Las ciudades españolas se convierten en inmensos teatros en donde los espectadores y las imágenes de la Pasión y Muerte de Cristo se unen en un espectáculo que aturde todos los sentidos (el olor del incienso y las velas, la música fúnebre y los tambores), el propio movimiento de las figuras entre las masas de gente que lo invade todo.
En estos cortejos el movimiento es esencial, tanto de los penitentes como de las propias imágenes que son concebidas para ser vistas desde varios puntos de vista. El movimiento que los costaleros imprimen al paso es fundamental. El suave batir de las bambalinas (que a su vez generan un ritmo acústico), las levantadas a pulso que casi no parecen levantarse, los caballos, las arrancadas… Todo forma parte del espectáculo en donde el movimiento es algo más que un puro truco para conseguir realismo y propaganda, y se convierte en un sentido cenestésico que se propaga al interior de los espectadores y les bate por dentro.
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