Por Juan Carlos Botero / El Espectador / Colombia
Un fantasma recorre el mundo del arte: la estupidez. Y las últimas subastas de arte contemporáneo en Nueva York lo demuestran. Bastan dos ejemplos.
Sotheby’s remató Pareja, de Rachel Whiteread, a quien calificó como “la escultora más famosa de nuestro tiempo”, y definió la pieza con las mismas palabras que se necesitan para hablar del arte de un maestro como Francis Bacon o Lucian Freud: “profunda reflexión” y “valiente introspección”. La obra parecía un par de bañeras blancas, casi idénticas. La compró el Museo Metropolitano. Y pagó una fortuna.
Sotheby’s también ofreció la obra de Bruce Nauman, Violines Violencia Silencio: tres palabras en luces de neón, puestas en forma triangular. ¿Su precio final? Más de cuatro millones de dólares.
El arte contemporáneo está en crisis, y además es una estafa. Los mayores responsables son tres: los creadores por hacer estas piezas absurdas, los críticos por exaltarlas, y (quizá el peor de todos) los compradores, porque al pagar esos dinerales las promueven, avalan y legitiman como “obras de arte”. Antes, millonarios como Frick o Morgan compraban cuadros hermosos de grandes maestros. Hoy, coleccionistas como Pinault o Saatchi compran piezas que, a menudo, ni siquiera son aptas para el público por grotescas y horrendas.
Sin embargo, cuando alguien señala que estas piezas son banales y sus precios un engaño, sus defensores vociferan: el arte cambia, y si nos oponemos a su evolución la creatividad se atrofia. Esa tesis es falsa. La gente no rechaza la evolución en el arte. Rechaza la estupidez. Más aún: es un placer recorrer los grandes museos para admirar las diferentes épocas artísticas y estudiar los cambios estéticos. Es decir: la evolución del arte.
Lo cierto es que a pesar de las diferencias de estilos y épocas, los pintores de todos los tiempos compartían un mismo objetivo: crear belleza y brindarle al espectador placer estético. Así se hizo durante milenios. Hasta el siglo XX. Hoy, el artista sólo busca asombrar al público. Pero, como dijo Borges: “Si el fin del poema fuera el asombro, su tiempo no se mediría por siglos, sino por días y por horas y tal vez por minutos”. Estas obras no sólo son banales, en efecto, sino también efímeras.
Un artista debe crear la pieza que quiera. Eso no se cuestiona. Si Piero Manzoni quiso envasar sus materias fecales en latas y venderlas como obras de arte, allá él. Lo grave es que la crítica aplauda esa tontería y que los galeristas paguen fortunas por lo que el italiano tituló, con razón, Merde d’ Artiste.
Woody Allen afirmó: “Algún día alguien se va a presentar en un teatro y va a vomitar en el escenario. Y no faltará la persona que diga que eso es una obra de arte”. La sociedad, sin duda, tiene el arte que se merece.
Antes, el arte ennoblecía la vida, elevaba el espíritu y embellecía la existencia. Ahora, como estos creadores son incapaces de lograr esas metas superiores, afirman con desdén que ésa ya no es la intención del artista. Qué raro. Fue la meta durante milenios, la razón de ser del arte. En cambio, hoy nos debemos extasiar con las bañeras de Whiteread y los tubos de neón de Nauman. Y exclamar que son geniales. En suma: ésta es la mayor estafa en la historia del arte, y ya es hora de denunciarla.
Tomado de arteytextos.blogspot.com
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminar