que quería él era acostarse con la señora del estanco, una negra que, por cierto, no estaba nada mal). La señora del estanco se queda estupefacta. Yo miro a mi compañero de palabra que confun­dido deja caer su dentadura al suelo. Me agacho ¡Y aún! para recogerla. El también se agacha y toma a mi perro en brazos (más tarde me pareció entender que creía que yo quería cambiar su dentadura por mi perro). Nos miramos los tres, la señora con un paquete de cigarrillos en la mano, él con mi perro en brazos, yo con la dentadura cogida con la punta de los dedos. ¿Pitillo?, dice al poco rato la señora, en tono desconfiado. No me atrevía a pronunciar palabra por miedo a que el otro pro­nunciara a la vez la misma palabra y entonces sí que la liábamos del todo. ¿Pitillo? repitió la se­ñora, a lo que yo me puse a reír de un modo for­zado repitiendo «no pitillo, no pitillo», pero veía que el otro uruguayo, pálido como la cera, estaba mirando de reojo. La señora se puso decididamen­te agresiva: ¿Hermanos? ¿Hermanos?, nos dijo señalándonos con el dedo, primero a uno y luego al otro. «No, no, no hermanos», dije. Tras esto salí del estanco haciendo crujir la dentadura y me alejé sin volver la cabeza. Un minuto después mi perro se reunía conmigo. ¡Con un ojo reventado!
¡Esos cerdos le habían reventado un ojo! ¿Quién lo habría hecho? ¿La señora, el cliente sospechoso o los otros clientes del estanco? Nunca podré sa­berlo. Seguramente forzaron al cliente sospechoso a reventar el ojo de mi perro. Pobre hombre. To­davía tengo su dentadura en el bolsillo. Quién sabe si encima no lo fusilaron. Y si mi perro vive todavía es porque debieron pensar que verlo con un ojo reventado me apenaría más que verlo muer­to (saben que los extranjeros temen más las muti­laciones que a la muerte) y doy gracias al cielo por ello. Ahora le dejo, querido Maestro, hasta mañana, pues mi perro está a punto de morderme los dedos de los pies, lo que para él quiere decir: es tarde, vamos a dormir; y desde que es tuerto no me atrevo a contrariarle. Me ha obligado in­cluso a comprarle para su ojo una venda negra que, todo sea dicho, le sienta la mar de bien. Los perros son de una coquetería desarmante. Hasta mañana, viejo boludo. Buenos días, pelotudo. Es­pero que habrá tachado todo lo anterior, sobre todo la historia de la venda y del perro, no vaya a enternecerse con esto, viejo boludo. Ciao, Maestro, hoy no tengo ganas de escribirle. Hola, Maes­tro. He dado una vuelta rápida por la playa y he perdido a mi perro. Ha hecho un pozo en la arena cavando con las patas delanteras y lanzando la arena detrás suyo entre las patas traseras (los perros ha­cen esto bastante a menudo) de modo que ante él el pozo se ha ido haciendo cada vez más profundo y detrás suyo una montaña de arena ha ido aumen­tando paralelamente de volumen. Me he distraído dos segundos y cuando he vuelto a mirar he visto que la montaña de arena se había hecho enorme. Me he acercado: el pozo no tenía fondo y mi perro había desaparecido en él. Le he llamado a voz en grito, pero no ha habido nada que hacer. Da igual, compraré otro. Los perros uruguayos no son más tontos que los occidentales. Volviendo de la playa me he dado cuenta de que las calles ha­bían cambiado de sitio, bueno, no exactamente esto, se lo explicaré. La arena ha invadido ciertas calles (el viento aquí no cesa nunca y las dunas no paran de cambiar de lugar) y ha situado ciertas casas, que se hallan casi cubiertas de arena, en medio de lo que había sido una calle. Al intentar encontrar mi camino he tropezado con una rama: era la copa de un árbol de cinco metros (la he reconocido por la disposición de tres nidos de pá­jaros en los que anteriormente había reparado). He golpeado la ventana de una tercera planta de una casa para pedir información: nadie ha respondido. Por todas partes hay chimeneas, ramas, los pisos más altos de las casas más altas, incluso una carro­cería de automóvil (me pregunto cómo habrá lle­gado hasta aquí), pero ni una sola alma viviente. Habría podido pensar que era el único supervi­viente de una catástrofe nuclear y que yo había salvado milagrosamente la vida al hallarme en la playa en el momento de la explosión, pero esto tiene poca lógica. Una explosión nuclear, si no me acuerdo mal de lo que leí en los periódicos fran­ceses, lo arrasa casi todo, pero no deposita arena sobre toda una ciudad. Además, habría oído el ruido de la explosión. ¿Una especie de tornado, quizá? En cualquier caso estoy contento de haber encontrado milagrosamente intacta mi buhardilla (aunque la arena llega hasta el borde) y de haber hallado en ella la carta que he comenzado a escri­birle y que confío que fielmente haya tachado hasta aquí. ¿Ve cómo tenía razón al pedirle que tachara todo?: el Uruguay ha cambiado de repen­te tanto que lo que hasta ahora le he contado ha quedado caduco. Ahora (llamemos a las cosas por su nombre) me encuentro en medio de un desierto de arena dominado por un monte igualmente de­sierto. He roído algunos huesos de mi pobre perro muerto, a pesar de que no tenía tanta hambre. No tengo sed ninguna. Me voy a dormir, aquí no hay gran cosa que hacer. Hasta mañana, viejo. Hola, viejo. He dado una vuelta por la ciudad y he ido a la playa con la vaga esperanza de encontrar a mi perro*. (* Los límites entre la playa y la ciudad son, en la actualidad, imaginarios, obviamente.)
 He hecho un castillo de arena al lado del agujero en el que él se hundió y he colocado so­bre la torre una pequeña bandera que he con­feccionado con una rama y uno de mis calcetines tricolores. Esto le habría gustado bastante, pienso. Cuando volvía he encontrado un cadáver, el de la señora negra del estanco, desnuda con tacones altos y un tajo en el cuello. Al principio he pensado enterrarla en la arena, pero me ha parecido que era ridículo que estuviera enterrada a un metro del suelo cuando todos sus conciudadanos estaban sepultados a diez o quince metros y he optado por dejarla allá. Por pudor he echado dos puñados de arena sobre su sexo entreabierto. He tratado de imaginar cómo era la ciudad antes de la catástrofe, pero es casi imposible, vistos los pocos puntos de referencia que tengo: estatuas, árboles, tejados de los edificios más altos, algunos pararrayos. Como no tengo nada que hacer y para pasar el tiempo he dibujado en la arena con un trozo de madera el lugar de las aceras, de las calles, de las casas, de los peatones, de los perros, de los coches, y circulo únicamente por las calles y las aceras. Cada vez que encuentro un peatón (están bastante bien dibujados, teniendo en cuenta que los veo des­de arriba) digo buenos días señora, buenos días señor o bien qué bonito perro tiene usted. He teni­do incluso una conversación muy animada con una señora a la que he elogiado su escote y que me ha sonreído (he tenido que imaginar su sonrisa ya que su sombrero la cubría totalmente). Para atravesar las calles me deslizo entre los coches y he tenido la mala suerte de tropezar con un parachoques que casi he borrado y que he tenido que volver a di­bujar. Hoy ha soplado un viento ligero que ha borrado un poco mis dibujos de ayer y como no tenía demasiadas ganas de volver a dibujarlo todo he escrito el nombre de cada objeto o persona con grandes caracteres sobre ellos. Por ejemplo, he es­crito coche sobre los coches, Mimí sobre el som­brero de la señora que me había sonreído, Las aca­cias sobre una casa, roble sobre un árbol, etc. He tenido algunas dificultades con las manzanas de ca­sas que contienen numerosos detalles en el dibujo y he dudado entre escribir en grandes muy grandes caracteres (arrastrando un tronco de árbol) «man­zana de casas» sobre una manzana entera de casas, lo que habría borrado muchos detalles, o bien escri­birlo muy pequeño en una esquina. Estaba sentado en el suelo reflexionando sobre este problema cuan­do he visto a mi izquierda, medio cubierto de are­na, un pollo asado. Inútil decirle que no he desper­diciado la ocasión (he pasado seis días sin comer) y he corrido hasta el mar para lavarle un poco la are­na. Lo he devorado incluso antes de que saliera del mar, entre las olas. Esto me ha levantado un poco la moral y he andado a lo largo del mar hasta la tumba de mi perro para recogerme un poco. ¡Sor­presa! El hoyo se ha ensanchado considerablemen­te, ahora tiene casi cincuenta metros de diámetro y está lleno hasta el tope de pollos que hacen un ruido infernal. Naturalmente los que están enci­ma se salvan del pozo y corren hacia ... iba a decir la ciudad, en fin, hacia mi dibujo. He mirado durante horas este pozo de pollos que me parece inagotable. He aquí resuelto, al menos temporal­mente, mi problema de alimento. Esta raza de po­llos vive y muere a una rapidez extraordinaria. Hay quienes se convierten en pollos asados, en pollos fríos e incluso en caparazones de pollos antes de salir del pozo y son pisados por los otros (es bastan­te desagradable, debo decirle). Los que consiguen salir vivos se precipitan hacia la ciudad poniendo huevos cada tres o cuatro metros sin detenerse ni tan siquiera para mirados. He visto un pollo con­vertirse en pollo asado a poco más de tres metros del huevo del que acababa de salir. En cuanto a los huevos, revientan al momento y sale un pollito que corre a toda velocidad hacia la ciudad. Algunos huevos, reventando, descubren un huevo frito que se menea durante algunos instantes como una ostra y después muere. Esta banda de puercos ha dejado mi ciudad en un estado repugnante en menos de tres horas. Dos huevos rotos sobre el sombrero de Mimí, las aceras cubiertas de mierda, caparazones podridos en los nidos que yo había dibujado en los árboles. Hasta mañana, viejo boludo. Hola, pe­lotudo. Esta mañana un yate de turistas argentinos ha varado en la orilla. Me han preguntado si ne­cesitaba algo, he respondido que no. Cuando se han ido me he dado cuenta de que podría haberles dado esta carta, pero ahora ya es demasiado tarde. El mar ha avanzado casi un kilómetro. He tenido que correr para no ser atrapado por las olas. Los pollos flotan entre ellas y parecen más contentos, mucho menos presurosos e histéricos que ayer. El mar ha tardado tres días en retirarse calmadamente, llevándose con él toda la arena, y la ciudad de Mon­tevideo está todavía ahí, cubierta de cadáveres. Ayer tarde oí el ruido de un motor, salté de mi cama y miré por la ventana: era un camión de la Muni­cipalidad que venía a llevarse los cadáveres. Me ha horrorizado la idea de ser colocado en el camión junto con los otros y he pasado el resto de la noche escondido bajo la cama pese a que no les he oído entrar en la casa. Cuando finalmente me he dormi­do, he tenido un sueño raro que más tarde le con­taré pues el despertar ha sido mucho más interesan­te. Mi habitación estaba literalmente invadida por militares, algunos sentados sobre mi cama, otros ca­minando de arriba a abajo entre el lavabo y el ar­mario, chocando a veces con las paredes, incluso había cuatro sentados sobre el armario y dos en su interior; todos fumaban grandes habanos y no cesa­ban de hablar al unísono. Tímidamente he salido de debajo de la cama y se han callado. Han venido a estrecharme la mano uno tras otro, algunos me han dado hasta besos en las mejillas. Ha entrado una niña de unos seis años con mi perro disecado en brazos y me lo ha dado. En cuanto lo he cogi­do se ha marchado en silencio. No he comprendido absolutamente nada de la ceremonia ni tampoco cómo encontraron el cadáver de mi perro, ni por qué me lo daban. En cualquier caso parecían tan cordiales que he pensado que no debía inquietar­me; he colocado a mi perro disecado encima de la chimenea, he ido al baño y he salido a la calle como todos los días. Esto no ha cambiado tanto en rela­ción con lo que era antes de la catástrofe, a excep­ción de que toda la gente está muerta y disecada. Usted me dirá que ésta es una diferencia notable, pero como nunca tuve verdaderas relaciones con ellos, al cabo de cinco minutos me he habituado perfectamente a esto. Debo decirle que la manera en que están colocados es bastante grosera tan me­ticulosos como eran en la elección de sus lugares!), se ven a veces montañas de cadáveres en la esquina de una calle, algunos sobre un coche, incluso he visto algunos pegados en los árboles, y los que están colgados de las ventanas están a veces colocados del revés, es decir que todo lo que se ve de la calle son sus piernas y zapatos. Se diría que se ha hecho este trabajo con prisa y sin convicción. Al llegar al estanco (la señora negra estaba disecada acostada sobre el mostrador) he tenido la sorpresa de encon­trarme la niña que hacía unos instantes me había dado el perro, la cual, al verme, ha sido presa de una crisis de risa loca y ha ido a esconderse detrás del mostrador. He cogido un paquete de «gauloi­ses» y he dejado un franco cincuenta (tres pesos diez) sobre el vientre de la señora negra, después he salido y he ido hacia la playa (hace un tiempo espléndido). Allí he encontrado a mis amigos mili­tares de esta mañana ocupados en medir el pozo de pollos (el que había sido la tumba de mi Lambetta) con cuerdas. Me han recibido con signos de alegría y me han ofrecido cigarros. Los he recha­zado cortésmente y parece que esto les ha divertido pues han empezado a revolcarse de risa por tierra, sobre todo cuando me han visto encender un «gau­loises», Cuando se han calmado un poco he pre­guntado: «¿Por qué catástrofe?» señalando el pozo. Se han puesto blancos como la nieve. Finalmente uno ha dado un paso hacia adelante y ha susurrado a mi oreja: «Yo soy el presidente de la República Oriental del Uruguay» y cogiéndome del brazo me ha llevado hacia el mar. Al llegar a la orilla se ha desnudado cuidadosamente doblando sus vestidos y colocándolos sobre la arena. Me ha parecido que yo tenía que hacer lo mismo. Cuando nos hemos quedado los dos desnudos, los restantes, que se mantenían prudentemente a distancia, se han pues­to a aplaudir y a gritar «viva el diálogo», a esto he­mos saludado militarmente y hemos entrado en el mar. A cada ola el presidente gritaba «viva la mar» y me ha parecido que tenía que hacer lo mismo. A cada una de nuestras exclamaciones los otros aplaudían desde la orilla. Cuando hemos dejado atrás las olas (el presidente nadaba como una foca haciendo con la boca un ruido bastante desagrada­ble) me ha dicho en el tono más natural del mun­do: «¿usted presidente?», he contestado «no pre­sidente», entonces me ha mirado fijamente con sus ojos de foca: «¿por qué?» me ha dicho. «N 'est pas president qui veut» le he respondido. «¡Maca­nas!», me ha contestado en tono apremiante. Este diálogo me ha parecido perfectamente estúpido y me disponía a ganar de nuevo la orilla cuando he­mos oído el zumbido de un avión. He alzado la cabeza. En ese momento el avión ha lanzado una bomba sobre los militares que se habían quedado en la playa. El mar producía olas en sentido con­trario que estuvieron a punto de arrastrarnos de­masiado lejos para poder regresar. Hemos alcan­zado la orilla sofocados, donde estaban un montón de cadáveres carbonizados sobre la arena negra. Haciendo un saludo militar el presidente se ha ido parando delante de cada uno de ellos pronunciando la palabra «militar» en un tono solemne, después se ha vestido lo mejor que ha podido, pues sus ropas estaban medio quemadas (las mías también, pero me ha parecido que la situación era más emba­razosa para un presidente que para mí), finalmente me ha dicho poniendo una mano en mi hombro: «acconta-me tutto». He probado de hacerla lo me­jor que he podido, comenzando por lo de mi perro cavando el pozo en la arena. «¿Quién culpable?» me ha preguntado cuando he terminado de hablar. «No sé» le he contestado. «¡Bravo!» ha gritado besándome en las mejillas cuatro veces seguidas. Tras esto ha entrado vestido en el mar y se ha pues­to a nadar; no se había alejado ni cien metros cuan­do he oído el ruido del avión, he levantado la cabe­za y poco después ¡boom! de lleno sobre la cabeza del presidente, del que no ha quedado más que una gran mancha roja en el mar. En ese momento he comenzado a hacerme preguntas o más bien una sola pregunta: ¿por qué era yo el único supervi­viente del Uruguay? Aparentemente estaba tam­bién la niña, pero pronto he aclarado este punto: al entrar en mi casa la he encontrado con el vientre abierto sobre mi cama. Hasta mañana, Maestro. Buenos días, Maestro. Ni un alma viviente. He pa­sado el día recorriendo la ciudad en todas las direc­ciones con un jeep militar que he encontrado es­tacionado frente al estanco (¿quién lo ha dejado allí?). En la caja de ... (iba decir la caja de guardar los guantes, pero los jeeps tienen una especie de agujero muy corto en el sitio de la guantera) he encontrado una foto del presidente con la niña (sólo la mitad de la cabeza de la niña entra en la foto) riendo y mirando al objetivo. El presidente tiene un ojo negro y la niña va maquillada como una puta. Con el jeep he subido por primera vez al monte y lo he encontrado mucho menos intere­sante de lo que pensaba: es una montaña de tierra dura sin un matorral ni una piedra. En la cumbre (es el único detalle interesante del monte) está el avión que nos bombardeó ayer, he entrado en él y está absolutamente vacío, ni un asiento, ni siquie­ra motor. Esto me ha asustado, a pesar de que estoy convencido de que tarde o temprano hallaré una explicación razonable a todo. Esta noche he dor­mido en el hotel más grande de la ciudad, el Mon­tevideo (no quiero acostarme en mi cama desde que en ella encontré el cadáver de la niña a la que, por cierto, he enterrado), en una habitación que he hallado casi vacía (había tan sólo un cadá­ver, en la bañera, pero he cerrado con llave la puerta del baño, así como la que da al pasillo). Me he despertado bastante tarde, he leído viejos perió­dicos que he encontrado en la recepción, he hecho café en las cocinas, he comido tostadas con merme­lada de naranja y bacon que he encontrado en bas­tante buen estado en los frigoríficas. Me he pasea­do a pie por la ciudad mirando los escaparates (estoy en el centro de la ciudad, bastante lejos de donde habitaba antes) y me he escogido un bonito traje colonial con botones nacarados que he pagado cuidadosamente antes de ponérmelo. Esta vida es mucho menos monótona de lo que usted pueda creer. Se puede leer, escuchar música, pasearse e incluso beber y cantar a todo pulmón sin que nadie te moleste. Desgraciadamente echo a faltar un poco el sexo, pero no puede tenerse todo. Me he proyectado incluso un film ayer noche antes de ir a dormir, en el cine más grande de la ciudad (el Montevideo), Hello Dolly, no gran cosa, aunque la vedette es bastante deslumbrante. He tenido la cu­riosidad de saber si quedan peces en el mar (no hay un solo pájaro) y me he alejado en una barca de motor. Todo inútil, ni un solo pez. Cuando se agota la gasolina de un coche, cojo otro. Carezco de elec­tricidad, me falta desde hace varios días, pero me alumbro con cerillas, hay suficientes en la ciudad como para que no me falten en el resto de mis días. En cuanto a las provisiones he encontrado milla­res de jamones en los mataderos y siempre puedo comer legumbres que continúan brotando, me pre­gunto por qué. Mi único miedo en los primeros días ha sido el de que los cadáveres comenzaran a podrirse; lo que me habría hecho imposible la vida en la ciudad (habría sido impensable enterrados, dado el número) pero parecen tan bien disecados que creo que por este lado no tengo nada que temer. Ahora voy a confesarle algo que no le habría confesado si pensara que usted va a leer esta carta (en la situación en la que me encuentro es imposi­ble que alguna vez lea usted esta carta), pues bien: he hecho el amor a la señora negra sobre el mostra­dor del estanco. No sobre el mostrador, afuera, he instalado un colchón en medio de la calle (me hacía reír mucho la idea de que los transeúntes pudieran vemos) y le he hecho el amor al claro de luna, después de haber bebido champagne que incluso he llegado a deslizar sobre sus senos y que he bebi­do en su ombligo (tiene un ombligo bastante pro­fundo). La he dejado en medio de la calle, por si tengo ganas de volver a verla. He organizado mi vida con horarios precisos. Despertar a las diez, a continuación footing hasta el mediodía. Almuerzo solo en el Plaza leyendo periódicos viejos, después visito algunos lugares turísticos (la estatua de San Santo, los jardines de Doña Marones), más tarde hago un poco de shopping, entro en mi hotel para arreglarme un poco y ceno en el Plaza o en el Joc­key Club, después voy a beber un whisky a alguna boite y al final de la velada regreso a casa o voy a ver ala señora negra del estanco (mirando en su bolso he descubierto, no sin gran placer, sus docu­mentos: se llamaba Voom Voom Pérez). Nunca dejo de llevarle algún pequeño regalo: un par de medias de seda o una caja de música. Para Navidad tengo la intención de regalarle un abrigo de visón que ya he elegido de un escaparate. Usted me dirá: ¿Cómo se lo va a hacer para saber que es Navi­dad? Y es ahí donde puedo contestarle: usted no ha entendido nada de mi relato: Navidad llegará cuando yo lo decida, esto es todo. Estos últimos días he tenido la idea de un juego que será, creo, el artificio gracias al cual mis últimos días, si es que mis días van a terminar aquí, se salvarán del aburri­miento: me gasto bromas a mí mismo. He ido a buscar a mi perro Lambetta a la otra punta de la ciudad (en la pobre habitación en la que yo antes vivía) y lo he colocado sobre el pedestal de la esta­tua de San Santo, en cuanto a San Santo lo he ves­tido de Madame Pipí y lo he sentado a la entrada del urinario del metro. En el interior del maldito avión he colocado una mesa Knoll que he compra­do en las galerías Montevideo y sobre la mesa he puesto un cepillo de dientes y un guante (sé que esto es un poco surrealista pero me divierte, por otra parte aquí me río de las modas); he cortado un pie a la señora negra y me lo he guardado en el bolsillo (imagine la sorpresa que me he llevado al meter la mano en el bolsillo para coger el mechero), he pintado de rojo uno de mis zapatos así como uno de los del conserje del hotel y cada vez que entro miro su zapato, después el mío, con aires de atur­dido, después paso delante de él más tieso que un palo y cuando entro en mi habitación estallo de risa. El juego, para ser divertido, debe hacerse más complicado cada día. Ayer me disfracé de inspec­tor de policía (cambié mis vestidos por los de un verdadero inspector de policía y entré en un alma­cén de ropa a controlar todos los precios). Puse un peso sobre un vestido imitación Dior, dos mil pesos sobre un pañuelo de tela de yute, etc. Seguidamen­te encarcelé a dos de los empleados ya un maniquí de cera del escaparate. Les condené a muerte y des­pués les perdoné, aunque de ahora en adelante no podrán volver a hablarse entre ellos. Me llegan, es cierto, momentos en los que me muero total­mente de asco. Me quedo tres o cuatro días en la cama mirando el techo, a pesar de que es bastan­te feo a causa de las manchas de humedad inevita­bles en este país. Pienso en las diferentes posibili­dades de bromas que me quedan por hacer y que, después de todo, son bien limitadas. A fuerza de quedarme acostado mirando al techo me han pasa­do cosas bastante raras por la cabeza. Paso a con­társelas: anteayer pensé en una vaca con tal fuerza que acabé viendo la palabra vaca escrita en grandes letras de neón en la pared de enfrente de mi hotel. En este momento el neón está apagado, pero sigue ahí. He hecho circular un coche tan sólo pensando en el movimiento del coche y en el coche al mismo tiempo; ha marchado con tal rapidez que he tenido que correr al lado del coche hasta que se ha es­trellado contra un árbol que no había previsto.
Todos estos poderes raramente los utilizo para ser­virme la mesa o rascarme la espalda porque normalmente me ocupo yo mismo de todas las tareas utilitarias para conservar la forma física, pero estoy muy contento de las posibilidades que se abren ante mí gracias a lo que yo llamo, ruborizándome, mis pequeños milagros, puesto que si tengo que termi­nar aquí mis días siempre es tranquilizador saber que cuando ya no tenga fuerzas para ir a buscarme remolachas al campo podré siempre tenerlas sobre mi mesa tan sólo pensando en remolachas, en mi hambre y en mi plato al mismo tiempo. ¡Pensar que me han llegado poderes de brujo, justo en el momento en que esto no puede servirme de nada en esta mierda de país sin ni tan siquiera mi gato para aplaudirme! Pero la vida quizá sea siempre así: todo te llega a destiempo y sin explicación aparente, y me digo que, después de todo, usted es quizás en este momento tan desgraciado como yo por razones tan raras para usted como mi situación lo es para mí. Golpe de teatro: la gente se ha pues­to a resucitar. El primero al que he visto hacer esto me ha dejado atónito, se lo aseguro. He visto un cadáver ponerse a bostezar como si se despertara (el del vendedor de periódicos que tengo la costumbre de ver en un ángulo del Palazzo Salvo con lo que le queda de sus periódicos, tres o cuatro pedazos de papel desgarrados por el viento y amarillentos por el sol en su puño cerrado). Al principio no he podi­do creerlo y he pensado que era uno de estos mila­gros que hago en estos últimos tiempos, pero no, el tipo estaba bien vivo y después de haber boste­zado y de haberse frotado los ojos ha mirado los pedazos de papel viejo que tenía en la mano y me ha mirado y me he dado cuenta de que esta­ba pensando que yo le había robado sus periódi­cos mientras él echaba una siesta. Me he puesto a correr a toda velocidad, no por miedo al tipo sino por la explicación que iba a seguir a esto, ¿cómo habría podido creerme si le cuento que ha estado muerto durante tres años? Tras trescien­tos metros de carrera a pie he visto a una mujer que me saludaba gritando ¡taxi! ¡taxi! Por un reflejo instintivo de miedo (lo confieso) he girado a la derecha y me he perdido en una callejuela desierta de la que conocía de memoria hasta el más pequeño escondrijo. Al saltar detrás de un gran cubo de basura, la tapadera se ha levantado y un tipo ha saltado fuera y me ha estrechado las manos. Y así sin parar. De golpe he comprendido que su resurrección tiene una relación directa conmigo, aunque me pregunto de qué naturaleza. La mujer que me gritaba ¡taxi! ¡taxi! ha seguido tomán­dome por un taxi cada vez que la he encontrado y siempre quiere subir encima mío. Más de una vez pensé en deshacerme de ella (es una pesada) porque nunca se le ocurrirá tomar a cualquier otro por un taxi. De hecho todo su universo mental gira en torno a un taxi que soy yo puesto que es la única palabra que recuerda de antes de su muerte. El vendedor de periódicos sigue creyendo que le he robado los periódicos y cuando me ve se pone a llorar y a gritar: ¡periódicos! ¡periódi­cos! y si yo le diera periódicos haciendo ver que se los devuelvo, o bien se los pagara, no cambiaría nada: para él yo soy para toda la eternidad la palabra «periódico» o bien el que le ha robado sus periódicos (lo que para él viene a ser la misma cosa). Hay tres tipos (tres, digo bien) que me toman por una piel de plátano con la que ellos resbalaron antes de su muerte y cada vez que me ven dicen «banana, banana» y después hacen ver que resba­lan y dan de bruces en tierra. Hay otros que me toman por su hermano o por su madre e inclu­so hay una anciana que está convencida de que yo soy ella misma. Estoy literalmente asediado por esta banda de alienados que no dejan de seguir­me. Intento concentrarme para tratar de hacer el milagro de que al menos sus bocas se cierren, pero no poseo suficientes poderes. Sin embargo, he conseguido levantar una baldosa del pavimen­to y con ella he apaleado a la vieja idiota que me toma por ella y que de entre todos ellos es la más irritante porque quiere entrar dentro de mí y no para de hacerme morados en las costillas y los bra­zos con su cráneo. Hay otro que me toma por una escoba, anteayer estuvo a punto de estrangularme al querer barrer no sé qué polvareda. Afortunada­mente tuve suficientes poderes para aflojarle los dedos, si no llego a hacerla ahora no estaría escri­biéndole. No salgo de mi habitación de hotel más que para hacer los recados de la semana, ya que la ciudad se ha puesto imposible. Cuando entro en mi casa me tapo las orejas para no oír sus gritos. Usted me dirá, claro está, que puesto que son tan bestias como una bestia (es oportuno decirlo) podría hallar el medio de domesticarlos (a los más calmados) o de enrejarlos (a los más agresivos), lo que probable­mente sería fácil si tratara de hacerlo, pero el estado de indignación en el que me encuentro me impide hasta mirarles a la cara. Por el momento estoy tan furioso contra ellos que cuando veo a uno no puedo evitar el insultarle y el diálogo se hace imposible. Finalmente me he armado de valor y me he dicho que debería pedir una audiencia al presidente de la República, que tan gentil fue conmigo justo antes de su muerte, para exponerle mi problema. Le encuentro (al presidente) tras haberme visto obli­gado a pasar por las formalidades más estúpidas que usted pueda imaginarse y que pasaré por alto. Sin embargo, él tiene aspecto de alegrarse de vol­ver a verme y llora de emoción estrechándome la mano. Está solo en su despacho dibujando en una pizarra el mapa-mundi (así lo llama él), es decir: una vaga idea de lo que imagina que debe ser el Uruguay tras el desastre. No es la forma, geográfi­camente hablando, lo que ha cambiado sino la colocación de los habitantes a los que dibuja, con una tiza de color rosa, en la pizarra (dibuja los lí­mites del Uruguay en amarillo y los accidentes geo­gráficos, tanto las montañas como los ríos o las casas, en verde). Como toda la población del país me sigue a todos los sitios a los que voy, no para de redibujar el emplazamiento de las gentes con su tiza rosa siguiendo las informaciones que de mis desplazamientos recibe por teléfono sin interrup­ción. Me decido a hablarle con toda franqueza y le digo que en la situación en la que me encuen­tro (se la explico con detalle) su país ha dejado de interesarme. Cuando mi discurso termina el presi­dente se rasca la cabeza; después, tomando una de­cisión (me pregunto cuál) sale de la habitación y regresa al poco rato con la niña (la niña que yo había encontrado despanzurrada en mi cama) y con la señora negra del estanco (mi antigua no­via muerta, aunque ella nunca lo ha sabido). Por un momento he tenido miedo de que me obligara a casarme con la señora negra, pero se trata de otra cosa. Ha sacado de un cajón el pie que yo había cortado a la señora negra durante su muerte y me ha pedido que le enseñara como hago mila­gros. He logrado pegar de nuevo el pie aunque al revés, pero creo que no se han dado cuenta porque a los tres se les caía la baba de admiración. A con­tinuación me ha pedido que despegara la nariz de la chica y me he negado enérgicamente porque un milagro, después de todo, es un milagro y hay que hacerlo servir para acciones justas o al menos úti­les. Ha comprendido mi punto de vista y educada­mente me ha pedido excusas. A continuación me ha ofrecido un habano que he aceptado y le ha dicho a la niña que saltara a la cuerda, lo que ha hecho, y a la señora negra que bailara, lo que igual­mente ha hecho, aunque de modo bastante poco atractivo a causa de la posición de su pie, y él mismo ha sacado un violín del cajón y ha hecho ver que tocaba (el violín no tiene ni cuerdas). Me he dado cuenta de que esperaban alguna frase amable por mi parte y les he dicho «charmant, charmant», lo que al parecer les ha satisfecho mucho porque han parado. He aprovechado para insistir, de un modo tranquilo pero firme, en la necesidad de en­contrar una solución a mi situación en el Uruguay. El presidente se ha rascado la cabeza. He comenza­do a sentirme un poco harto. «¿Avión?» he pre­guntado. «No avión» me ha contestado. No hay más avión que el que le bombardeó y no tiene motor. «¿Barco?» le he dicho. «No barco» me ha contestado. He pensado que hay barcos porque he utilizado uno. «¿Por qué no barco?» le he dicho con firmeza. «No mar» me ha contestado. Me ha cogido del brazo y me ha acompañado a una ven­tana de la que ha descorrido los cortinajes. Casi he caído al suelo de la sorpresa. En efecto, no hay mar. El cielo comienza justo al borde de la playa. Por un momento he creído volverme loco a mar­chas forzadas. He hecho un esfuerzo sobrehumano para respirar con calma y finalmente he dejado de temblar. La niña me ha servido un coñac que me he tomado de un trago. «¿Miraccolo?», me ha dicho el presidente y he comprendido que espe­raba de mí que hiciera volver el mar. Aunque no confiaba en lograrlo, he mirado nuevamente por la ventana fija e intensamente hacia el lugar del mar. Al cabo de diez minutos ha aparecido una pe­queña ola que pronto ha sido absorbida por la are­na, y eso ha sido todo. Me he puesto a llorar como un niño y el presidente me ha dado unas palmadas en el hombro. La señora negra y la niña han llora­do conmigo, lo que me ha conmovido mucho ya que, después de todo, podrían reírse de mis des­gracias como yo me río de las suyas. La niña se ha arrodillado a los pies del presidente y le ha pedido que me canonizara, presa de una auténtica crisis de historia. Al principio hemos encontrado la idea perfectamente ridícula y hemos tratado de calmar a la niña ofreciéndole bombones, pero más tarde hemos pensado que bien mirada la idea no tiene nada de despreciable y hemos comenzado a cali­brar sus pros y sus contras. Hemos decidido de co­mún acuerdo que mi canonización ha de quedar en secreto (es una idea del presidente) puesto que si los uruguayos vinieran a comprobar mi santidad, automáticamente se creerían dioses (dada la idea que ellos se hacen de mí es casi seguro que cada uno de ellos se creería el dios de mi religión) y esto despertaría entre ellos una rivalidad muy peligrosa puesto que, siendo bastante agresivos de naturaleza, comenzarían a matarse entre ellos sin más, lo que sería poco caritativo por parte de un santo incluso falsificado, como es mi caso. Así pues mi canoniza­ción deber quedar anónima, es decir que hay que dar con la manera no sólo de esconderla a los uru­guayos sino de hacerles creer que yo soy un uru­guayo como ellos. Es también importante por una razón puramente práctica: conviene que dejen de perseguirme por todos los sitios a los que voy, em­pujándome y profiriendo insensateces, de ello depende mi salud tanto física como moral. Evidente­mente es el punto más difícil de resolver porque todos me reconocen en cuanto me ven, por esto hemos pensado que podría quizás intentar el mila­gro de cambiar de aspecto físico, pero aunque he conseguido que se me hincharan un poco los mofletes y se me alargaran un poco los brazos y la na­riz, esto no me cambia lo suficiente como para no ser reconocido. El presidente ha tenido la idea de cortarme los párpados y los labios y convertirlos, es el colmo, en mis reliquias, y aunque al principio la idea no me ha tentado por razones estéticas, he terminado por convencerme de que ésta es la mejor solución y he conseguido al mismo tiempo el mi­lagro de anestesiarme durante la operación. Cuan­do me he mirado en un espejo he estallado de risa, de tan desconocido que estaba. Ahora sólo nos queda por escoger una falsa palabra (la palabra que pertenezca a cada uno de ellos y que constituya el punto de unión que ellos tengan hacia mí) pero la elección es difícil porque quiero encontrar la más confortable de pronunciar (es ya bastante abu­rrido no tener más que una sola y si además hay que repetirla a lo largo del día va a ser una pesa­dez). Lo más difícil evidentemente habría sido es­coger la palabra palabra que es la palabra más sim­ple, pero para esto hace falta tener labios. Me he decidido por la palabra rata que es bastante corta y no exige más que un pequeño temblor de la gar­ganta en el momento en el que los pulmones se deshinchan. El resto ha sido un juego de niños. El presidente me ha hecho salir por una pequeña puerta secreta (me han abrazado los tres deseán­dome buena suerte) y me he mezclado por entre la multitud que se pasea frente a la Casa Presiden­cial en espera de mi salida pronunciando cada uno su palabra; yo he repetido «rata, rata» y natural­mente me han tomado por uno de los suyos. Al principio han estado muy inquietos al no verme salir de la Casa Presidencial (para ellos estoy ahí dentro desde hace tres semanas) pero estos últimos días han comenzado a calmarse. Poco a poco han reanudado su antigua costumbre de escogerse lugares. Para hacer como ellos me he elegido uno bastante confortable (son tan burros que escogen cualquier cosa, hasta un tenedor les es bueno para sentarse encima de él todo el día). Yo tengo siempre el mismo lugar: un gran agujero que he cavado en la arena y en el que he colocado algunos efec­tos personales e incluso un tocadiscos de pilas. No puedo decir que me sienta desgraciado, ya que la vida es tranquila y la alimentación buena. Delicio­sas legumbres han comenzado a crecer por todas partes y no tengo más que estirar mi mano fuera del agujero para atrapar un conejo y prepararme un plato suculento. El presidente viene a menudo a verme y no deja nunca de traerme un azúcar o un habano y a veces incluso las dos cosas. A veces le acompaña la niña y los tres juntos tomamos baños de sol en la playa (es en estos momentos cuando más se nota a faltar el mar) bebiendo cervezas y haciendo castillos de arena. Para divertir a la niña, a la que adoro, le hago de vez en cuando milagros aunque en los últimos tiempos he perdido muchos de mis poderes. Pero aún tengo algunos trucos de reserva. Puedo aún hacer que se muevan algunos granos de arena o que crezcan los tomates. Los vier­nes por la noche ceno en el Plaza, pero el servicio es muy malo desde lo de la resurrección, porque te sirven la primera cosa que les pasa por la cabe­za. Y a veces esa cosa no es del todo comestible. No pienso volver más. Anteayer casi me echan a la calle porque me negué rotundamente a comer una repugnante mezcla de patatas hervidas y fritas co­locadas en torno a uno de los calcetines del cama­rero (le vi poner el calcetín en el plato con mis propios ojos) y eso que soy un cliente de los más antiguos. Se lo he comentado al presidente y me ha prometido que los haría ejecutar. Anteayer el monte de Montevideo se ha alejado dulcemente en el mar hasta convertirse en un punto en el hori­zonte. Inmediatamente todas las casas de la ciudad se han amontonado unas sobre otras alrededor de la Casa Presidencial y la Casa Presidencial misma no ha parado de dar saltos que a veces llegan a ser de treinta metros. Es bastante molesto porque esto hace que tiemble el sol. Hemos visto cosas peores, bromea el presidente. Te dejo la palabra. Hasta mañana, Maestro. Buenos días, Maestro. Hemos re­cibido la visita del papa de la Argentina, es pequeño y flaquito, va vestido de oro y vuela (ha llega­do volando, para hacer cualquier cosa imita el ruido de un avión y esto le levanta mecánicamen­te del suelo, a continuación señala con el dedo índice la dirección que prefiere). Parece ser que en la Argentina nuestras aventuras han sido segui­das por televisión y él ha venido a ponerme la me­dalla del cómico argentino (un bajorrelieve que representa la cabeza de una vaca extremadamente seria mirando fijamente el horizonte, dice que es el emblema de la Argentina). He fingido estar emo­cionado, pero sin exagerar la nota, porque creo que me ha propuesto un contrato como actor en la tele­visión argentina. Le he hecho ver muy cortésmen­te que mi éxito en la televisión era del todo acci­dental, pero me ha contestado bastante en serio que era un hecho. El presidente, que es un gran naif, no ha parado de hacerle reverencias y de to­mar notas de todo lo que el otro ha dicho. Ha pre­tendido que él podía detener los brincos de la Casa Presidencial (da saltos histéricos cada tres minutos) si yo le prestaba mis reliquias. Las ha pegado a sus párpados (mis ex-párpados) y a sus labios (mis ex-labios) lo que le ha dado un aire totalmente ridícu­lo. A continuación se ha puesto a volar alrededor de la Casa Presidencial como un moscardón gritan­do «caraco, caraco» que es, al parecer, la palabra clave de la brujería argentina. Al cabo de una hora, completamente agotado, se ha desplomado a nues­tros pies y le hemos dado un vaso de agua. Ha pre­tendido que la Casa Presidencial saltaba con más suavidad que antes, lo que es falso. Le he pedido que me devolviera mis reliquias y las he vuelto a guardar en el cofre que utilizo para esto. Le hemos preguntado si quería pasar la noche en el Uruguay y ha aceptado al ver que tenía por de­lante varias horas de vuelo y que se estaba haciendo de noche. Esto me ha contrariado un poco (aunque no lo he dado a entender) ya que vivimos un poco apretados (el presidente cuando la Casa Presiden­cial empezó a dar brincos tuvo miedo de dormir allí y usted ya sabe que mi agujero no es grande y que no tengo más que una cama). Le hemos dado a comer algunas legumbres y nos hemos apretado para dormir los tres en la cama, lo que no es fácil puesto que el presidente no para de engordar des­de que la niña lo ha dejado (ella se ha ido al norte con la señora negra y parece ser que han insta­lado allí un burdel). Ya con las luces apagadas me he dado cuenta de que había cierto movimiento bajo las sábanas: el presidente se hacía sodomizar por el papa de la Argentina. Al instante he en­cendido la luz y han fingido que dormían. Yo es­taba extremadamente sorprendido, no por el he­cho en sí que no tiene nada de reprobable sino por el extremo servilismo del presidente que haría  lo que fuera con tal de que se le devolvieran las vacas uruguayas que se fueron a nado a la Argen­tina cuando aún había mar. No he apagado las luces y he fingido que leía, pero me he dado cuen­ta de que el presidente, aún roncando y todo, el muy hipócrita estaba masturbando al otro. Me he levantado tranquilamente y he pedido al papa que fuera a dormir a la bañera, pero se ha negado muy secamente con el pretexto de que él es el papa de un país más grande que el nuestro y ha dicho que era a mí o al presidente a quien le correspon­día ir a dormir a la bañera. Le he recordado que está bien ser papa, pero que yo soy santo, y como no ha encontrado respuesta a esto ha hecho ver que dormía de nuevo. A todo esto, el presidente, muerto de vergüenza, roncaba de tal modo que rompía los tímpanos. He vuelto a acostarme y he apagado las luces pensando que tras este incidente no se atreverían a recomenzar. Cuando apenas me había calmado un poco he notado la mano del papa entre mis nalgas tratando de separarlas con los dedos, pensando que dormía tan profundamente que no me daría cuenta. He dado un salto y he encendido la luz. El papa me ha mirado riendo y haciendo gestos obscenos con su dedo índice. Le he preguntado calmadamente si no le daba vergüenza. Me ha dicho que un papa no tiene vergüenza de nada, lo que no les ocurre a los santos. Esto me ha exasperado. Me he echado sobre él y le he retorcido la nariz hasta hacerle sangrar. Le ha sorprendido tanto que no se ha atrevido a contestarme. A la mañana siguiente, los tres he­mos tomado en silencio el café con leche, y aun­que el presidente no se atrevía a levantar la vista de la taza, el papa parecía muy despreocupado e incluso ha hecho algunos vuelos alrededor de la mesa antes del desayuno. Tras el café con leche, el papa nos ha pedido que le enseñáramos algunos uruguayos antes de marcharse. Montado a caba­llo hemos dado una rápida vuelta por el Uruguay, lo que no es nada difícil ya que el país no para de encogerse. El papa ha estado bastante descor­tés y no ha parado de decir que los argentinos son más altos, más limpios, más ricos que nosotros, y aunque esto fuera verdad (no lo sé porque nun­ca los he visto) no creo que sea ésta una cosa que le corresponda decir a un papa. Nos ha propuesto una partida de dados entre argentinos y urugua­yos, y aunque al presidente parecía seducirle la idea yo me he negado. Hemos almorzado en el Plaza y el papa no parecía tener prisa por irse. Le he recordado que si quería llegar a Buenos Aires antes de que oscureciera aún estaba a tiempo de ponerse en marcha. Ha dicho que le da igual por­que los argentinos van a esperarle el tiempo que él quiera. Se ha limpiado los dientes haciendo ruidos y el presidente le ha imitado. Después ha pro­puesto al presidente una visita a la Argentina y el presidente ha enrojecido de confusión. Me ha mi­rado con cara de perro implorando su comida y le he dicho que si quiere partir es asunto suyo. «Sabía que era usted bueno», me ha dicho el papa, «y le doy mi bendición.» Le he dicho muy cortésmente que no tenía nada que hacer con ella. «Se la doy de todos modos» me ha dicho, y ha escrito la pala­bra «bendición» en un trozo de mantel y me lo ha dado. He hecho de él una bola y la he tirado en medio de la mesa. El papa se ha puesto a contar al presidente las maravillas de la Argentina donde, al parecer, la gente ha adoptado una nueva reli­gión que consiste en reírse los unos de los otros (él es el único en no reír y nadie puede reírse de él, por esto es el papa) y parece que se concentran todos en un mismo lugar del país, porque cuanto más numerosos son más se ríen. He encontrado todo esto tan estúpido que ni tan siquiera me he molestado en decírselo. El presidente me ha pre­guntado si podía irse con algunas de mis reliquias para mostrárselas a los argentinos y le he dado un trozo de párpado. Han decidido marcharse de no­che a pesar de que sopla mucho viento, pero el papa asegura que puede volar de noche y con cual­quier tiempo. Hemos atado el presidente al papa con una cuerda. Parecían dos salchichones atados juntos y me he dicho que si su religión es reír, estarán bien contentos cuando les vean llegar. Nos hemos hecho reverencias y han empezado a subir por los aires. Han tardado tres horas al menos en desaparecer por el cielo porque el pobre papa vola­ba como un gorrión al que hubieran atado un la­drillo. Les he dicho adiós con la mano y me he ido a dormir, porque la noche anterior casi no pe­gué ojo. Mañana he de ocuparme de todo el país yo solo. Pese a que en la actualidad están casi todo el tiempo inmóviles y mudos, el hecho de no verme durante dos o tres días les provoca crisis de angus­tia que prefiero evitar. Así, todos los días doy una vuelta por el Uruguay y dejo que cada uno de ellos me vea, y para cada uno tengo una palabra amable. Lo que más les gusta es que les explique a qué se parecen en relación a la última vez que les vi, por ejemplo, a uno que perdió sus cabellos le digo: «usted ha perdido sus cabellos» y él se tranquiliza e incluso ríe, o bien a una mujer que ha perdido su marido le digo: «usted ha perdido su marido», entonces ella llora un poco y luego se calma. A los que sufren porque su lugar es poco confortable (aquellos que han escogido como lugar un cactus o bien una caja demasiado peque­ña para ellos) les digo: «su lugar no es confortable» y esto les calma. A fuerza de repetirles cada día la misma frase han terminado por aprenderla de memoria y el calvo, por ejemplo, cuando me ve me dice: «usted ha perdido sus cabellos» y la viuda «usted ha perdido su marido». Han aprendido a te­ner entre ellos breves conversaciones. Ahora el cal­vo le dice a la viuda: «usted ha perdido sus ca­bellos» y la viuda le contesta «usted ha perdido a su marido» y esto les hace reír. He intentado el experimento de colocarlos en círculo y, a pesar de que esto al principio les horrorizaba, en la ac­tualidad han comenzado a acostumbrarse y no pa­ran de decirse tonterías. Les he colocado a todos en un gran círculo, pero no les ha gustado mucho pues no llegan a ver los límites del círculo que ocupa prácticamente todo el sitio del Uruguay y se han quedado mudos. A cada uno le he enseñado a decir su frase a su vecino de la izquierda y a escuchar la frase de su vecino de la derecha y a repetirla a su vecino de la izquierda, y así indefinidamen­te. Al principio no les ha gustado mucho, pero al cabo de un rato, cuando han descubierto que re­gularmente todos los días su frase les volvía, han estado realmente encantados. La viuda, por ejem­plo, desde que sabe que todos los días a las dieci­siete quince su vecino de la derecha va a decirle «usted ha perdido su marido» se empieza a diver­tir desde la mañana y yo, por mi parte, la hago servir de reloj, lo que me es bien útil ya que el mío se rompió hace no sé cuántos años. Habría sido una solución perfecta para ellos y para mí si últimamente el tiempo no se hubiera reducido en sus cabezas de una manera vertiginosa. Se hablan cada vez más deprisa y cada frase tarda apenas quince minutos en dar la vuelta completa. Me he dicho que si llega el momento en el que la misma frase da la vuelta al círculo en un instante nos arriesgamos a uno de esos raros cataclismos típi­camente uruguayos a los que estamos, desde luego, habituados, pero que no siempre son deseables. He probado a colocarlos de una manera diferente (se niegan una vez visto el gusto que le han toma­do al juego) y también a introducir nuevas frases en el círculo, pero parece que nada de todo esto les entra. Allá ellos, ya verán lo que les pasará. Segundo golpe de teatro: el presidente ha vuelto. Se le ha catapultado al Uruguay, el papa no se ha molestado en acompañarle. De entrada ha tratado de hacerme creer que lo suyo había sido una tourné triunfal por las provincias argentinas, pero ha bastado con una sola mirada severa que le he lan­zado para que se hundiera en llanto contándome la triste verdad: el papa, cuyo verdadero nombre es Mister Poppy, en realidad es un peligroso tra­ficante de blancas. Había venido al Uruguay para reclutar a la niña y a la señora negra en las que se había fijado a través de las emisiones de tele­visión. Para lograrlo montó toda esa historia en la que se hacía pasar por papa, el muy cerdo, y al no encontrar a la niña y a la señora negra sedujo al presidente para hacerle trabajar en los burdeles argentinos. Parece que el pobre las ha pasado de todos los colores. Se le vestía de bailarina española y había cola para sodomizarle. A costa de sacrificios consiguió finalmente tener bastante dinero como para poder comprar una catapulta en espera, según él, de obtener mi perdón. Le he perdonado de todo corazón y se ha puesto a llorar. Me ha confe­sado que un día en que se moría de hambre en la nieve vendió mi reliquia para poder comprarse un sándwich. Le he perdonado. Me ha traído un regalo, una corbata que uno de sus clientes olvidó en su habitación de Tucumán., Me ha pedido que me la ponga en la primera cena que hagamos jun­tos después de su desventura. Me he puesto la cor­bata y le he dicho que tomara un baño mientras yo pelaba las patatas: ha dicho que no había ne­cesidad, pero le he ordenado que lo hiciera por­que está muy claro que no ha tomado ningún baño desde que se fue. Mientras pelaba las patatas he oído el ruido de la ducha sobre el parterre y no sobre él, de modo que he entrado en el lavabo y le he encontrado sentado en el bidet riendo. Lo he metido en la ducha a patadas y he esperado a que se enjabonara totalmente. Hemos cenado a solas en la playa a la luz de una lámpara que había recuperado de la Casa Presidencial antes de que quedara inservible. El presidente, animado por el vino, se ha ido de la lengua y me ha contado que al principio estaba enamorado del papa, quien se negaba a casarse con él, pero que pronto encontró un agregado de ministerio que le pagaba todos los caprichos. Llegó, según él, a hacerse ofrecer una estola de armiño y una tiara de estrass y una tarde fue invitado a una recepción en la que tomó co­caína de la que guarda un recuerdo inolvidable. Me ha preguntado si no tenía cubiertos para comer las patatas y le he respondido lacónicamente que no. Ha cogido las patatas con los dedos y las ha mojado en el vino y después las ha chupado gri­tando «ho-la-lá, ho-la-lá» como si fuera la mejor de las delicias. Me ha dicho que en la Argentina es fácil hacer dinero, pero que no le interesa porque son demasiado groseros. Su mejor compañera, una árabe, fue maltratada porque se negó a chupár­sela a un negro y fue ella la que fue condenada porque los negros dijeron que les había mordido en los testículos y fue azotada en una plaza pú­blica. Me ha confesado que en el fondo es a mí a quien siempre amó, pero que mi carácter cerrado le llevó a huir de mí. Me ha dicho que a menudo, en sueños, yo le llamaba y que ésta era una prueba de que le amaba. Me ha cogido la mano apretán­dola muy fuerte con lágrimas en los ojos y he de confesarle que esto me ha emocionado. Es un buen tipo y no tengo derecho a juzgarlo por un extravío pasajero del que él mismo ha sido la primera víc­tima. A la hora del café hemos recibido la inespe­rada visita de la niña y de la señora negra que habían oído que el presidente estaba de vuelta y que querían enterarse de cómo eran las últimas modas argentinas (actualmente ellas tienen un al­macén de modas) y el presidente les ha hecho algu­nos croquis. Ellas esperan ampliar su negocio y conquistar todo el mercado uruguayo y para esto cuentan conmigo para que les preste una máquina de coser, pero desgraciadamente no tengo ningu­na. Se han ido tristes aunque optimistas. En cuan­to se han marchado, el presidente me ha hecho una escena inaguantable diciendo que yo había dormi­do con ellas durante su ausencia, lo que es abso­lutamente falso ya que no las había visto al menos desde hacía cinco años. Tras haberme roto un plato en la frente se ha arrojado a mis pies pidiendo per­dón. He intentado convencerle de que se fuera a la cama y me ha acusado de querer envenenarle mientras dormía. Le he asegurado que no y ha vuelto a pedirme perdón. Le he acariciado un poco la cabeza y parece que esto le ha apaciguado por­que se ha dormido con la cabeza entre mis rodillas. Se hace de día. Es muy bello, pues desde que el cielo está al borde de la playa se puede tocar el sol con la punta de los dedos en el momento en que pasa ante ti. Una lágrima corre por mi mejilla. El presidente ha tenido una pesadilla entre dos ron­quidos y ha gritado: “¡Mister Puppy, no me pe­gue más!». Le he zarandeado y se ha frotado los ojos, me ha abrazado y después se ha dormido de nuevo. Yo también porque mañana tengo un día muy atareado. Hasta mañana, Maestro.


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