"La posteridad ha sido impertinente con Florencio Sánchez y no le ha consentido todavía a su obra dormir ese sueño reparador -años de olvido, de indiferencia- del que autores o escuelas suelen ser despertados, con cautela y regocijo, para la valoración desapasionada y, tal vez, el laurel. Durante los cuarenta años que han seguido a su muerte, el teatro nacional (o su espectro), para mantener viva la ilusión de su existencia, ha debido mantener vivo a Sánchez, forzando su permanencia, decretando su actualidad. Cruel tributo que ha podido pagar no sin desmedro de opinión y simpatía. La falta de perspectiva con, que se le ha visto (y también representado) ha venido a sumarse a las evocaciones sentimentales y a los arrebatos ditirámbicos que ya habían hecho lo suyo para obstaculizar la comprensión de Sánchez, una aproximación desprejuiciada a su obra. A despecho de los afanes de exégetas y biógrafos sensatos, la fama sigue prefiriendo la leyenda cursi, y Sánchez, fuera de un recinto estrecho de iniciados, es nombre siempre aunado a formas plebeyas y desdeñables de la literatura, habiéndose terminado por confundir la suya con la de su claque. Los circunstancias han exigido esa violenta presencia del autor. El teatro rioplatense nace y muere con Sánchez, aunque en su breve existencia, los cinco años que van de M'hijo el dotor a Los derechos de la salud, no haya vivido sólo en él. Y aun quienes ponen empeño en atenuar su principalidad en aquel explosivo movimiento teatral, reconocen que éste se desvanece al entrar el siglo en su segunda década, cuando se adueña de la escena el apetito de lucro y de éxito fácil. ¿Pero no es esto acaso la tácita confesión de una incapacidad para el arte, para el éxito difícil? ¿No es evidenciar que a fuerza de talento y honestidad, Sánchez abrió un paréntesis entre el circo y el negocio?
Sin autores y sin obras; mal pudo haber una evolución de normas escénicas que fuera creando nexos entre el teatro de Sánchez y una estética actual que ha de tender a rechazar y quizás a desconocer la suya. Pero es el hecho que una presente o venidera, real o hipotética generación de dramaturgos, siente a Sánchez pisando sus talones, antecesor único, y siente a un tiempo lejana su inspiración, ajena su sensibilidad, extraño su gusto. Y así como en el terreno de las ideas, sus efusiones ideológicas sólo despiertan hoy una indulgencia burlona, así también en el terreno estrictamente dramático se le otorga una adhesión mutilada, circunscrita a la mecánica de sus obras, pero que no alcanza a su estilo literario propiamente dicho. Que si por un lado existe esa contigüidad entre Sánchez y la nueva generación, por el otro las nuevas corrientes estéticas del teatro están en el polo opuesto del naturalismo en sus modos crudos y extremos, que fueron los que aquél profesó.
«Pero ahora que todo se ha derrumbado y se han vuelto inútiles espadas y capas, es el momento de basar nuestras obras en la verdad...»había dicho Zola, y la verdad por la cual abogaba era la verdad objetiva de los hombres de ciencia. Treinta años más tarde, Sánchez iba a identificarse plenamente con los principios de aquella escuela de escritores que se sentían mucho más cerca de economistas y biólogos que de poetas y hombres de letras. Él ignoró el desenvolvimiento ulterior de la escuela: no supo cómo, aun dentro de ella, la mera visión de la realidad fue trascendida por la crítica (Shaw), por la poesía (Chéjov) o por la metafísica (Strindberg). Cuando en 1910, Sánchez agonizaba en Italia, surgía en Alemania uno de los movimientos más agresivos contra el naturalismo -el expresionista-, pero ya no era «su» naturalismo el que se combatía. Thérese Raquin había perdido su causa y Antoine ya no era un dios.
Discernir las razones del sometimiento casi total de Sánchez a las formas primitivas de aquella literatura, conduce al dominio de las hipótesis, pero ninguna de ellas parecerá, sin duda, demasiado aventurada. La primera atiende a las circunstancias del escritor, al teatro que encontró y debió sacudir. La escena rioplatense estaba por entonces entregada a una dramaturgia (si así cabe llamarla) de baja estirpe circense en que los temas criollos daban pie a los peores dislates. Una política de higiene parecía necesaria, combatiendo por un riguroso realismo los malos convencionalismos de la escena y los malos hábitos del público. Era la manera de abrir paso (a un futuro que después no avino). Luego lo unía a los pontífices del naturalismo, su credo de revolucionario finisecular: la doctrina socialista, la fe en el progreso científico, la ética liberal. Y a esta afinidad ideológica, puede añadirse una afinidad temperamental: el sentimentalismo, el culto a la rebeldía, el denuedo. Mas sobre todas estas razones, prima la de su disposición literaria.
El talento del escritor se encauzaba espontáneamente hacia el diálogo naturalista. La facilidad fue en este caso una trampa: no era la forma de expresión que él prefería. Ya en su primera obra importante -M'hijo el dotor- se advierte una ruptura violenta entre lo que es en ella reproducción feliz de la realidad campesina y el desdichado uso de formas intelectualizadas de lenguaje. Cuando se atiene a lo primero, escribe sus mejores obras. Cuando se obstina en lo segundo, escribe Nuestros hijos y Los derechos de la salud. Pero éstas son, precisamente, con toda su mala retórica, las más ambiciosas de su pluma, aquellas en que cifró sus más caras esperanzas. ¿Por qué? Porque en ellas escapaba a un estilo que no le satisfacía, al cual lo había llevado, antes que toda consideración estética, su aptitud natural. Conocía las limitaciones de un instrumento que usaba con maestría.
No hay escritor que deba imponer mayor sacrificio a su estilo personal que el autor de comedias naturalistas; si sustituye su gusto literario al del personaje o el ambiente, la ilusión de autenticidad se rompe.
«Escribir bien»(cosa que algunos críticos le reprochaban no hacer) debía consistir, para Sánchez, en mantenerse consecuente con la verdad objetiva, con el mal hablar de sus personajes, cuyo nivel de educación era, las más de las veces, bajísimo; requería la
«fidelidad mimética»de que habla uno de sus críticos. (¿No cabría variar levemente la satisfactoria definición de Salaverri, diciendo «fonógrafo» en lugar de «fotógrafo» estupendo?). Más por desordenada experiencia que por prolijo estudio, y en virtud de un generoso don de retentiva, Sánchez obtuvo ese caudal de modos lingüísticos populares del campo o del suburbio, que le hizo posible su exactitud costumbrista. Si bien no le bastaba, justo es decirlo, una exactitud superficial. Por un proceso de selección, de reelaboración dramática, sabía cargar de sentido el más gastado de los modismos, y en el montaje y los ritmos de sus diálogos «picados» o sus largos parlamentos puede estudiarse un estilo personal, si, y asaz vigoroso. Los críticos serios, al margen de la difundida hipérbole, suelen convenir sobre los méritos y defectos de la obra de Sánchez; la verdad, y ella no implica una subestimación, es que Sánchez, a la distancia y sin el fervor polémico que alguna de sus obras pudo encender en su momento, es un dramaturgo de cualidades inequívocas que no dan mayor lugar a discusión. (Debe, empero, protestarse ya una «muletilla»: la de Sánchez «intuitivo genial» o simplemente «intuitivo».
Fuera de un fastidioso romanticismo, ¿qué se quiere expresar con ello? ¿Que no era un escritor culto? Falso. Tenía la cultura necesaria a sus fines. El campo de su conocimiento, que a la postre era el que determinaba el campo de su intuición, era amplio en la materia que habitualmente trabajó. ¿Que ignoraba las leyes aristotélicas sobre la poesía dramática? El conocerlas no ha hecho, hasta hoy un dramaturgo. ¿Que poseía la intuición en grado excepcional? Error. Cuando intentó dar vida a ambientes y gentes que le eran extraños, como en Nuestros hijos, cayó en la parodia involuntaria). Ese consenso crítico sobre el teatro de Sánchez recae sobre sus obvias excelencias: la vitalidad del diálogo, la severa economía de la acción escénica, el sentido plástico de la composición, el juego sabio de los efectos, el preciso diseño de los tipos. Esas excelencias soportan otras de determinación más vaga (fuerza dramática, espontaneidad, humanidad...) y configuran al hombre de teatro, al maestro de su oficio. Pero, ¿es esa toda su virtud de dramaturgo? ¿Perduraría su obra sobre base tan frágil como la destreza, y en todo caso el fiel testimonio de una época que gracias a aquélla pudo dejarnos? Es de temer que, si así fuera, el teatro tendría que ceder a Sánchez a la historia.
En tiempos en que se trata de restaurar el prestigio poético del teatro, semejante valoración es negativa, o al menos, insuficiente. Hoy día el naturalismo, imbatible todavía en su formidable fortaleza del teatro comercial, es el blanco de todos los enconos, el tirano nefasto que urge derrocar. La piéce bien faite ha pasado a ser una categoría despreciable donde cabe toda la historia del teatro burgués, desde Scribe hasta los Broadway hits. Ya no interesa proclamar que Sánchez fue un comediógrafo expertísimo o un minucioso costumbrista. Interesa descubrir si fue, además de esas cosas, un poeta dramático, si su teatro puede inscribirse, más que en la cronología de un movimiento literario caducado, en la historia de la poesía dramática.
Es un hecho notable que pese al furor apologético, la palabra poeta haya sido casi unánimemente rehuida en los juicios sobre Sánchez, y si alguna vez asoma con timidez, nunca ocupa el proscenio. Existía en verdad un prejuicio contra ella entre las gentes de teatro formadas en el santo horror de los excesos románticos y en la liturgia de la prosa cotidiana, y esas gentes llegaban a suponer que «poeta» y «dramaturgo» eran términos antitéticos. (¿No es acaso la opinión dominante todavía en nuestro medio, donde se tiene por apogeo de la «teatralidad» el servicio -y la ingestión- de un almuerzo en escena, y se reputa «antiteatral» una tirada de Giraudoux, por el solo pecado de ser poética?) Esta aberración no roza el problema como el juicio implicado en el silencio de los críticos cultos, quienes, es presumible, eludían toda referencia concreta a la poesía hablando de Sánchez, para no someter a éste a una comprobación desfavorable, dando por sentado que Sánchez no era poeta, sino feliz autor teatral.
Y aquí sí hemos tropezado con un equívoco: el de entender que el primor verbal es la esencia misma de la poesía dramática y no su instrumento. Es cierto que la emoción poética es «una», como quiere Croce y no admite distingos, pero es cierto también que son diversos los caminos que nos conducen a ella, y que la emoción poética del teatro no nace solamente del lenguaje, sino que tiene otras fuentes en la atmósfera escénica, en la acción dramática, en la situación. Seguramente, si creyéramos que el dramaturgo no tiene una vía de expresión poética propia, distinta de la lírica, no tardaríamos en concluir que Sánchez era muy pobre poeta. En sus empeñosos intentos de elevación literaria, el autor se consiente un lenguaje seudopoético de cargosas metáforas, literariamente mucho más detestable que sus más groseras voces lunfardas. Pero no es por ese estudio, menudo y desarticulado, de su estilo, que descubriremos en Sánchez al poeta. Veamos si fue capaz, alguna vez, de dar a su obra ámbito propicio a la comunión del espectador con su drama en un plano elevado de la emoción. Es entonces que debemos considerar, en su solitaria grandeza, una de sus creaciones: Barranca abajo.
En Barranca abajo Sánchez ha superado, por única vez, sus limitaciones de escritor y las propias de su escuela. Es paradoja, y tal vez prueba de que no hay vallas para el auténtico impulso poético, que no exista, entre sus obras mayores, una en que se haya mostrado observador más fiel y estricto del estilo naturalista. No comete un solo desliz retórico; ni una sola vez el autor se sustituye al personaje; no se permite nunca usar más lenguaje que el habla campesina, tosca y reacia a la abstracción, como precio de su colorido y su expresividad. Y sin embargo, ¡cuánto dista Barranca abajo del mero cuadro de costumbres, qué insuficiente es para ella la categoría de tranche de vie! (Una confrontación con Los muertos, su obra de realismo más agresivo y su más grande alarde de técnica, es ilustrativa. Todo el efecto trágico deLos muertos está en la peripecia escénica, en la crónica, bajo la cual no hay una realidad trágica profunda. No hay abstracción poética, sino, mera transposición).
Cabe ahora preguntarse si Sánchez en Barranca abajo fue tan fiel al espíritu como a la letra del naturalismo. Y en ese sentido, evocar lo sucedido a raíz del estreno. Parte de la crítica reprochó a Sánchez el suicidio del protagonista, y Lucas Ayarragaray, en un estudio publicado en La Nación bajo el título de
«El suicidio en las pampas argentinas», aseguró que el gaucho no llega nunca al suicidio. Tales objeciones carecían, claro está, de alcance estético, pero denuncian ya la discrepancia de la obra con la manera fotográfica. Más tarde dirá Giusti refiriéndose al parlamento final de Zoilo:
«que la desesperación, que la turbación de un espíritu impidan absolutamente a un gaucho entrerriano o uruguayo expresarse de ese modo en trance semejante es asunto que ignoro si pueden afirmar o negar los sociólogos y estadígrafos; de mí diré que el hecho me parece muy verosímil»; y luego Dora Corti:
«aunque... el inventor del suicidio en las pampas fuera Zoilo Carabajal, la obra no perdería por ello su lógica humanísima...». Con ello, sin responder a la acusación, no hacen más que afirmar la robustez artística de la obra, su verdad poética.
¿Pudo escapársele a Sánchez esa infidelidad a la verdad objetiva, al precepto de veracidad? En modo alguno. Hasta accedió a retocar el desenlace en un aspecto secundario, pero mantuvo la solución del suicidio, sordo a las reclamaciones de toda otra verdad que no fuera aquella que desde dentro se le imponía. Por única vez se dejó arrebatar por una convicción poética (las convicciones éticas, en cambio, lo arrebataron más tarde con consecuencias entonces sí graves para toda verdad). Por única vez el naturalismo no es más que forma de expresión. Aquí no intenta, como en sus otras obras rurales, plantear un problema de la circunstancia histórica o geográfica, ni lo guían, como en sus dos últimos dramas, propósitos didácticos; tampoco hay, como en todas sus otras obras grandes, el motivo polémico, la confrontación de dos criterios de vida. Aquí plantea una situación trágica cuya validez universal ya ha sido aclamada y lo mueve la fe poética de su tema y la confrontación es la del hombre y su destino. Estamos en el dominio puro de la tragedia.
Barranca abajo tiene la concepción ceñida de un poema, su unicidad de inspiración, sus contrastes rítmicos, su crecimiento y cima de la emoción. Por debajo de las pequeñas intrigas, avanza inexorable, escueta, necesaria, la acción trágica. Lo demás -realismo escenográfico, habla regional- pertenece al mundo fenoménico de la obra, que casi no se permite peripecias ni desarrollos laterales. De ese juego de la obra en dos planos (el de su acción profunda, que sólo atañe a Zoilo, y el exterior de la intriga que mueven los otros personajes) se derivan efectos sorprendentes. El discurso trágico está dado por contraposiciones, por elipsis, y se exterioriza, absorbiendo ambos planos, en un mínimo de ocasiones; entre tanto el feroz realismo del diálogo y de las situaciones adquiere un valor dramático de contraste que explica sus excesos y neutraliza sus defectos. Es el parlerío chillón y desagradable de las mujeres que idiotizadas por la pereza o exacerbadas por el instinto, permanecen ajenas al drama que desencadenan, frente al silencio o al laconismo de la conciencia trágica: Zoilo.
Y las veces que éste habla, es la de sus palabras una sencilla pero grande elocuencia. Ahí está ese largo parlamento de la última escena, en que Zoilo define, sin salirse de lo coloquial, su trance agónico. Pocos ejemplos habrá más rotundos de prosa, pobre prosa, sublimada en poesía por la necesidad dramática, como el magnífico
«¿Güeña pa qué?»que clausura la acción de la tragedia. Sería exageración pretender que la observancia de la manera naturalista no ha causado algún menoscabo a la obra. Concesiones a la oportunidad pintoresca no faltan en ella. Pero nada son esas pequeñas taras a la vera de ciertos hallazgos de expresión trágica que aquella manera ha hecho posibles. Como el de la muerte de la tísica, por ejemplo. El telón cae en el segundo acto ante una Robustiana esperanzada, ante la manifestación mas vehemente de su anhelo de vida, y al levantarse en el tercero descubre un mudo testigo de su muerte: la cama de hierro desarmada en el exterior de la casa. Es difícil imaginar un más formidable aporte del naturalismo a la tragedia que ese efecto ¡de utilería! El nexo emocional es tan estrecho que apenas puede tolerar el intervalo que el realismo exige. En verdad la obra toda tiene tal configuración clásica que pese a sus cambios de escena y discontinuidades de acción, resulta de ella una impresión de maciza unidad.
Otras obras de Sánchez interesarán siempre como testimonio de las costumbres de una época -En familia, los sainetes- o del lirismo combativo de una generación -Nuestros hijos, M'hijo el dotor, Los derechos de la salud-. La gringa, un plan poético irrealizado, tendrá vida tan larga como actualidad su problema; Los muertos quedará como el gesto más audaz de una modalidad escénica pasada; pero es Barranca abajo la obra que perdurará por su poesía, por la nobleza de su emoción y su procedimiento.
Es también la obra de Sánchez a que una nueva generación puede sentirse afecta. Y es el momento de preguntarse: ¿El viejo Zoilo no está en camino más cierto para el teatro nacional que semidioses, princesas y juglares? Es sin duda camino más espinoso para la creación poética, camino que hay que abrir, pero las dificultades deben ser acicate y no freno para el poeta, y hoy veríamos con menos pesadumbre el penoso esfuerzo y aun el fracaso en esa lucha, que el dócil acogerse a fábulas exóticas de nuestros dramaturgos en germen. En su fuga indiscriminada, su comprensible horror al naturalismo, cárcel que quieren evitar, se ha traducido finalmente en una repugnancia a la realidad, a la realidad nuestra, del lugar y del tiempo, como si a ella pudiera y debiera permanecer ajeno el teatro. ¿Acaso no habría otras vías para expresarla?"
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